Seguridad Social, empleo y democracia: el peligro de olvidar lo importante

Luis G. Bulit Goñi

En este año en la Argentina se conmemoran 40 años de la recuperación de la democracia, luego de los oscuros años de la dictadura, pero también –quizás bastante más olvidados– 80 años del inicio de la institucionalización de la seguridad social y de las relaciones laborales desde el Departamento Nacional del Trabajo, transformado en la Secretaría de Trabajo y Previsión a cargo de Juan Domingo Perón. Allí se sentaron las bases para la construcción de la democracia social como herramienta política e ideológica para superar las brechas del desarrollo y la incorporación de los principios de equitativa distribución de la riqueza y de justicia social como bisagra en las relaciones entre el capital y el trabajo. Sin embargo, a esta altura de la evolución de las relaciones políticas, económicas y sociales, cabe lanzar una advertencia acerca de los embates a que se someten esos principios –que fueron fuente de paz social durante décadas– bajo la excusa de la “modernidad” y los avances tecnológicos.

 

La seguridad social

La seguridad social ha sido –incluso antes de su institucionalización– el mecanismo de protección del ser humano frente a las contingencias que le depara su trayecto de vida, tanto por su propia condición humana como por su desempeño como miembro de una sociedad determinada. Para abordar la situación actual de la seguridad social y su futuro, voy a pedir que me acompañen en una serie de reflexiones que –espero– generen más dudas que certezas, de modo tal de impulsarnos a pensar, a debatir, a disentir, en definitiva, a preocuparnos por una situación crítica y un futuro incierto. Lo propongo aquí, porque en el eje de esas crisis e incertidumbres está presente la Seguridad Social –con mayúsculas– a las que la política no es ni debe ser indiferente, y porque las propuestas que desde allí se propongan, se ensayen o se implementen, no pueden, a esta altura de los acontecimientos y del futuro que se avizora, ni abrevar en improvisaciones, ni abrazarnos a soluciones que pueden haber sido acertadas en otro tiempo y en otro contexto, pero que hoy requieren de una mirada más a fondo.

 

El contexto

En una clase magistral, el profesor y constitucionalista Gerardo Pisarello con acierto señalaba que la actual crisis mundial de los derechos sociales es parte de un ciclo de deterioro de los procesos democratizadores de la postguerra, en el cual se generó el Estado de Bienestar y se desarrollaron como nunca la previsión y la seguridad social como expresión política del constitucionalismo social. Pero también ese ciclo hoy muestra una clara amenaza a los principios y valores que lo validaron políticamente, lo legitimaron socialmente y lo consagraron institucionalmente. La crisis financiera internacional de 2008 puso en evidencia que los circuitos de interrelación internacionales sirven no sólo para el tránsito de mercaderías, servicios y finanzas, sino también para el contagio de los males que explotan en los diversos mercados. Ya nadie puede decir que se encuentra a salvo de una crisis financiera, y eso ha alertado a muchos. Lamentablemente, esas alertas han mudado el eje de la discusión a poner en duda la vigencia de los principios que sustentan los derechos sociales, antes que a fortalecerlos. Como advierte Pisarello, en muchas usinas de pensamiento –en ámbitos políticos, económicos, académicos, de medios de comunicación, etcétera– se alega que ese paradigma ha generado falsas expectativas en los individuos y las sociedades, y que, por los costes intrínsecos a su vigencia e implementación, las políticas sociales pueden llegar a interferir con la “libertad de mercado”, que se resalta como la única fuente de bienestar posible. Y, lo que es grave, incluso cuando en el discurso muchos espacios políticos que se proclaman progresistas o populares cuestionan esa visión ideológica de las políticas de protección social, a la hora de diseñar políticas sólo sobrevuelan el problema de fondo y ensayan soluciones de coyuntura que –aun bien inspiradas– pueden tener el efecto de seguir encubriendo las cuestiones de fondo y “tirando el problema” hacia adelante.

En paralelo con esa visión de reducción de los derechos sociales, vemos también una peligrosa reducción de la ciudadanía y de la participación política, y un avance de tendencias y expresiones políticas que, montadas en el descontento social, incuban tendencias totalitarias que se vienen expresando en la región y en el “mundo desarrollado”, y que van adquiriendo cada vez más posiciones de poder político, agravando o poniendo en crisis el constitucionalismo social y sus derivaciones en políticas públicas y, con ello, la propia estabilidad democrática.

 

¿Es suficiente ser demócrata y progresista?

En el año 2004 y refiriéndose a la invisibilidad del colectivo de personas con discapacidad y sus reclamos por más y mejores condiciones de inclusión en todos los ámbitos de la sociedad, Amartya Sen señalaba que las políticas hasta ese momento desplegadas en la mayoría de los países –que abrevaron en general en aquel paradigma de derechos sociales– habían terminado edificando un entramado de medidas de “protección” que –aún fundadas en teorías de justicia, como las de Dvorkin o Rawls– generaron una suerte de “manto de complacencia” en la sociedad y en la dirigencia, que les impedía ver la necesidad de buscar nuevos horizontes que superaran los efectos de segregación y exclusión derivados de políticas protectoras diseñadas en una inspiración asistencialista.[1] En políticas de seguridad social corremos el mismo riesgo y estamos incurriendo muchas veces en el mismo error.

La pandemia del COVID-19 también nos recordó que no podemos ilusionarnos con vivir aislados del mundo. También puso en evidencia las diferentes formas de ver al individuo como ser social: me vacuno o no, me aíslo o no, uso o no el tapabocas, me cuido y te cuido… Pero también se proyecta sobre los valores colectivos: primero la salud o primero la economía, como si allí hubiese verdaderas alternativas. Casi todos los países del mundo respondieron con una serie de políticas públicas que en general coincidieron en preservar la salud, los ingresos de las trabajadoras y los trabajadores y las fuentes de producción y empleo. La mayoría de estas medidas fueron de la mano de la seguridad social como política general y como herramienta de gestión. Ahora bien, pasado el “miedo” generado por el COVID-19 vuelven –de la mano de aquellas mismas usinas de pensamiento– las preocupaciones por el “costo” de esas medidas y por el impacto inflacionario de lo que rápidamente pasó de ser “protección social” a ser “gasto público”.

Más allá de toda esta descripción global del escenario en el que debemos debatir la sustentabilidad, la universalidad y la solidaridad como ejes de la seguridad social, lo cierto es que no sólo está en crisis el constitucionalismo social –el paradigma de los derechos sociales, civiles y políticos sobre los que advertía Pisarello–, ni están presionados los sistemas de seguridad social, sino que detrás de eso está en riesgo la mismísima convivencia democrática y sus instituciones, sus reglas de juego y su equilibrio entre derechos y obligaciones al confundirse gasto con inversión social.

Hace mucho tiempo que este proceso sociopolítico está incubándose y las alarmas han comenzado a sonar. Michael Sandell (2020), quizás uno de los filósofos contemporáneos más respetados, advirtiendo sobre la pérdida de rumbo del pensamiento progresista y analizando los avances de las derechas recalcitrantes –que en sustancia poco tienen de democráticas– advierte que: “Los resentimientos populistas[2] que sacuden la política estadounidense tienen su origen en los agravios laborales. Pero esos agravios van más allá de la pérdida de empleos y el estancamiento salarial. El ‘trabajo’ no sólo es una cuestión económica, sino también cultural. Las personas que la globalización ha dejado atrás no sólo se han esforzado mientras otros prosperaban; también sienten que el trabajo que llevan a cabo ya no es una fuente de reconocimiento social. (…) Ese modo de pensar sobre quién merece qué obedece a dos tendencias conexas. Una es la selección por méritos que, en las últimas décadas, ha hecho que un título universitario superior obtenido tras haber cursado un plan de estudios de cuatro años de duración sea una condición casi indispensable para tener oportunidades y éxito. La otra es la versión neoliberal, orientada al mercado de la globalización, que adoptaron los principales partidos de centro-derecha y centro-izquierda a partir de la década de 1980. Con independencia de que la globalización generara una enorme desigualdad, esas dos perspectivas –la meritocrática y la neoliberal– socavaron la dignidad del trabajo, alimentando el resentimiento de los trabajadores hacia las élites y provocando una reacción política. (…) La concepción cívica también propone una forma concreta de concebir el trabajo, según la cual la función más importante que desempeñamos en la economía no es la de consumidores, sino la de productores. Como productores desarrollamos y utilizamos nuestra capacidad para ofrecer bienes y servicios que atiendan las necesidades de nuestros conciudadanos y garanticen el reconocimiento de la sociedad. El verdadero valor de nuestra contribución no puede medirse por el salario que recibimos, sino que depende de la importancia moral y cívica de los fines a los que servimos con nuestro esfuerzo”. Posicionarnos en cómo vemos al individuo, cuál es su rol en la sociedad, cómo se estructura esa sociedad y cómo se arbitran los intereses de los diferentes actores en la arena social y política, suele ser la clave en virtud de la cual interpretamos o decodificamos la realidad, evaluamos esos intereses, fijamos las prioridades y trazamos el sendero de avance a través de políticas públicas.

 

Es momento de definiciones

Vivimos momentos de la historia en los que nunca se ha generado tanta riqueza, ni tanta desigualdad. Durante la pandemia hicimos apagones, luminarias y aplausos generales para las trabajadoras y los trabajadores “esenciales” de Medicina, Enfermería o recolección de basura. Pasado el miedo, los volvimos a enviar a “su lugar”, de la misma manera que se los aplaudía como “héroes” y luego se les niegan sus reivindicaciones salariales y laborales, y seguimos admirando y queriendo ser quienes más ganan en esta realidad desigual. Esta suerte de “bipolaridad” no es fruto de la casualidad, ni mucho menos de una ingenuidad. De la misma manera, de la crisis de 2008 se salió salvando a los bancos para que no hubiese quiebras masivas, pero se pagaron “bonos salariales” a gerentes financieros y auditores de bancos, fondos de inversión o calificadoras de riesgo que generaron la crisis que produjo recesión, pérdidas de trabajo y aumento de la pobreza.

Los intereses del capital financiero que pretenden diseñar un mundo y una sociedad a su medida no dudan en aplicar en su propio beneficio estrategias que condenarían brutalmente si se llevaran a cabo en beneficio de otros actores. Salvar a un banco de la quiebra no era malo, aunque para ello debieron borrar de la historia –al menos por un tiempo– la teoría de que a los países endeudados debería dejárselos caer en bancarrota, tan en boga a fines de los años 90. El economista Michael Perelman (2015) trae otro ejemplo de cómo en esta sociedad, cada vez más inclinada en la puja distributiva a la concentración de la riqueza y la socialización de las pérdidas, se “naturaliza” la concepción neoliberal de que no hay alternativas a determinados problemas de economía política: “En 1979, poco después de asumir la dirección de la Reserva Federal, Paul Volcker afirmó su intención de contener la inflación. Al principio, muchas personas con poder dudaron de que Volcker quisiera de verdad llevar a cabo sus planes, que originarían con toda seguridad grandes víctimas. Un artículo de portada del Wall Street Journal así lo expresaba, señalando que, según los analistas, la fórmula monetaria de la Reserva Federal podría causar daños a corto plazo al deprimir la economía: ‘Entre los escépticos de que la Reserva Federal se atenga al objetivo general se encuentra Alan Greenspan (…) que se pregunta si, en caso de que el desempleo aumente de forma significativa, las autoridades monetarias tendrán la fortaleza de atenerse a la nueva política’. Más o menos en torno a esta época, posiblemente en respuesta al artículo, Volcker invitó a los editores del Wall Street Journal a un almuerzo en la sucursal de Nueva York de la Reserva Federal. Volcker preguntó a sus invitados: ‘Cuando la sangre llegue al río, ¿seguirán ustedes apoyándome?’. El subeditor contestó afirmativamente y, más tarde, recordaría: ‘En efecto, hubo sangre, en tanto que los hispanos y granjeros estadounidenses que habían pedido prestado en exceso fueron sorprendidos por la vuelta a un dólar fuerte. Pero nos mantuvimos fuertes’. (…) Más tarde, Michael Mussa –director del Departamento de Investigación del Fondo Monetario Internacional– recordaría con cariño el logro de Volcker. Mussa mantenía la analogía militar, alabando el éxito de Volcker al vencer ‘al demonio de la inflación’. La Reserva Federal tenía que demostrar que, enfrentada a la elección dolorosa entre mantener una fuerte política monetaria para luchar contra la inflación y aliviar la misma con el fin de combatir la recesión, escogería la lucha contra la inflación. En otras palabras, con el fin de afirmar su credibilidad, la Reserva Federal tuvo que demostrar su voluntad de derramar sangre, mucha sangre, la sangre de otras personas. ¿Cuál habría sido la reacción si los sindicatos se hubieran jactado de utilizar su poder para derramar la sangre de los capitalistas en las calles? Ante la mera sugerencia por parte de los sindicatos de imponer grandes penalidades a los capitalistas, se habría producido una fuerte reacción, seguida de medidas en contra del mundo de trabajo. En cambio, la política monetaria sigue apareciendo como una política tecnológica incruenta que garantiza la tranquila operación de mercados voluntarios. El poder no tiene lugar en estos temas”. Y permítaseme una última referencia a este autor: “El poder ejercido sobre los consumidores se parece al poder ejercido sobre los trabajadores. A principios del siglo XIX, economistas como Simon Patten explicaban a los trabajadores que deberían considerarse consumidores antes que trabajadores. Esta táctica tenía sentido para el capital porque era más probable que los obreros –que trabajaban codo con codo– se sintieran solidarios entre sí. Por contraste, el consumo es una actividad individualista. Llevado hasta el extremo, incluso los consumidores pueden competir entre sí cuando consumen”. Esta visión dicotómica del individuo como consumidor o trabajador está muy enraizada en el pensamiento de quienes diseñan políticas de protección social.[3]

En seguridad social no es nuevo el debate entre posturas de sistemas contributivos a lo Bismark o sistemas universales a lo Beveridge. Se mantiene con más o menos énfasis, con más o menos claridad, detrás de muchas medidas que se proponen aquí y en el mundo. ¿Mantenemos la seguridad social contributiva abrazada a un mercado laboral fortalecido y formal (Bismark), o nos desentendemos de esa relación y aseguramos pisos de protección social universales atados al concepto de ciudadanía (Beveridge)? Ambas alternativas son posibles, y ambas tienen un buen fundamento político, económico, filosófico y moral. Pero nos estamos olvidando de que el concepto amplio, comprensivo e integrado de la dignidad humana que debe expresar la seguridad social como política para atender contingencias sociales no es solamente asegurar un ingreso. La jubilación era, hace mucho, como el trabajo, el resultado el reconocimiento al esfuerzo realizado. Era el pago del haber, pero también la “medalla”, el “júbilo” por los muchos años de trabajo en una empresa o una actividad. Era orgullo, era dignidad. Hoy, a la jubilación la “medimos” sólo en términos de valor adquisitivo, y al trabajo sólo en términos de salario.

No advertir la crisis de valores que hace retroceder el constitucionalismo social; que hace diluir el paradigma de derechos sociales, políticos y económicos; que ha desvalorizado al trabajo como fuente de reconocimiento social; y que ve a la seguridad social como costo, como un rubro más del gasto público y no como inversión; lleva a que millones de personas en el mundo manifiesten su descontento, a veces con violencia, y otras veces con la utilización de las instituciones de la democracia para elevar al poder a quienes no creen en esas instituciones.

 

¿Qué hacemos?

Es en este contexto local, regional e internacional en el que estamos todos, en el que debatimos la sustentabilidad del sistema argentino de seguridad social, sus herramientas, sus parámetros, sus proyecciones actuariales, sus fuentes de financiamiento, etcétera. Pero con alarma vemos que esos análisis y debates sobre la seguridad social no incorporan con fuerza la actualidad y el futuro del mundo del trabajo. Es como si ese “mercado” fuese inmutable y su devenir fuera inexorable hacia cada vez más sofisticados mecanismos de informalidad y exclusión. Resignarnos a la informalidad laboral y renunciar al trabajo digno como fuente y razón de la protección social –aún escondidos detrás del discurso de la “modernidad” y de los imparables avances tecnológicos, sin buscar estrategias para equilibrar ambos procesos– pone a la seguridad social y a la propia democracia frente al abismo. En esa coyuntura, tal vez tarde advirtamos que era cierto que no era suficiente solucionar la cuestión con políticas de ingresos, olvidándose de la dignidad de quien trabaja. Mi pregunta es si podemos hacerlo cuando tenemos un desorden, una falta de armonía, de coordinación e incluso de diálogo que nos impide ver que la seguridad social es ante todo eso: social. Que no hay salvaciones individuales; que el valor de la solidaridad no puede ser cuantificado sólo en términos monetarios, ni apreciado sólo cuando me veo beneficiado en el reparto; que, así como vivimos en un mundo interconectado, en una región a la que le duele la pobreza y la exclusión, vivimos también en un país que, aun siendo federal, es un solo país, con jubilados y pensionados en todas y cada una de las provincias.

Para que haya sustentabilidad de la seguridad social necesitamos políticas públicas de mejor calidad. Eso afectará necesariamente intereses de todo tipo. No hay en ese proceso de mejora un óptimo en el que todos ganan sin resignar nada.

 

Los desafíos

Podemos seguir debatiendo sobre la moratoria, sobre el pago de sentencias, sobre el cálculo del haber inicial, sobre reciprocidad, sobre armonización. Y debemos hacerlo, porque es la problemática del presente y hay que dar respuestas. Pero no podemos olvidar que la realidad, nuestra realidad, una realidad de la que no nos podemos aislar, obliga también a poner sobre la mesa de discusión los problemas estructurales. Muchos se comparten con el mundo entero –como las cuestiones demográficas– y otros aún no hemos sabido siquiera cómo comenzar a resolverlos, como es la relación entre Nación y provincias en términos de coparticipación de tributos y de concebir a la previsión social como una cuestión de todos, y no un “sálvese quien pueda y como pueda”. Podemos seguir jugando a las escondidas con la realidad, por derecha o por izquierda. Pero si no volvemos a poner al trabajo humano como fuente no sólo de ingresos, sino de dignidad y valoración social, y a la seguridad social como su contrapartida[4] frente a determinadas etapas o contingencias de la vida, como la inversión social que asegura la cohesión democrática, estaremos olvidando lo que al institucionalizarla pensó Bismark –que de progresista tenía poco, pero veía la realidad y los peligros a los que se enfrentaba su esquema de poder: “demos algo o vienen por todo”.

Sin ninguna reserva abrazamos el apotegma de que ante cada necesidad nace un derecho. El problema surge en cómo identificamos y describimos cada necesidad, cómo definimos cada derecho, y qué políticas implementamos para hacer valer ese derecho y superar esa necesidad. Es allí donde se juega el verdadero “partido” del progresismo, de la democracia y la justicia social. Conviene aquí recordar a Juan Domingo Perón, que en La comunidad organizada legaba una línea de pensamiento doctrinario y estratégico –que en el presente brilla con dramática actualidad y vigencia– para consolidar una sociedad basada en la democracia y la justicia social: “La edad del materialismo práctico, por otra parte, ha correspondido con un gigantesco progreso económico. Una de sus características ha sido la de reducir las perspectivas íntimas del hombre. Este no posee la misma medida de su personalidad a la sombra del olmo bucólico que junto al poderío estruendoso de la máquina. Debemos preguntarnos si, al sobrevenir las radicales modificaciones de la vida moderna, se produjeron las oportunas orientaciones llamadas a equilibrar al hombre conmovido por la violenta transición al espíritu colectivo. (…) El hombre que ha de ser dignificado y puesto en camino de obtener su bienestar, debe ser ante todo calificado y reconocido en sus esencias. (…) Si la felicidad es el objetivo máximo, y su maximización una de las finalidades centrales del afán general, se hace visible que unos han hallado medios y recursos para procurársela y que otros no la han poseído nunca. Aquéllos han tratado de retener indefinidamente esa condición privilegiada, y ello ha conducido al desquiciamiento motivado por la acción reivindicativa, no siempre pacífica, de los peor dotados. (…) Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que, así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación. (…) Ni la justicia social ni la libertad, motores de nuestro tiempo, son comprensibles en una comunidad montada sobre seres insectificados, a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre en el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su presencia muda y temerosa”. La vigencia de estos conceptos salta a la vista. Es una necesidad imperiosa que sean una guía para la estrategia y la acción política.

 

Algunas conclusiones

La definición que hagamos del individuo, del ciudadano y de la ciudadana, del sujeto social –definición que habrá de ser construida en base a nuestra visión de la realidad humana y social– habrá de condicionar las respuestas de políticas públicas. Así, y advirtiendo que hago una gran simplificación por razones de espacio, ya que el tema merece un debate más complejo, no es lo mismo considerar al individuo como “consumidor” que como “productor”. En la primera alternativa, frente a la contingencia de desempleo, pobreza, exclusión, informalidad, etcétera, la política apuntará a solucionar lo inmediato, la falta de ingresos, y la respuesta tradicional será recurrir a transferencia monetarias sujetas a determinadas condiciones y con diversos objetivos. Si consideramos al sujeto como productor, la misma contingencia llevará a mirar las causas estructurales –del desempleo, la informalidad, la salubridad y seguridad del trabajo, etcétera– que la generaron.

¿Son visiones excluyentes? A mi criterio, no. Pero si abrazamos y nos enamoramos de la eficiencia, la contundencia y la rapidez con que pueden implementarse las respuestas en políticas de ingresos, corremos el riesgo de que su “éxito” –como lo advertía Amartya Sen en la referencia efectuada– nos seduzca en un mar de complacencia y nos haga demorar y hasta olvidar la necesidad de encarar las causas estructurales de las contingencias que dispararon las políticas de seguridad social. ¿Son buenas las asignaciones universales por hijo, las moratorias previsionales, los planes sociales, la tarjeta Alimentar? Claro que lo son: atienden necesidades urgentes de personas que tienen un derecho de raigambre constitucional y hasta moral. Pero todas esas medidas surgen a partir de una necesidad que se origina en la pérdida de la formalidad laboral a la cual están atados los sistemas de protección social, y a la cual debemos luchar por salvar frente a los embates neoliberales que sueñan en un mundo con trabajadores tercerizados.

Habiendo logrado dar cobertura a esas personas necesitadas de protección, el verdadero indicador del éxito de nuestras políticas debería ser el que tienda a disminuir la cantidad de personas beneficiadas, y que toda asignación “universal” se transforme en asignación familiar vinculada a un trabajo formal; que toda jubilación con moratoria se transforme en una jubilación con aportes hechos en tiempo y forma; que la tarjeta Alimentar ya no sea necesaria porque gracias al trabajo formal hay comida en la mesa y no hay niños con hambre. El éxito de la política de coyuntura es no ser ya más necesaria, o haber quedado reducida a su mínima expresión porque desaparecieron las causas que la generaron.

Quien pierde o ve disminuidos sus ingresos está en una situación grave. Pero si además pierde la dignidad de que su trabajo no sea valorado por la sociedad, está viendo perder su ciudadanía, su sentido de pertenencia a la comunidad. Si tenemos este principio presente, estaremos atentos a que la “modernidad” no nos venda –una vez más– gato por liebre.

Probablemente, detrás de las proclamadas bondades del “teletrabajo” quizás se esconda un nuevo avance de la tercerización laboral con pérdida de derechos, transformando a millones de trabajadores y trabajadoras formales en relación de dependencia a monotributistas o autónomos al servicio de las mismas corporaciones. En Estados Unidos se llegó a llamar “el gran renunciamiento” el caso de trabajadores y trabajadoras que en la postpandemia dejaron sus trabajos formales, y hoy están viviendo un proceso que se identifica como “el gran arrepentimiento”.

La pérdida de la dignidad dimanante del trabajo formal está llevando a grandes masas de trabajadores y trabajadoras –aun en el mundo desarrollado– a caer en brazos de las expresiones político-partidarias más retrógradas en términos de derechos humanos y garantías sociales. Ese terreno que perdieron los partidos progresistas y populares los está ocupando el populismo-fascista. Lo que está en juego es la estabilidad democrática. No es la primera vez que pasa… No olvidemos cómo fue el caldo de cultivo del nazismo en Alemania, y ni con quiénes sienten afinidad los grupos neofascistas de nuestros días, que se expresaron en la toma del Capitolio al perder las elecciones Trump; en el triunfo del neofascismo en Italia y en países de Europa central; en el avance de la derecha en Francia y del partido Vox en España; y hasta en expresiones políticas que se vanaglorian de ser “antisistema”, ¡del sistema democrático! Esta realidad es palpable. Y la gravedad es aún mayor cuando constatamos que nuestro continente presenta índices de informalidad laboral alarmantes, a la par que se exteriorizan procesos de protesta social que aún no han sido bien analizados, ni mucho menos bien canalizados por los gobiernos progresistas que han alcanzado los gobiernos de varios países hermanos. Las dificultades de estos gobiernos quedan a la vista a poco que nos detengamos a ver las reacciones de los poderes concentrados y de los medios de comunicación comprometidos con esos intereses, o sus impactos en la vida institucional de los países.

El éxito electoral de progresismo no garantiza en estos tiempos que hayan dejado de existir las causas del hastío social de trabajadoras y trabajadores informalizados y excluidos. Las políticas de coyuntura no deben ocultar la imperiosa necesidad de encarar soluciones a los problemas de fondo: en la seguridad social, el problema de fondo es la informalidad laboral. No podemos ni debemos conformarnos con políticas de emergencia. El desafío es resistir a los embates contra el trabajo formal y digno, que no se ve como articulador de la sociedad, sino como costo empresario; contra la seguridad social, que no se aprecia como inversión, sino como mero gasto público.

 

Bibliografía

Abarca MG (2011): “Disparen contra los sindicatos. La ofensiva conservadora y la ‘revuelta de Wisconsin’”. Nueva Sociedad, 236.

Acuña CH y LG Bulit Goñi (2010): Políticas sobre la discapacidad en la Argentina. Buenos Aires, Siglo XXI.

Fletcher B Jr. y F Gapasin (2011): “A Need for Social Justice Unionism”. Social Policy, primavera.

Perelman M (2015): “Cómo la economía ha reforzado el poder al ocultarlo”. En Estado del poder 2015, TNI. www.tni.org/es/estadodelpoder2015.

Riemen R (2018): Para combatir esta era, sobre fascismo y humanismo. Madrid, Taurus.

Sandell M (2020): “En qué se equivocan los progresistas: el timo de la meritocracia”. blogs.elconfidencial.com.

Sandell M (2021): La tiranía del mérito. Madrid, Debate.

Sen A (2004): “Discapacidad y Justicia”. Ponencia presentada en la II Conferencia Internacional sobre Discapacidad y Desarrollo Inclusivo: Compartir, Aprender y Construir Alianzas. Banco Mundial. Washington.

[1] La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU (2006) vino a substituir el modelo médico-céntrico o médico-rehabilitador por el modelo social de la discapacidad, basado en una visión de derechos que ponía el foco en las barreras que la sociedad interpone entre las personas con discapacidad y la posibilidad de gozar de sus derechos. En la Argentina tiene rango constitucional (Acuña y Bulit Goñi, 2010).

[2] Se ha dicho que en la actualidad “no es populismo, es fascismo”. Rob Riemen en su reciente libro (2018) es claro: la ultraderecha europea no es populista, es fascista. Lo mismo puede decirse de Trump que, mientras protege al capital financiero de siempre, atiza el fuego del temor a la inmigración para mantener el atractivo en su electorado trabajador y reivindica la gloria de las políticas de “las cañoneras”.

[3] B. Fletcher Jr. y Fernando Gapasin (2011), líderes del Council for Labor Renewal, sostienen que “la clase trabajadora está dividida y debe unirse, pero la unidad no puede basarse únicamente en demandas económicas compartidas, sino que debe unir a la gente en una lucha por una democracia consistente”.

[4]  Piénsese en la reforma previsional que encara el gobierno francés del que dan cuenta los medios, aplicando la receta clásica del aumento de la edad jubilatoria. En el marco de un mercado laboral formal que excluye a mayores de 50 años, estirar la edad de retiro para quien queda desempleado es una condena a vivir de las políticas asistenciales por el resto de la vida.

Fuente: Revista Movimiento - Marzo 2023

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