Economía y política
Es contradictorio lo que sucede con Axel Kicillof. Algunos destacan su exitoso paso por la academia como un pasivo antes que un activo. Hay razones para ello. En la última década cobró auge una mala lectura del significado de la “subordinación de la economía a la política”. Mala lectura en un sentido muy concreto. La economía es solamente un instrumento y debe ser conducida por la política y no al revés. No es como se decía en los ’90 que “si no lo hace el gobierno lo hace el mercado”. Pero que la política mande sobre la economía no quiere decir que puedan pasarse por alto sus reglas. La economía es una ciencia, lo que significa que pueden establecerse relaciones de causalidad entre los hechos producto de decisiones, la política económica, y sus resultados: la evolución de las variables. No todo se reduce a la voluntad política. El capitalismo, el único sistema económico contemporáneo, tiene reglas y sus actores, lógicas.
Quienes sostienen que con lo académico no alcanza creen que en la política económica el conocimiento teórico es algo que puede quedar en manos de asesores técnicos. No es así en los tiempos actuales, un punto que debe ser explicado. Antes de los cambios de esta semana, prevalecía la sensación de que el Gobierno había perdido el manejo de las variables fundamentales de la macroeconomía, es decir, el control de algo que fue su marca de época. Ello no sólo se derivó del freno en el crecimiento del Producto a partir de 2011, sino del desdoblamiento de hecho del tipo de cambio provocado por las restricciones cambiarias y de la absoluta pérdida de credibilidad en las estadísticas públicas, descreimiento que comenzó con los índices de precios, pero que se hizo extensivo al conjunto de las variables, inclusive a las que no merecen objeciones. Como respuesta, en el Gobierno se ensayó que los malos resultados fueron consecuencia de la crisis internacional iniciada a fines de 2008, una interpretación inconsistente cuando se mira la última década. Para empezar, desde 2003 y al menos hasta 2009, el PIB local creció muy por encima del promedio de la región y, por supuesto, de los países desarrollados. Un diferencial que, dicho sea de paso, descarta interpretaciones del tipo “viento de cola” o condiciones externas favorables. Algo se debe haber hecho internamente para que los resultados hayan sido mejores que los de los vecinos. A partir de 2009, con excepción de 2011, las cosas cambiaron y el crecimiento local tendió a converger con el de la región, ubicándose en algunos años por debajo del promedio. Este dato no se desentiende del ciclo mundial. Si bien las economías llamadas emergentes se desacoplaron y todavía crecen por encima de las de los países más desarrollados, no dejan de acompañar las fluctuaciones de los ciclos globales. Lo que se destaca aquí es otra cosa: el diferencial de las variables locales respecto de las de economías con condiciones similares, en este caso, las del resto de América latina. Dicho de otra manera: si los determinantes autónomos, internos, explicaron el diferencial en el auge, también deberían explicar los cambios a partir de 2011. Algo no se hizo bien en la conducción económica y ese algo provocó los resultados que esta semana se expresaron en los cambios de gabinete. Es comprensible que la militancia reivindique a uno de los funcionarios salientes en tanto encarnó –de modo personal antes que institucional– el nuevo rol del Estado en el posliberalismo, pero no deberían olvidarse los errores cometidos.
La llegada de Axel Kicillof a la titularidad del ministerio, analizada en conjunto con la salida de Guillermo Moreno, es muy auspiciosa porque pone fin a la fragmentación de las decisiones económicas, situación que se hizo evidente a partir de la muerte de Néstor Kirchner y que tuvo expresión gráfica en la ya famosa foto de los cinco presentadores del fallido blanqueo de capitales. Si en adelante algo sale mal, no será necesario recorrer el espinel de internas para dar con el responsable. En segundo lugar, Kicillof es un desarrollista que tiene muy en claro cuáles son los problemas fundamentales de la estructura productiva y cómo abordarlos. Sobre su carácter de presunto marxista, ensayado por la oposición más trasnochada, sólo caben algunas pocas preguntas. ¿Alguien cree que es posible comprender la esencia del capitalismo y su lugar en la historia sin haber leído a Marx? ¿Se puede ser un buen economista sin haber estudiado los tres tomos de El Capital? ¿Sabrán los críticos de folletín que Marx, junto con Smith, Ricardo, Sraffa, Kalecki y Keynes son autores básicos e indispensables de la ciencia en cuestión?
Por último, es incorrecto presentar a Kicillof como un académico de laboratorio sin experiencia política. Para empezar, fue el alma mater de la organización estudiantil TNT que, al menos con los votos, logró desplazar al oficialismo de Franja Morada, obsesionado por el control de las fotocopiadoras, que durante décadas ocupó el centro de estudiantes de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Luego, ya recibido, fue el fundador del Cenda (Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino). Quien crea un centro de estudios de estas características tiene en mente dos cuestiones fundamentales: participar e influir en el discurso público y formar cuadros, precisamente los técnicos y sectorialistas que hoy lo acompañan en la gestión. Su primer cargo con el kirchnerismo, la gerencia financiera de Aerolíneas Argentinas, no fue por simple compañerismo del Nacional de Buenos Aires con Mariano Recalde, sino que empezó proveyéndole información técnica del Cenda al abogado laboralista y entonces diputado por la CGT, Héctor Recalde. Decir que el nuevo ministro no tiene experiencia política describe bastante mal el panorama. En todo caso, no proviene de la política de la transa en el territorio para la toma salarial de porciones del Estado, o esa otra, concomitante, de la militancia orgánica. Bien mirado, Kicillof hizo todo lo que tenía que hacer para llegar al lugar en el que ahora se encuentra.
Suplemento CASH de Página/12 - 24 de noviembre de 2013