Milagro

Luis Bruschtein

 

La fábrica de bloques, abandonada y saqueada, las dos salas de salud, abandonadas y con los vidrios rotos, las grandes escuelas que construyeron con el barrio pasaron a depender de la secretaría de educación, la inmensa pileta popular no tiene agua y se descascara, sin mantenimiento ni uso.

Las hileras de casitas se alinean entre el polvo. Los tres mil tanques de agua de cada una de las casas muestran todavía la efigie de Tupac Amaru, la del Che o la de Evita. Y sobre la elevación que domina el barrio, está vacío el espacio con la réplica del templo de Kalasasaya, donde no hace mucho miles de pobladores con caciques, amautas y kallawayas festejaron el Inti Raymi, el comienzo del nuevo ciclo agrario. El espacio está vacío, las estatuas solitarias y las paredes llenas de graffiti.

El camino se va del barrio, se aleja de San Salvador de Jujuy, se hace de tierra y accidentado, hasta llegar a un caserón rodeado de alambre de púa. Hay un destacamento móvil de gendarmería en la puerta. La casa no tiene agua ni señal de Internet. No se puede pasar con el celular, las visitas, solamente de a dos. El edificio de tres pisos, con un gran quincho y pileta de natación iba a ser destinado a la rehabilitación de adicciones, pero la campaña mediática afín al gobernador radical Gerardo Morales y los jueces que la hostigan por su encargo, la quisieron presentar como la casa lujosa de Milagro Salas. Cuando se vieron obligados a darle la domiciliaria, el caserón había sido intrusado y saqueado como parte de la estrategia de destrucción desatada por el gobierno radical contra la organización de Milagro. La mandaron allí, donde nunca vivió, y no a su casa.

“Ahí tenés, esas son las cosas que te dan esperanza, chango. Cuando la gente se enteró que iba a venir aquí –dice Milagro mientras prepara la salsa para los ñoquis– vinieron de a uno,  de a dos y mirá cómo quedó, estaba todo hecho un desastre. Vinieron como doscientos, electricista, albañiles, es una emoción grande…”

Hay ajetreo de ollas en la cocina, se ceba mate, se habla de política y de esa figura menuda a la que todos llaman La Flaca, con rasgos indígenas, con el rostro curtido por una vida de sacrificio, y con el pelo renegrido en una trenza apretada, emana una fuerza cálida que captura la atención de las otras mujeres. 

“Mirá –dice Milagro enumerando con los dedos– la Laura, la Raquel y la María, yo no quería que vinieran, me puedo cuidar sola, pero vinieron y me obligaron, se quedan turnos de ocho horas para hacerme compañía, me cuidan para que no esté sola, es solidaridad de pueblo. Y no son dirigentes, ché. Laura era una delegada que yo la veía en las asambleas, allí, toda tímida y ahora está aquí, bien firme”. Laura es una muchacha de una gran sonrisa que escucha a la Flaca. “Usted es buena gente –me dice– porque el perro se tiró a descansar a su lado, la Flaca tiene en la casa como veinte perros que los fue recogiendo de la calle, algunos se los queda y a otros los reparte”.

Alguien comenta la estrategia del gobierno radical de la provincia de inventarle una causa detrás de otra. La inmoralidad de la justicia jujeña usada por el gobernador para destruir a un movimiento social que podía ser un obstáculo para su gobierno. La acusaron de un asesinato, de un secuestro, de un “escrache”, ampliaban las acusaciones, se caían las acusaciones, todas con testigos comprados que decían que Milagro había dicho a otras personas que se hicieran esas cosas. Las causas fueron cayendo, pero igual la citan para que la trasladen al juzgado y le hacen firmar declaraciones para inquietarla, para incomodarla y demoler su voluntad. Milagro contrataca. Cada vez que va al juzgado se rebela. “A mí me trata con respeto”, le grita con su mejor voz de peleador callejero. “No me quiero sentar”, “Yo tengo más tiras que usted, así que más respeto porque yo soy diputada del Parlasur”. Y la pasa mal el juez que la llamó para que la pase mal ella. El juez se achica, sabe que la llevó como una forma de tortura.

Milagro se encrespa cuando cuenta esa peripecia. No quiere que la maltraten porque tuvo una vida de maltrato, sabe de qué se trata. Y se preocupa por las compañeras de la Tupac que todavía están presas sin que les hayan concedido la detención domiciliaria. “Ellas la están pasando peor –afirma con enojo–, inventan cosas todo el tiempo para quebrarlas”. 

La única causa que avanza, es la de corrupción. La acusan por el manejo arbitrario de fondos con los que construyeron más de tres mil viviendas, cuatro escuelas impresionantes, una primaria, dos secundarias y una terciaria, dos salas de salud en los barrios y el caserón para rehabilitación, clubes populares con piletas cubiertas impecables. Por primera vez, una de las chicas que asiste a esas piletas calificó para participar en los campeonatos Evita en Mar del Plata. Las cooperativas de la Tupac construyeron todo eso con precios más baratos que los del mercado y cuatro veces más rápido que cualquier empresa privada. Está todo allí, a la vista. Y no encuentran propiedades de Milagro, ni cuentas locales o en el extranjero. No hay tesoro. 

“En la cárcel, la Flaca bajó 20 kilos” dice otra mujer mientras cocina. “Ahora los volvió a ganar”. Hoy no está su esposo Raúl Noro, pero allí rodeada por sus compañeras, por sus dos hijos y por su nieto, Milagro se fortalece, está tranquila. Le acaricia la cabeza al pibe de diez u once años. “No le gusta que yo esté metida en esto” dice. “No me gusta porque te veo poco, abu”, le contesta. “¿Y qué pasó con los gendarmes en Luján que fueron a prepear a las Madres?” se encrespa Milagro. “Hay que salir a la calle”, “el territorio de lucha del pueblo es la calle, no hay que dejar la calle”.

Es malencarada, tiene la voz  pendenciera y cuando habla putea como un camionero. Ha sido su forma de imponerse, de plantarse en un mundo de hombres rudos y de sobreponerse a la adversidad y a la injusticia para construir la obra más grande que haya realizado ningún otro movimiento social. Así se crece el cuerpo menudo de esa mujer que ha peleado toda su vida y cualquiera puede darse cuenta que no sería bueno tenerla de enemiga. Puede escandalizar a la clase media y hasta intimidar a sus enemigos, pero esa coraza esconde un corazón más grande. Es como un traje que se afloja y que libera esa fuerza cálida, una voluntad protectora, un corazón solidario que inmediatamente se reconoce. Milagro Sala es el símbolo de una injusticia.

 

Página/12 - 12 de octubre de 2017

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