Zar Putin

Alfredo Grieco y Bavio
Aunque hubo denuncias de fraude, desde la UE hasta Estados Unidos reconocieron la victoria de Vladimir Putin. Pese a las marchas de la oposición, el ex agente de la KGB ratificó su poder. Si la democracia es también un sentimiento, el pathos democrático por excelencia es la incertidumbre sobre los resultados electorales. En la fría Rusia, nadie dudó ni por un instante de que Vladimir Putin iba a resultar reelecto en las elecciones presidenciales del pasado domingo. Muchos pensaron que el partido oficialista Rusia Unida, que gobierna la Federación Rusa desde hace doce años, iba a recurrir al fraude masivo. En Moscú y en San Petersburgo, multitudes urbanas salieron el lunes a las calles a denunciarlo.

El secreto de mi éxito. La Unión Europea y Estados Unidos fueron las primeras grandes potencias no alineadas con el Kremlin en hacer a un lado cualquier alusión a una estafa electoral. Bruselas y Washington prefirieron, en cambio, mencionar que sí existieron efectivas irregularidades. Antes que ellos, el mismo Putin había prometido investigarlas. Es que el recuento de los votos en el más extenso país de la tierra, con casi 150 millones de habitantes, puede haber sido de una limpieza interrumpida sólo por algunas manchas de fango. El secreto de las reelecciones de Putin, como en su momento lo fue en el Paraguay el de las del presidente Alfredo Stroessner, se debe al clientelismo y al apartamiento, forzoso y forzado, de toda oposición plausible.

Clases medias. Al principio, fueron las clases medias ilustradas las que, desengañadas de la política por el tumultuoso fin de la Unión Soviética, recibieron la primera presidencia de Vladimir Putin, un ex jefe de espías de la KGB y heredero de Boris Yeltsin, con el beneplácito que se reserva para quienes ponen orden en el caos y fundan una estabilidad general que puede ser la mejor base de la prosperidad personal. Fueron los mismos clasemedieros quienes a mediados de la década Putin –que supo adquirir gloria militar al vencer dos guerras contra el independentismo islámico checheno en el Cáucaso– empezaron a señalar que, en un país donde el petróleo y el gas constituyen dos tercios de las exportaciones, nacía una nueva clase empresarial y política, por encima de ellos. Esta cleptocracia, como la llaman algunos, goza de un poder y una riqueza, en términos de la revista británica The Economist, mayores que los que pudieron soñar nunca los zares Romanov.

Pasaron las grullas. En el invierno de su descontento, moscovitas y peterburgueses salieron a las calles por decenas de miles, con 22 grados bajo cero, para protestar por las elecciones legislativas del 4 de diciembre. Después de las del pasado 4 de marzo, las multitudes fueron menores en su número, más decididas (o desesperadas) en sus propósitos, mientras que las fuerzas de la represión fueron mayores. Todos los que decidieron quedarse en la Plaza Pushkin a acampar, después del resultado que diera como ganador a Putin con más del 60% de los votos –y como segundo, muy lejos con un 20%, al comunista Guennadi Ziuganov (habitualmente, aliado de Rusia Unida)– fueron desalojados con eficacia. Moscú, recuerdan las autoridades, no es Kiev, la capital ucraniana, donde acampar en la plaza pública resultó el arma clave de la Revolución Naranja –antirrusa– de 2004.

Línea general. Uno de los aspectos más debatidos en los talk shows políticos y blogs rusófonos en la jornada poselectoral ha sido la magnitud real de la oposición a Putin. La polémica, también la ironía y aun la sorna, evalúan con un realismo político muy poco impostado hasta qué punto pueden los opositores, en especial los extraparlamentarios, constituir un verdadero desafío para el gobierno del partido Rusia Unida. Dos de los principales políticos opositores y perdedores de los comicios del domingo, el ultranacionalista Vladimir Zhirinovsky y el socialdemócrata Sergei Mironov, felicitaron a Putin por su victoria, que reconocieron pocas horas después de que el Comité Electoral central la anunciara. No faltaron observadores para quienes este hecho demuestra que la Federación Rusa carece de una oposición real. Y las concesiones de Mironov en su derrota fueron tan firmes como para declarar a sus seguidores que no había por qué salir a manifestarse a las calles.

Bolcheviques y mencheviques. Eduardo Limonov, líder del proscrito partido Nacional Bolchevique, ha escrito en su blog personal que la sonora victoria de Vladimir Putin ayudará de alguna manera a la oposición rusa a “arrancar de raíz a los incompetentes que gastaron muchos recursos persiguiendo minúsculas violaciones de la ley electoral al tiempo que ignoraban la flagrante ilegitimidad del régimen de Putin”. “Voy a participar en las manifestaciones –asegura Limonov– y por supuesto voy a ser arrestado”. Para un politólogo como Andrei Kuprikov, en cambio, el triunfo del primer ministro Putin, que antes había sido presidente por dos períodos, en esta su tercera reelección presidencial –no consecutiva a las dos anteriores–, podría permitir al Kremlin un margen para realizar reformas políticas. En cualquier caso, nos asegura Kuprikov, hay pocas razones para esperar manifestaciones masivas, y menos todavía para esperar resultados positivos de ellas que favorezcan de un modo u otro a la sociedad civil. “La gente simplemente acepta el resultado electoral como una realidad inevitable a la que es inútil intentar resistirse”: tal es su conclusión del sentido de un acto electoral cuyas consecuencias se proyectarán sobre cuatro largos años de vida rusa y global.

Revista Veintitrés - 7 de marzo de 2012

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