Martínez de Hoz y el otro 2 de abril

Eduardo Anguita
El viernes 2 de abril de 1976, José Alfredo Martínez de Hoz Cárcano tenía 50 años, varios campos, cuatro hijos, un título de abogado con medalla de honor, muchos fusiles de caza y alguna experiencia como funcionario. Se había estrenado como ministro de Economía tras el golpe de 1963, cuando los militares desalojaron a Arturo Frondizi y pusieron a José María Guido. Hasta el 29 de marzo de 1976 –cuando la Junta lo puso al frente del Palacio de Hacienda– Martínez de Hoz era presidente de Acindar, la siderúrgica más grande del país. Además era asesor del Chase Manhattan Bank. Pero llevaba meses trabajando para armar un gabinete y un plan económico: en agosto de 1975, los jefes de las tres armas –Jorge Rafael Videla, Emilio Massera y Ramón Agosti– se habían reunido con él y habían acordado que complotarían juntos.

Los militares irían cerrando el cerco con los sucesivos decretos de “aniquilamiento de la subversión” y el control operacional del todo el territorio argentino. Mientras tanto, Martínez de Hoz movería las piezas para armar la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias, que nuclearía a dos entidades de las que era el jefe indiscutido –el Consejo Empresario Argentino y la Sociedad Rural Argentina– y a otras tantas que lo tenían como el nexo con los jefes de la asonada militar.

Aunque lo tenía todo previsto, ese viernes 2 de abril, cuando tuvo que hacer público su plan, Martínez de Hoz se retrasó: la cadena nacional debía ir de 21.00 a 22.00 de la noche, pero el ministro empezó a las 22.07, diciendo que no quería extenderse con cuestiones técnicas. El discurso terminó 00.40, dos horas y media después.

Su voz resultaba cansina, y los datos que brindaba eran horrorosos: “En los últimos 12 meses el crecimiento de los precios minoristas alcanzó al 566 por ciento y si en los próximos nueve meses la tasa marcha al ritmo del primer trimestre (de 1976) la espiral llegará al 788 por ciento”. El ministro sostuvo que eso produciría, entre otros males, “la proletarización de la clase media”. Y el déficit público crecía: “Mientras en 1970 los ingresos tributarios alcanzaban para cubrir el 80 por ciento de los gastos totales, en el primer trimestre de 1976 sólo absorbieron el 20 por ciento. Así, los gastos del Estado han crecido en tal magnitud que no pueden ser cubiertos con recursos genuinos y se recurre a la simple emisión monetaria”.

Para pasar “de una economía de especulación a una de producción”, el ministro anunció la liberación de precios y el aumento general de combustibles y tarifas –del orden del 30 por ciento–. Con respecto a los ingresos, “teniendo en cuenta la etapa inflacionaria y el contexto de un programa de contención de la inflación, se suspenderá toda actividad de negociación salarial entre sindicalistas y empresarios, así como todo proceso de reajuste automático periódico de los salarios”. Aclaró que más adelante los aumentos provendrían de “la mayor productividad global de la economía”, pero que mientras tanto los aumentos “los fijará periódicamente el Estado”. Con ojeras, traje gris topo y la camisa un talle más grande, Martínez de Hoz anunció las derogaciones de la nacionalización de los depósitos bancarios, la ley de inversiones extranjeras y el monopolio estatal de las juntas nacionales de Carnes y Granos, reemplazadas por el juego del mercado.

El dólar, sin embargo, seguiría bajo control estatal. Habría tres cotizaciones: una oficial a precio fijo, otra fluctuante accesible al público en casas de cambio y una tercera para operaciones de comercio exterior: el ministro anunció “una paridad mixta” consistente en una mezcla de distintas proporciones de dólares baratos y caros para cada producto. Martínez de Hoz aclaró cuáles eran los dos rubros a los que se limitaba el dólar más barato, de 140 pesos: la importación de combustibles y de papel prensa. Era una buena manera de llevarse bien con los dueños de diarios y los petroleros: ambos serían subsidiados por el Estado. Por supuesto, varios petroleros privados se preparaban para ir quitando poder a YPF al tiempo que los dueños de los medios gráficos habían recibido esa ventaja unos días antes para tener tranquilidad hasta que Videla y Martínez de Hoz “encontraran alguna solución” al crónico tema del insumo básico de la prensa.

En esos días, el ministerio de Economía decidió que las cuentas nacionales –que hasta entonces eran públicas y podían ser consultadas por cualquier ciudadano– se convertirían en información reservada. Marzo de 1976 fue la última vez en que se difundió, por ejemplo, la participación de los asalariados en el Producto Bruto Interno nacional.

“Aplicar esta política no conduce a perder la capacidad de decisión nacional, la que debe ubicarse en el suelo argentino, indeclinablemente, respondiendo a la voluntad y aptitud del Estado –decía, al otro día, el editorial de Clarín–. Podría más bien inferirse que retardar el ritmo del desarrollo es lo que coloca a los pueblos en el riesgo de perder, entonces sí, su soberanía efectiva. Para robustecerla y afirmarla es necesario tener en claro cuáles son las prioridades a las que se debe atender y a qué ritmo hay que desenvolverlas. Para cumplir ese cometido la Argentina se ha puesto de nuevo en marcha, según lo muestran los acontecimientos”. La palabra desarrollo, en las páginas del diario que había pregonado la defensa de la industria, estaba literalmente pervertida. Ese 2 de abril fue, para los desarrollistas, el día en que enterraban las pocas ideas serias que había pregonado Rogelio Frigerio en las entidades empresariales.

El lunes 5 de abril, la Bolsa de Comercio de Buenos Aires era un hervidero. Cuando se abrió la rueda de negocios, los operadores vieron el alza de las acciones líderes y respiraron tranquilos. La tendencia se confirmó con creces: las acciones de Celulosa, de Alpargatas y, por supuesto, de Acindar subieron un 200 por ciento con respecto al viernes 2. Y el salario real cayó, en el trimestre marzo-mayo, en un 35 por ciento: ese piso se mantendría durante los tres años siguientes.

Pasados muchos años, cuando ya buena parte de la sociedad no tenía vergüenza de hablar de dictadura en cambio de “proceso”, la Justicia metió preso a Martínez de Hoz. No por el robo del país, sino por el secuestro extorsivo de los empresarios Miguel y Federico Gutheim en plena dictadura. Fue a parar a la cárcel de Ezeiza pero, de inmediato, sus abogados recurrieron a la fragilidad de la salud del reo. Entonces tuvo el privilegio de ir a la exclusivísima y privadísima clínica Los Arcos donde sigue “internado”. En esa misma causa, que tramita ante el juez Norberto Oyarbide, están imputados el dictador Jorge Videla y el ministro del Interior de entonces, Albano Harguindeguy, quien era el compinche de Martínez de Hoz en la cacería de elefantes en Sudáfrica. En ese juzgado, Martínez de Hoz está imputado por otras dos causas. Una es por la cacería de trabajadores que hicieron los dueños de Acindar y las fuerzas policiales y militares desde mayo de 1975 en Villa Constitución. La otra es por el secuestro y desaparición de Juan Carlos Casariego de Bel, un español que era funcionario de carrera del Ministerio de Economía y se negó a firmar los informes del negociado de la estatización de la Ítalo. En esta historia de corrupción, sus compañeros de causa son Guillermo Walter Klein y Juan Alemann.

Todavía las entidades empresariales y muchos ejecutivos que festejaban en el Salón Blanco de la Casa Rosada en la madrugada del sábado 3 de abril le deben una explicación a la sociedad de por qué fueron partícipes de ese plan que, incluso, se cobró la vida de varios empresarios. Todavía, la sociedad tiene que hacer un esfuerzo para no olvidar que hubo este otro 2 de abril, donde se le dio sentido y proyección al golpe de Estado del 24 de marzo.

Miradas al Sur - 1 de abril de 2012

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