Nostalgias de una era sin artefactos

Ingrid Sarchman
Hay un chiste que circula en las redes, que es más o menos así: -“¿Qué pasaría si tirás a un pibe a la década del 80, sin celular, sin Internet y con sólo cuatro canales? -Se mata, más si lo tirás muy fuerte”. Nadie duda que el impacto sería enorme, especialmente para esa generación que nació con el “wireless bajo el brazo”, pero el fenómeno, sin duda, afecta a todas las edades. La vida diaria ya no se concibe sin el teléfono adosado al cuerpo.

Desde los asuntos más cotidianos, como recordar un número, una fecha o buscar una dirección, hasta los más excepcionales: pedir auxilio mecánico en el punto más aislado del mapa; jugar en red a sacar fotos, filmar y subir cualquier contenido; buscar información o usarlo de GPS, los celulares se vuelven cada vez más imprescindibles. Sin embargo, aunque vivamos en una época de conexión full time, hay una tendencia a idealizar un supuesto pasado “pretecnológico”. Un tiempo donde la gente con menos artefactos se comunicaba más y mejor.

Esta nostalgia adquiere un sentido particular cuando se la confronta con el enorme crecimiento del mercado de los celulares inteligentes en los últimos dos años. Según un informe de emarketer.com –un sitio web especializado en noticias sobre tecnología digital– para fin de este año más de dos mil millones de usuarios en todo el mundo tendrán su smartphone y para el 2018 esta tendencia se incrementará en un 40%. Si es cierto que hay casi siete mil trescientos millones de habitantes, más de un tercio de la población mundial porta a diario su teléfono como una prolongación de su cuerpo. Una extensión tan incorporada a los hábitos más ínfimos que ni siquiera el mismo Marshall McLuhan, en sus más lúcidas predicciones, hubiese podido siquiera imaginar. Esto no es un secreto para nadie, ni nadie se espanta por ello. Y sin embargo, ¿por qué se sigue insistiendo, criticando y ensayando hipótesis acerca de los efectos de la dependencia de estos dispositivos?

Una posible respuesta apunta menos a idealizar un pasado atecnológico y más a reflexionar sobre el presente, especialmente cuando los debates sobre el uso y abuso de los dispositivos técnicos pivotean alrededor de la naturaleza del hombre. Como si existiera algo puramente humano que la tecnología potenciara o atrofiara. Cuando Lewis Mumford, en su emblemático libro Técnica y civilización distinguía entre máquinas y herramientas, lo hacía en función de su grado de independencia con respecto a la voluntad y destreza corporal. Una herramienta era algo que dependía de la fuerza o la pericia humana, una máquina solo necesitaba de un botón que la pusiera en marcha sin intervención posterior del hombre.La máquina excede en fuerza al hombre, la herramienta depende de él. La herramienta forma parte de la producción artesanal; la máquina, en cambio, es el paradigma de la Revolución Industrial y la producción a gran escala. La herramienta pertenece a ese mundo supuestamente pretecnológico, hecho a la medida del cuerpo humano, mientras que la máquina separa al hombre de su desarrollo natural y atrofia sus capacidades innatas.

En ese sentido, no es casual que Mumford señale que el ideal moderno haya girado alrededor de la premisa de “ser tan regular como un reloj”. Es evidente que incorporar la lógica de la máquina al interior del organismo trajo consecuencias, no solo a nivel micro –alterando los ciclos vitales como dormir, comer y por qué no nacer y morir– sino a nivel macro. Las primeras fábricas no fueron más que ejemplos de la construcción de un gran organismo industrializado. Tal vez, hayan sido los luditas, aquellos obreros que a comienzos del siglo XIX destruían las máquinas, los primeros en detectar las consecuencias de intervenir en un supuesto “orden natural”. La resistencia a la automatización creció en proporción al progreso técnico. Casi como resabio melancólico de un pasado donde cuerpo y naturaleza habían sido pensados como una unidad y un destino.

Llegados a la segunda mitad del siglo XX, y con la evidencia de la horrorosa maquinaria de matar de los campos de concentración, todo artificio técnico fue blanco de sospechas. No es casual que la década del 50 diera lugar a la idea del antropólogo y sociólogo Phillipe Breton de “homo comunicans”. Un sujeto ideal hecho de pura exterioridad y transparencia comunicante; el habitante modelo de una ciudadela trazada solo a partir de relaciones de interconexión. El teléfono de línea, las redes de subte y sus posibles combinaciones fueron el paradigma de las metrópolis. En paralelo con este crecimiento, nuevas teorías sobre la percepción ocuparon el centro de las discusiones, y más acá o más allá de las posiciones, todas coincidían en la construcción de un novedoso tipo de subjetividad. Tal vez no haya habido afirmación más optimista que la de McLuhan en la década del 60 sobre las tecnologías de comunicación como desarrolladores de nuevos sentidos y potenciadores de los existentes. Al fin y al cabo, insistiendo en la capacidad de los medios de propiciar audiencias interactivas, no hacía más que sugerir apenas lo que treinta años después sería una obviedad: la aldea global. Una clara metáfora del cuerpo social orientado a la utopía de la comunicación y conexión total. El sueño de una sociedad construida a partir de la colaboración entre hombres y máquinas.

El teléfono celular cristaliza como pocos esta contradicción entre la confianza en el desarrollo humano y el atrofiamiento de los sentidos. Mientras que las posturas más ilustradas suponen que la memoria del dispositivo afecta en gran medida capacidades innatas, las herederas de McLuhan insisten en la potenciación de capacidades cognitivas. Distintas corrientes no solo resaltan que cualquier buscador o aplicación funciona a una velocidad imposible para el hombre, sino que al delegar esas funciones a las máquinas, se optimizan y desarrollan nuevas habilidades cerebrales. La neurología ha demostrado que al abandonar el pensamiento lineal, el cerebro aprende a realizar distintas actividades en simultáneo, optimizando, claro está, sus funciones primarias. Twitear, contestar sms, participar de una conversación en Whatsapp no son más que maneras de entrenar y mejorar las posibilidades de nuestra mente. Una cabeza que practica una gimnasia constante de elaboración, transmisión y discusión de contenidos. Un homo comunicans evolucionado, entrenado, colaborativo y reflexivo.

Y sin embargo, nuestra época también ha generado un movimiento de activos luditas. Pero a diferencia de los obreros del siglo XIX, los del XXI son los mismos portadores de las máquinas. Vivimos una época donde detractores y usuarios conviven en un solo cuerpo. Así, mientras usamos la pantalla móvil, pensamos en las consecuencias no del todo deseadas sobre nuestro entorno pero también sobre la propia existencia.

De manera que nadie parece sorprenderse por el lanzamiento de un calzoncillo que se promociona como un producto que “protege la virilidad de su portador” al mantenerlo aislado de las radiaciones producidas por el teléfono. Especialmente cuando este se carga en el bolsillo del pantalón. Tampoco sorprenderá que aparezcan nuevas prendas de material aislante que garanticen la impermeabilidad a las ondas cancerígenas. Es probable que en un futuro no tan lejano, el celular, paradójicamente, cada vez más incorporado al cuerpo, se ubique en una zona aislada para evitar cualquier mal sobre el organismo.

Pero hay un segundo aspecto, menos evidente pero igual de amenazante que el anterior. El nuevo ludita recuerda un pasado donde la gente “se miraba a los ojos” y se relacionaba “cara a cara”. Insiste en que las relaciones sociales eran mucho más francas pero especialmente en la necesidad de la presencia física como condición primordial para cualquier intercambio. Reconoce que en “su” época no existían aplicaciones para dejar de fumar, saber cuántas calorías se quemaban subiendo escaleras, pero tampoco para conocer gente, ni concertar citas irrelevantes con cualquiera que se haya cruzado por la calle. En la narración sobre un mundo sin smartphones nadie siquiera se animaba a encontrarse con personas de las que no se tenían más pistas que una foto retocada digitalmente. Porque en la vida mediada por pantallas, los encuentros son tan vastos como improbables. Frente a la gran cantidad de oferta de productos, de relaciones y de opciones, es factible que nada dure demasiado. Una posición por demás pesimista, especialmente cuando se piensa en la reproducción de la especie por medios tradicionales. En un mundo invadido por pequeñas pantallas, lo que se pone en cuestión es, ni más ni menos, esa naturaleza humana, que tanto habían defendido los humanistas del siglo XIX y de los cuales somos herederos parciales.

Enfrentados a los efectos ambiguos de portar el pequeño aparato las 24 horas, sufrimos las consecuencias de añorar un supuesto pasado donde todo era más lento, más artesanal y por eso, supuestamente “más verdadero”, como si el carácter de verdad dependiera de nuestro cuerpo desnudo en estado de naturaleza.

Irónicamente, mientras evocamos un pasado imaginario, nos enfrentamos con la evidencia de que el hombre, como sujeto social, nunca estuvo solo ni despojado de herramientas, pero tampoco de máquinas. Parafraseando al polémico filósofo alemán Peter Sloterdijk, si hay hombre es porque una técnica le ha permitido existir, de manera que el hombre en estado de “pura naturaleza” es y ha sido una estrategia para negar que somos el resultado de relaciones económicas, políticas y culturales. Y que si el problema es por las formas de perpetuación de la especie, es probable que a la aplicación ya existente que controla el ciclo ovulatorio de la mujer, se le agregue otra que permita autofecundarse con el código de ADN del hombre deseado. O tal vez, en un futuro no tan lejano ya no necesitemos del cortejo, ni nueve meses para gestar a la cría humana. Nunca se sabe, habrá que estar atentos.

Revista Ñ - 29 de marzo de 2016

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