Atacar a Irán, ¿y después?

Marcus Schneider

Donald Trump se sumó a los ataques israelíes contra Irán. Pero el dulce sueño de un cambio de régimen en Irán podría convertirse fácilmente en una pesadilla en la región, como ya ha ocurrido en el pasado con experiencias similares.

Apenas 48 horas después del inicio de la guerra preventiva de Israel contra Irán, queda claro que el conflicto no refiere exclusivamente al programa nuclear iraní. En una entrevista con la cadena estadounidense Fox News, el primer ministro Benjamin Netanyahu habló por primera vez de un cambio de régimen en Irán. Un día después, declaró que el asesinato del líder supremo de la Revolución, Ali Jamenei, podría poner fin a la guerra.

El ataque contra Irán –al que Netanyahu se refiere como «la cabeza del pulpo», cuyos tentáculos en forma de Hamás, Hezbolá y los hutíes afirma haber ya cercenado- se ajusta a su visión de un nuevo Oriente Medio: una región en la que Israel, como Estado militar hiperarmado, pueda actuar a su antojo. Esta idea también tiene adeptos en Occidente. No solo entre los halcones estadounidenses, impacientes por entrar en guerra, sino incluso en figuras como el canciller alemán, Friedrich Merz, quien agradeció a Israel por «hacer el trabajo sucio» y desea el fin del régimen islámico.

Este enfoque no solo es problemático desde el punto de vista del derecho internacional, ya que un objetivo de este tipo abre la puerta a un mundo en el que cada Estado puede invadir a sus vecinos por desacuerdos ideológicos o alegando posibles amenazas. Son los Estados democráticos occidentales, agrupados en el G-7, quienes al respaldar a Israel están socavando el orden jurídico internacional. Una guerra cuyo pretexto original era el programa nuclear supuestamente a punto de completarse se vería así agravada y prolongada. Quien proclame semejante objetivo estaría obligado a luchar hasta la caída del régimen. Es sorprendente que resurja una idea tan desacreditada.

Iraq, Afganistán y Libia son ejemplos paradigmáticos del fracaso de los cambios de régimen impuestos desde el exterior. La libertad y la paz, los proclamados ideales de los aventureros neoconservadores, no se pueden conseguir a bombazos. Tras la caída de un dictador, acechan la desintegración estatal, la guerra civil y la proliferación de la violencia, condiciones que a menudo son aún más crueles para los afectados. Cientos de miles de personas han pagado con su vida los ambiciosos planes de esos bienintencionados «portadores de democracia».

«Esta vez todo es diferente», al menos eso es lo que creen algunos analistas. Al fin y al cabo, Irán no es una entidad colonial fragmentada como Iraq o Libia, sino un Estado nacional consolidado con 2.500 años de historia y una sociedad educada, secular y en gran medida prooccidental, que sufre bajo el yugo de los mulás medievales y que, literalmente, ansía su liberación.

La idea de que Irán es un caso especial está muy extendida en Occidente, posiblemente por influencia de una parte no desdeñable del exilio iraní. Si bien el régimen es impopular, a diferencia de Arabia Saudita ya no es una autocracia consensuada: sobrevive gracias a una represión eficaz, como lo atestiguan las oleadas de protestas violentamente reprimidas. Es ingenuo creer que unos días de bombardeos llevarán al colapso a un sistema que ha resistido 46 años sin apoyo externo y aislado del mundo. La verdad es que la República Islámica no es una cleptocracia neopatrimonial pura que se pueda derrocar políticamente de un plumazo eliminando a sus líderes, como ocurrió con Hosni Mubarak, Zine El Abidine Ben Ali o Bashar al-Assad. A pesar del creciente distanciamiento de gran parte de su propia población, el régimen sigue contando con un importante apoyo social que se extiende profundamente en la sociedad y que reconoce su legitimidad de origen religioso.

Es muy probable que estos grupos, en particular los líderes políticos, estatales y militares, luchen en caso de un intento de derrocamiento organizado desde el exterior, ya solo por el hecho de que, a diferencia de los representantes del régimen de opereta derrocado en 1979, no disponen de ninguna opción segura de exilio. La República Islámica o la muerte es la alternativa a la que se enfrentan muchos. Esto no significa que el cambio de régimen que se exige con tanta desenvoltura sea totalmente imposible, pero sí que es muy probable que se produzca de forma muy sangrienta.

La violencia no solo amenaza el ámbito doméstico, como ya demostró el proceso de consolidación de la revolución de 1979, que empujó al exilio a millones de personas y costó la vida a cientos de miles, lo que sigue siendo un trauma para la sociedad iraní hasta hoy. También es posible una escalada hacia el exterior. No cabe esperar una capitulación. Si el régimen se sintiera existencialmente amenazado, podría tomar decisiones solitarias: bloquear el estrecho de Ormuz, atacar las infraestructuras petroleras y las relucientes ciudades del Golfo. Todo ello sería entonces posible. El peligro de un incendio regional sigue latente.

La pregunta es, en cualquier caso, qué vendría después de la República Islámica. En el propio país no existe, por razones comprensibles, ninguna oposición organizada, ni política ni armada. Y en el exilio hay dos fuerzas, la Organización de los Muyahidines del Pueblo y los monárquicos, cuya capacidad de acción es dudosa. Los primeros logran la proeza de ser aún más odiados que el régimen, entre otras cosas porque en la primera Guerra del Golfo se pusieron del lado del agresor iraquí Sadam Husein. Por su lado, el príncipe heredero Reza Pahlavi podría correr ahora una suerte similar, ya que muchos de sus compatriotas, ahora bombardeados, lo perciben como un satélite de Netanyahu.

Ser lanzado desde aviones israelíes sobre el Trono del Pavo Real -como se denominaba al trono de los emperadores persas- no debería resultar muy agradable para los orgullosos nacionalistas persas. Y la amarga verdad es que, en medio siglo de exilio, las fuerzas liberales y progresistas no han logrado construir ni siquiera un atisbo de estructura organizada. Esto es sorprendente sobre todo porque los propios islamistas prepararon su llegada al poder en 1979 con años de trabajo en el exilio. Aprender del ayatolá Jomeini no estaba, al parecer, en el menú de sus oponentes.

Tampoco el asesinato de Jamenei -amenazado por Benjamin Netanyahu y Donald Trump- garantizaría un gobierno prooccidental. El líder revolucionario es, de hecho, un punto neurálgico: debido a su doble autoridad política y religiosa, es difícil de sustituir. Hasta ahora, Jamenei no ha preparado a ningún sucesor, lo que ahora podría pasarle factura.

El círculo de posibles sucesores es limitado, sobre todo porque un sustituto debería gozar de un mínimo de legitimidad tanto entre sus seguidores incondicionales como entre la población en general. Pero aun si esto no fuera posible, quedarían otras opciones. Las instituciones de la república son estables y no es de esperar que se produzcan protestas masivas durante la guerra. Expertos ya habían considerado, incluso antes de la guerra, la posibilidad de que el Estado derivara hacia una dictadura militar como un escenario plausible.

Incluso bajo una dictadura militar, la cuestión nuclear estaría lejos de resolverse. Un país sediento de venganza probablemente aspiraría aún más a la bomba atómica. Un Estado de más de 90 millones de habitantes del tamaño de Irán es, independientemente del color político de sus dirigentes, un candidato natural a la hegemonía regional. Precisamente para los Estados del Golfo, la República Islámica es «el mal conocido», y lo que vendría después es incierto. La lección que ha aprendido Teherán, y que posiblemente también encuentre eco en Riad, Ankara y El Cairo, es que la bomba atómica es un seguro de supervivencia. Un Irán con armas nucleares no habría sido atacado en este mundo sin reglas, pero un Irán sin ella sí lo fue. La guerra podría tener así el efecto contrario al deseado por sus agresores: un Irán nuclearizado y una región inmersa en una carrera armamentística para hacerse de ese tipo de armamento.

No menos amenazante sería el escenario en que, como consecuencia de la guerra, con o sin un conflicto regional generalizado, el Estado se viera realmente amenazado por la desintegración debido al fracaso de una transición política ordenada. Sería un escenario aterrador de guerra civil, alimentada por motivos ideológicos y posiblemente también étnicos. Casi 40% de los iraníes pertenece a minorías étnicas, concentradas en las regiones periféricas del norte, oeste y sur. Hasta ahora, todos los regímenes se han enfrentado al reto de mantener unido este mosaico multiétnico. La balcanización del país sería una receta para la violencia sin fin, que también podría extenderse a los países vecinos, sin descartar intervenciones externas. Y todo ello en el extremo norte del estrecho de Ormuz, por donde circula 30% del comercio marítimo mundial de petróleo. En tales circunstancias, sería difícil mantener el giro de Estados Unidos hacia Asia.

Todo ello demuestra que el dulce sueño de un cambio de régimen en Irán podría convertirse fácilmente en una pesadilla. Los políticos occidentales deberían resistirse a su propia arrogancia y poner fin a esta guerra, en lugar de seguir avivándola. Un Irán debilitado podría ser contenido y domesticado. Sin embargo, un país acorralado, gravemente afectado y en lucha por su supervivencia se convierte en un actor impredecible.

 

Fuente: Nueva Sociedad - Junio 2025

Noticias relacionadas

Juan Manuel Karg. A la guerra entre Irán e Israel se sumó Estados Unidos, ¿es posible que se involucre China? La...
Juan Manuel Karg. A la guerra entre Irán e Israel se sumó Estados Unidos, ¿es posible que se involucre China? La...

Compartir en