La más grande heroína de nuestra independencia

Felipe Pigna
Ya desde su origen familiar salía fuera de lo que era común. Su padre, Matías Azurduy, descendiente de una familia “hidalga” de Navarra, era propietario de una rica hacienda en Toroca, provincia de Chayanta, cercana a la ciudad de Chuquisaca. Sin embargo, estaba casado con Eulalia Bermudes, que era “mestiza”, lo que en la conservadora sociedad altoperuana era una rareza. Más lo fue que, pese a esa “mancha de linaje”, Juana recibiese instrucción de primeras letras y catecismo en la parroquia de Santo Domingo.

La querida Juana había nacido en 1780, en plena revolución andina de Túpac Amaru y Micaela Bastidas y de Túpac Katari y Bartolina Sisa. Desde chica aprendió a hablar, junto al español, las lenguas de su tierra, el aymara y el quechua. La vida empezó a pegarle temprano. A los 7 años quedó huérfana y unos tíos paternos pasaron a ser sus tutores. Parece que la niña ya pintaba como bastante “rebelde”, y en 1797 su tía la internó en el convento de las Teresas de Chuquisaca. La muchacha, descripta como “cobriza” en la jerga racista de entonces, muy rápido chocó con las monjas, que a los pocos meses la expulsaron. Pese a su minoridad, regresó a Toroca, a hacerse cargo de la hacienda heredada de su padre, y allí estableció relación con la familia Padilla, otro caso fuera de lo común. Melchor Padilla, antiguo amigo de su padre, había pagado la osadía de colaborar con la rebelión indígena con la cárcel y el destierro a Buenos Aires, donde había muerto en 1784. La casa de los Padilla estaba a cargo de su viuda, Eufemia Gallardo, que propició el noviazgo de Juana con uno de sus hijos, Manuel Ascencio. Se casaron en marzo de 1805 y con los años vendrían cuatro hijos.

Juana y su marido eran revolucionarios de la primera hora. En 1809, durante las revoluciones de Chuquisaca y La Paz, apoyaron el movimiento, acaudillando a los “indios” de Chayanta para impedir el aprovisionamiento de las fuerzas de la represión virreinal. Manuel vivió escapando mientras Juana tuvo que encarar a las partidas que venían a cumplir la orden de captura dictada por el sanguinario jefe realista Vicente Nieto. La situación cambió al llegar las tropas de la primera expedición al Alto Perú. Padilla salió de su “clandestinidad” y se sumó a las fuerzas revolucionarias, como comandante de milicias de una amplia zona en torno a Chuquisaca. Tras la derrota de Huaqui, los realistas lograron rodear su casa, en la que Juana resistió como pudo junto a sus hijos, hasta que Padilla, en una acción absolutamente temeraria, logró liberar a su familia.

Manuel organizó en la zona de Cochabamba una tenaz guerra de guerrillas para demorar el avance de los realistas y permitir la retirada del Ejército del Norte. Poco tiempo después esta ofensiva guerrillera regresó al Alto Perú con las avanzadas de la segunda expedición, comandada por Belgrano, en 1813. Padilla pudo reencontrarse con Juana, que se sumó a la lucha.

Tras la derrota de Ayohuma, todo parecía perdido para los patriotas, pero Juana y su marido organizaron batallones guerrilleros que, bajo el mando superior del general Álvarez de Arenales, llevaron adelante la resistencia en aquel Alto Perú dominado nuevamente por el enemigo. La pareja de guerrilleros defendió también a sangre y fuego del avance español la zona comprendida entre Cochabamba norte y las selvas de Santa Cruz de la Sierra. El término “guerrillero”, que puede sonar setentista, es el que usaba el fundador de La Nación, Bartolomé Mitre, insospechable de tal cosa hasta por cuestiones cronológicas. En su muy interesante trabajo Las guerrillas en el Norte, don Bartolomé describe el sistema de combate y gobierno conocido como las “republiquetas” que consistía en la formación, en las zonas liberadas, de centros autónomos a cargo de un jefe político-militar. Hubo cientos de caudillos que comandaron igual número de republiquetas. La temeridad de estos jefes revolucionarios y la crueldad de la lucha fue tal que sólo sobrevivieron nueve de ellos. Quedaron en el camino jefes notables, de un coraje proverbial, extraordinarios patriotas como Ignacio Warnes, Vicente Camargo o el cura Idelfonso Muñecas, quien redactó una proclama que decía:
"Compatriotas, reuniros todos, no escuchéis a nuestros antiguos tiranos, ni tampoco a los desnaturalizados, que acostumbrados a morder el fierro de la esclavitud, os quieren persuadir que sigáis su ejemplo; echaos sobre ellos, despedazadlos y haced que no quede memoria de tales monstruos”. La historia oficial, esa tan “seria”, los ha condenado a ser sólo calles, escamoteándole a la mayoría de los argentinos sus gloriosas historias. Las lectoras y los lectores entenderán por qué.

Allí andaba la hermosa, en más de un sentido, Juana con chaquetilla roja con franjas doradas y sombrerito con plumas azules y blancas en honor a la bandera de su querido general Belgrano, luchando a diestra y siniestra para defender la patria. Así salvó a su marido, que había caído prisionero en febrero de 1814, en una operación relámpago que dejó sin rehenes y sin palabras al enemigo.

Los métodos de Juana y su compañero generaban desconfianza en los “doctores de Buenos Aires”, como los llamaba Güemes. Padilla le escribía sin vueltas al general Rondeau: Vaya seguro Vuestra Señoría de que el enemigo no tendrá un solo momento de quietud. Todas las provincias se moverán para hostilizarlo; y cuando a costa de hombres nos hagamos de armas, los destruiremos. El Perú será reducido primero a cenizas que a voluntad de los españoles.

Juana lo fue perdiendo todo, su casa, su tierra y cuatro de sus cinco hijos, Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes, en medio de la lucha. Parió a su quinta hija, Luisa, en 1815, en medio de feroces combates. No tenía nada más que su dignidad, su coraje y la firme voluntad revolucionaria. Por eso, cuando los Padilla estaban en la más absoluta miseria y un jefe español intentó sobornar a su marido, Juana le contestó enfurecida: “La propuesta de dinero sólo debería hacerse a los infames que pelean por mantener la esclavitud, mas no a los que defendían su dulce libertad, como él lo haría a sangre y fuego”.

Lamentablemente el querido Manuel Padilla cayó al librar a Juana de ser capturada por los realistas. Fue en Viluma el 14 de septiembre de 1816. Venían contentos porque les estaban haciendo la vida imposible a los invasores, pero sabiendo que les venían pisando los talones. Manuel vio que estaban por capturar a su compañera y se jugó la vida. Logró salvarla pero murió en combate junto a una compañera. Los enemigos exhibieron la cabeza de los dos guerrilleros en una pica, pensando que la mujer era Juana. Pero ella, malherida y con un dolor en su corazón que la partía al medio, logró escapar jurando venganza y no descansar hasta ver derrotado al enemigo. Se puso al frente de la guerrilla y ahora podía vérsela vestida de negro, luchando sin tregua. El reconocimiento llegará de la mano de Belgrano, que nombró a la “amazona Juana Azurduy” teniente coronel de Milicias de los Decididos del Perú.

Juana y su gente marcharon hacia el sur para unirse a las fuerzas de Güemes. Tras la muerte del caudillo, permaneció en Salta y desde allí escribió en 1825 esta conmovedora y tremendamente digna carta a las autoridades de la provincia:
A las muy honorables Juntas Provinciales:
Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Charcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución […] La satisfacción de haber triunfado de los enemigos, más de una vez deshecho sus victoriosas y poderosas huestes, ha saciado mi ambición y compensado con usura mis fatigas; pero no puedo omitir el suplicar a V.H. se fije en el origen de mis males y de la miseria en que fluctúo […].

La provincia de Salta le entregó cuatro mulas y cincuenta pesos para que volviera a su tierra natal, que había proclamado su independencia, a reencontrarse con Luisa, la única hija que le dejó la guerra. Allí se entrevistó con los libertadores Sucre y Bolívar, fundadores de la nueva república. Bolívar –en uno de los pocos actos de gobierno como presidente boliviano– firmó el decreto que estableció en favor de Juana Azurduy una pensión que, como ocurrirá con tantos otros combatientes de la independencia, muy pocas veces cobrará. Juana, la máxima heroína de nuestra independencia, morirá a los ochenta y dos años un 25 de mayo, cuando el calendario recordaba ya lejanamente la fecha de las revoluciones de Chuquisaca y de Buenos Aires, totalmente olvidada en la más injusta pobreza.

Revista XXIII - 16 de julio de 2015

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