El otoño democrático

L a primera edición de la revista crisis apareció hace exactamente cincuenta años, en mayo de 1973. Medio siglo atrás, el mundo era otro. Y nuestro país también. No somos cultores de la nostalgia –pasión triste por excelencia–, pero hay que admitir que desde aquel entonces las cosas no han hecho más que empeorar.

Entre ambas épocas hay algo fundamental que ha desaparecido: la idea misma de progreso, que era el corazón de la promesa capitalista de modernidad. La degradación del trabajo como actividad integradora, su precarización persistente y aparentemente sin retorno, es uno de los signos más evidentes de ese deterioro. La corrosión de la verdad como aspiración orientadora del debate público, opera en el plano de la comunicación y la deliberación con la misma fuerza destructora.

Se nos dirá que ya no tenemos que lidiar con la amenaza militar y es cierto. Pero aún así, la sospecha de que el estado democrático es una farsa vuelve a posicionarse en el sentido común. El aparato estatal cada vez se revela más impotente, incapaz de regular a las fuerzas productivas en función de un plan de desarrollo. Reaparece la violencia política y simbólica, dejando pasmadas a las instituciones representativas. Y se evaporan los últimos signos vitales de soberanía nacional, ante la sequía crónica de reservas monetarias.

Pero lo más perturbador es la pérdida del horizonte. O peor aun: aquel futuro que tarde o temprano sería luminoso, porque la humanidad se dirigía necesariamente hacia la emancipación, hoy se ha tornado catastrófico. Se nos dirá también que la tecnología no ha cesado de evolucionar y nos ofrece soluciones inéditas. Eso es indiscutible, pero a nadie se le escapa que vivimos la crónica de un desastre ambiental anunciado.

En el plano coyuntural aparecen algunas similitudes entre nuestro tiempo y el de los fundadores: la primavera progresista concluyó en un estrepitoso fracaso y las fuerzas más reaccionarias se preparan para una ofensiva demoledora. Nos acercamos a un punto poco habitual en la historia, en el que no existen salidas virtuosas. La sensación de asfixia se extiende entre las militancias políticas. Y justo cuando más se le demanda a les líderes una carta ganadora, elles descubren que ya no queda ningún as en la manga. Porque la conducción es un arte, nunca magia.

Todo parece indicar que estamos ante el famoso “instante de peligro” del que habló alguna vez Walter Benjamin, en el que ni siquiera los muertos descansan en paz. Y en el que solo queda apelar al más elemental de los saberes políticos: sólo el pueblo salvará al pueblo.

un paso atrás

El gobierno del Frente de Todos termina de muy mala manera. Y el peronismo se enfrenta, dicen algunos analistas, a su propio 2001. Otros llevan la analogía a 1975, cuando cierta administración justicialista debió surfear una crisis económica fenomenal, mientras el poder se les escurría sin remedio. En cualquier caso, la oposición aguarda –e incluso fomenta– un crac que les permita aplicar terapia de shock. Quieren un “massaso”.

Las tribulaciones del superministro de Economía en el quinto piso son el mejor indicador de lo que significa la impotencia de los oficialismos contemporáneos. Su destreza para manotear conejos de la galera o hacer malabares en la cuerda floja, apenas le permiten aplazar por unos días el insaciable avance de la crisis. Pero en lo que refiere a la disputa de fondo, cada iniciativa que adopta refuerza el agotamiento del esquema de gobernabilidad, al cederle más y más poder de fuego a sus propios sepultureros –y restarle más y más poder adquisitivo a su base social.

Previo a Sergio Massa, vimos a muchos funcionarios curtidos sumirse en una intrascendencia conmovedora. Hábiles declarantes, alquimistas del poder real, fumadores subacuáticos, fueron fagocitados uno a uno por los acontecimientos. Los casos de Alberto y Aníbal Fernández, o el propio Juan Manzur, son los más obvios. Hace diez años cualquiera de ellos manejaba de taquito la botonera estatal. Hoy deambulan como payasos torpes de un circo decadente.

Ante este panorama, Cristina Fernández de Kirchner conserva una notable centralidad política. El secreto quizás radique en su abstención a ocupar el primer plano de la escena. A pesar de los ruegos de sus seguidores, ella insiste que preferiría no hacerlo. Y hay una sabiduría específica en esa voluntad –o conciencia– de no poder. Un paso atrás que no es huida. Aunque no sepa cómo y cuándo podrá dar dos pasos adelante. Algo al menos parece haber quedado claro: la fórmula del delegado no resuelve nada, más bien complica todo.

En sus recientes discursos, CFK reconoce la trampa que se cierne sobre los comicios de este año. Esa encerrona no solo afecta al presente del movimiento nacional y popular, también amenaza su legado. Un peronismo de rodillas ante el Fondo Monetario Internacional podría perder las elecciones contra un ultraliberalismo que propala su ideología con orgullo, casi con descaro. Tal ha sido el fracaso de la promesa neodesarrollista –aunque se siga recordando el pasado reciente como si fuera la panacea–, que su antinomia radical penetró en la mente y el corazón de los descamisados.

Según su propia narrativa, la vicepresidenta no teme a sus enemigos, ni siquiera tiene miedo de ir presa; sin embargo, hay algo que sí le provoca pánico y es la fragmentación política. La ruina de un sistema de partidos que pierde de manera acelerada autoridad, porque cada vez entiende menos cómo construir legitimidad.

A modo de antídoto, por ahora CFK ofreció una única señal, ya demasiado tardía: exige un programa, más allá de les candidates. Habrá que ver si logra tejer su propio manual de conducción, que a esta altura reclama una formidable obra de actualización doctrinaria… y el siempre problemático trasvasamiento generacional.

cfk reconoce la trampa que se cierne sobre los comicios de este año. esa encerrona no solo afecta al presente del movimiento nacional y popular, también amenaza su legado. un peronismo de rodillas ante el fmi podría perder las elecciones contra un ultraliberalismo que propala su ideología con orgullo, casi con descaro.

anacronismo e innovación

Hacer una revista impresa de crítica política y cultural entrada la tercera década del siglo veintiuno, es un acto profundamente anacrónico. Más aún si los costos del papel y la tinta se han disparado en los últimos meses incluso por encima de la inflación, que de por sí es meteórica. ¿Por qué aferrarse entonces a ciertas modalidades del pasado que han perdido vigencia, si las nuevas plataformas nos ofrecen un reformateo a todas luces irreversible y una ecuación económica mucho más liviana y atractiva?

Hay sin dudas un impulso conservador en nuestra resistencia a pasar de pantalla sin más. Pero eso no significa una negativa a la experimentación. Nos hemos sumergido con entusiasmo en los lenguajes digitales y procuramos intervenir, con los recursos limitados de que disponemos, en la variedad de canales por los que circula hoy la comunicación social. Pero el mandato de adecuarse a la novedad, el culto a la primicia, a veces resulta empobrecedor. La sospecha sobre una creciente e insoportable banalidad del hacer periodístico invita a la cautela.

La apuesta consiste en recuperar densidad histórica. Contribuir a la producción de perspectivas con la mayor amplitud de miras posible. Ser contemporáneos es una virtud irrenunciable, a no dudarlo. Pero tener la capacidad de conectar nuestra época con el inmenso repertorio de imágenes y saberes que nos proveen los múltiples pasados con que contamos, sigue siendo uno de los resortes más potentes de la inteligencia colectiva por venir.

La épica emancipadora siempre apuntó su flecha hacia el futuro, por eso quienes la encarnaron se esforzaban por estar a la vanguardia. Ahora que los tiempos se han acelerado tanto, quizás necesitemos también reforzar la retaguardia. Recuperar la paciencia que precisa la lectura estratégica. Recurrir a la textura como antídoto contra la fugacidad del sentido. Y cobijar una voz en plural que desborde los estrellatos individuales. Hasta que la vida nos repare.

 

Revista Crisis - mayo de 2023

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