¿Qué hay detrás del rechazo alemán a garantizar a Grecia un alivio de la deuda?

Yanis Varoufakis
El drama financiero griego ha dominado durante cinco años las cabeceras de los periódicos por una razón: el terco rechazo de nuestros acreedores a ofrecer alivios substanciales a nuestra deuda. ¿Por qué, contra el sentido común, contra el veredicto del FMI y contra las prácticas cotidianas de los banqueros que tienen que lidiar con deudores asfixiados, se resisten a una reestructuración de la deuda? La respuesta no puede hallarse en la teoría económica, porque se halla profundamente anclada en la laberíntica política europea. En 2010, el Estado griego llegó a la insolvencia. Dos opciones congruentes con la ulterior pertenencia a la eurozona estaban sobre la mesa. Una, la razonable, la que cualquier banquero decente habría recomendado, era la reestructuración de la deuda y la reforma de la economía. La otra, la opción tóxica, era ofrecer nuevos préstamos a una entidad quebrada en la pretensión de que seguía siendo solvente. La Europa oficial eligió la segunda opción, poniendo el rescate de los bancos franceses y alemanes expuestos a la deuda pública griega por encima de la viabilidad socioeconómica de Grecia. Una reestructuración de la deuda habría implicado pérdidas para los banqueros tenedores de bonos de deuda pública griega.

Deseosos de evitar confesar a los parlamentos que los contribuyentes tendrían que volver a pagar por los bancos con nuevos préstamos insostenibles, los funcionarios de la UE presentaron la insolvencia del Estado griego como un problema de falta de liquidez, y justificaron el “rescate” como un asunto de “solidaridad” con los griegos.

Para hacer cuadrar la cínica transferencia de pérdidas privadas irrecuperables sobre las espaldas de los contribuyentes como un ejercicio de “amor severo”, se impuso una austeridad sin precedentes a Grecia, cuyo ingreso nacional –a partir del cual había que sacar para devolver las deudas— disminuyó en más de un cuarto. Basta la pericia matemática de un zagalito espabilado de ocho años para saber que ese proceso no podía terminar bien.

Una vez completada la sórdida operación, Europa tendría entre manos una razón adicional para negarse a discutir sobre la reestructuración de la deuda: ¡ahora tocaba a los bolsillos de los ciudadanos europeos! De manera que se administraron crecientes dosis de austeridad al tiempo que la deuda se hacía cada vez más grande, forzando a los acreedores a ampliar sus créditos a cambio de… ¡más austeridad todavía!

Nuestro gobierno fue elegido con el mandato de poner fin a esa espiral sin esperanza; de exigir la reestructuración de la deuda y un punto final a la paralizante austeridad. Las negociaciones han llegado al punto muerto de todos conocido por una simple razón: nuestros acreedores siguen descartando cualquier reestructuración tangible de la deuda, insistiendo al mismo tiempo en que nuestra impagable deuda sea devuelta “paramétricamente” por los griegos en situación de mayor vulnerabilidad, y por sus hijos, y por sus nietos.

En mi primera semana como ministro de finanzas recibí la visita de Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo (los ministros de finanzas de la Eurozona), quien me puso ante una opción descarnada: acepta la “lógica” del rescate y olvídate de exigencias de reestructuración de la deuda o tu acuerdo de crédito caerá –con la consecuencia tácita de que los bancos griegos serían clausurados—.

Luego vinieron cinco meses de negociaciones bajo condiciones de asfixia monetaria y un pánico inducido pánico bancario supervisado y administrado por el BCE. El mensaje estaba en el aire: a menos que capituléis, no tardaréis en enfrentaros a controles de capitales, cajeros automáticos a medio funcionamiento, un prolongado cierre bancario y, finalmente, Grexit.

La amenaza del Grexit ha seguido el curso de una montaña rusa. En 2010 puso el temor de Dios en los corazones y en las mentes de los financieros, en la medida en que sus bancos andaban rebosantes de deuda griega. Incluso en 2012, cuando el ministro de finanzas alemán, Wiolfgang Schäuble, decidió que los costes del Grexit era una “inversión” que valía la pena como vía para disciplinar a Francia y a otros, la perspectiva seguía resultando aterradora para casi todo el mundo.

Cuando Syriza llegó al poder en enero pasado, y como si de confirmar nuestra tesis de que los “rescates” no habrían tenido nada que ver con ayudar a Grecia (y todo que ver con blindar a la Europa septentrional); como si de confirmar esta nuestra tesis se tratara, una amplia mayoría en el Eurogrupo –tutelada por Schäuble— adoptó el Grexit, ya como su resultado de preferencia, ya como arma optativa de combate contra nuestro gobierno.

Los griegos se estremecen con toda la razón ante la perspectiva de abandonar el euro

Los griegos se estremecen con toda la razón ante la idea verse amputados de la unión monetaria. Salir de una moneda común no tiene nada que ver con un simple desacoplamiento, como el que hizo Gran Bretaña en 1992, cuando Norman Lamont cantó celebérrimamente de alegría en la ducha mañanera luego de que la libra esterlina abandonara el Mecanismo de Tasa de Cambio (ERM, por sus siglas en inglés). Y es que Grecia no tiene una moneda cuyo acoplamiento al euro pueda ser interrumpido. Tiene el euro: una moneda exterior plenamente administrada por un acreedor hostil a la reestructuración de la deuda insostenible de nuestra nación.

Para salir, tendríamos que crear de la nada una nueva moneda. En el Irak ocupado, la introducción de nuevo papel moneda llevó casi un año, unos 20 Boeing 747, la movilización de la potencia militar estadounidense, tres empresas de imprenta y centenares de camiones de gran tonelaje. A falta de una infraestructura así, el Grexit montaría tanto como anunciar una enorme devaluación con 18 meses de anticipación: una receta para la liquidación de todo el stock griego de capital y su transferencia al exterior por todos los medios disponibles.

Con un Grexit que venía a espolear el pánico bancario inducido por el BCE, nuestros intentos de volver a poner la reestructuración de la deuda sobre la mesa de negociaciones caían en oídos sordos. Una y otra vez se nos decía que eso era asunto para un indeterminado futuro que seguiría a la “culminación con éxito del programa”: un estupendo Catch-22, porque el programa jamás podría culminar con éxito sin una reestructuración de la deuda

Este fin de semana se llega al clímax de las conversaciones, y mi sucesor, Euclides Tsakalotos, busca de nuevo poner el caballo por delante del carro: convencer a un Eurogrupo hostil de que la reestructuración de la deuda es una condición necesaria de la reforma con éxito de Grecia, no una recompensa ex post por haberlo conseguido. ¿Por qué resulta tan arduo entender algo tan obvio? Yo veo tres razones.

Europa no sabe como responder a la crisis financiera. ¿Debería prepararse para una expulsión (Grexit) o para una federación?

Una es que la inercia institucional es difícil de romper. Otra, que la deuda insostenible da a los acreedores un inmenso poder sobre los deudores, y el poder, como es harto sabido, corrompe al más pintado. Pero es la tercera la que a mí me parece más pertinente, y en realidad, la más interesante.

El euro es un híbrido entre régimen de tasa de cambio fija, como el ERM de los 80 o el patrón oro de los 30, y moneda estatal. El primero depende, para mantenerse unido, del miedo a la expulsión, mientras que la moneda estatal entraña mecanismos de reciclaje de excedentes entre los Estados miembros (por ejemplo, un presupuesto federal, bonos comunes). La Eurozona se halla en un punto intermedio entre ambos casos: es más que un régimen de tasa de cambio y es menos que un Estado.

Y hay fricción. Luego de la crisis de 2008/9, Europa no supo cómo responder. Tenía que prepararse a fondo para al menos una expulsión (es decir, para el Grexit) a fin de robustecer la disciplina? ¿O proceder, en cambio, a una federación? Hasta ahora no ha hecho ninguna de las dos cosas, y su angustia existencial no deja de crecer. Schäuble está convencido de que, tal y como están las cosas, necesita un Grexit para despejar el aire de una u otra forma. Y hete aquí que, de repente, una deuda pública griega permanentemente insostenible, de no existir la cual la perspectiva del Grexit se desvanecería, ha cobrado una nueva utilidad para Schäuble.

¿Qué quiero decir con esto? Fundado en meses de experiencia negociadora, mi convicción es que el ministro de finanzas alemán quiere expulsar a Grecia de la moneda común para instalar el temor de Dios en los franceses y obligarles a aceptar su modelo de una Eurozona disciplinaria.

Sin Permiso - 12 de julio de 2015

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