G-20 y macrismo explícito

Claudio Scaletta


Vista desde el terreno exclusivamente local la reunión del G-20 en Buenos Aires contó con el sello inequívoco del “macrismo explícito”: cierre de negocios leoninos con extranjeros, chambonadas en las recepciones a mandatarios, declaraciones anodinas de Macri y sus ministros y gestos de sumisión a los dictados de la política exterior estadounidense.

En pocas palabras: más de lo mismo del singular “volver al mundo” de la administración cambiemita. Mientras tanto, para buena parte de la prensa del régimen, el encuentro pareció reducirse a un cuento de príncipes y princesas, con detalles de la moda, los menúes y el glamour de las elites globales paseando por una Buenos Aires militarizada.

Durante todo el encuentro fue inocultable el lugar de colonia de segundo nivel tácitamente asignado a la Argentina. Si se mira en tono de comedia costumbrista, el macrismo puso al país en el lugar del familiar pobre que trata de aparentar ser uno más en la fiesta de los parientes ricos. La moneda de cambio fue, en el mejor de los casos, la palmadita de los poderosos y los dichos de apoyo a la política económica local, tan favorable a los extranjeros como ruinosa fronteras adentro.

Además, la reunión fue presentada como un presunto logro gubernamental. Hasta llegó a hablarse del dinero que dejarían en el país las delegaciones extranjeras, una cifra seguramente menor frente a los no difundidos costos de organización y seguridad. Pero el tono no debería sorprender, ya se usó para el acuerdo con el FMI. Tras el corte del crédito externo a fines de marzo y la corrida cambiaria subsiguiente, la recaída en el Fondo en mayo también fue representada como el dato positivo de que “el mundo nos ayuda” y no como lo que realmente fue, el sostenimiento externo del programa económico mientras se produce el reflujo del capital financiero y la voluntad estratégica de Estados Unidos de no dejar caer a un gobierno “amigo”, un apoyo que a partir del triunfo de Jair Bolsonaro seguramente perderá relevancia.

Regresando a la cumbre, el encuentro estuvo marcado por el cambio del escenario global. En sus orígenes el G-20 surgió como una forma de respuesta a las crisis financieras de fines de los 90, desde el sudeste asiático hasta México, pero se consolidó como cumbre de jefes de Estado recién a partir de la crisis estadounidense de 2008 y el consiguiente temor a la expansión mundial de la recesión. Hoy se asiste en cambio a un freno de los consensos en torno a la globalización como se la entendía hasta el triunfo de Donald Trump. Su expresión más evidente es la disputa hegemónica entre China, la potencia emergente, y Estados Unidos.

En apariencia el proceso se manifiesta como guerra comercial, pero lo que en realidad está en juego son los procesos de “reterritorialización” de la producción estadounidense, la principal promesa de Trump a sus votantes, ya que junto con la producción se reterritorializa también el consumo y el empleo. El grueso de los integrantes del G-20, incluidos los europeos, son meros observadores de este proceso. Por eso, el contenido de las reuniones, salvo la bilateral China-Estados Unidos, fue una sumatoria de cuestiones políticas, no económicas, de relevancia menor respecto del flujo principal de los acontecimientos. No quiere decir que no sean cuestiones importantes para el orden mundial, pero son tensiones geopolíticas antes que económicas, como la relación entre Turquía y Arabia Saudita, el rol de Estados Unidos en Medio Oriente, incluido Irán, o la crisis de Crimea y el vínculo entre Europa occidental y Rusia.

En Occidente suele enfatizarse en el carácter de “populismo de derecha” del gobierno de Trump a la vez que se percibe a China como una supuesta amenaza, para el caso de América Latina, como una surte de neoimperialismo. Sin embargo, el freno a la globalización y la emergencia de Asia en general y de China en particular manifiestan un choque global de modelos económicos al interior del capitalismo. El de un occidente agotado, donde la movilidad social se encuentra estancada desde hace décadas, un fenómeno en el que sobresale Estados Unidos, donde los ingresos de la mayoría de la población están frenados desde hace medio siglo, donde el “sueño americano” dejó de existir, aumenta la desigualdad y desciende la esperanza de vida, sea por el crimen, los suicidios o las drogas, frente a otra región que se encuentra en el proceso inverso, primero sacando a millones de personas de la pobreza y luego mejorando las condiciones de vida de los sectores medios, es decir, con procesos de ascenso social permanentes y estables como objetivo de políticas de Estado. Para colmo China aprendió del adversario y hoy es la principal demandante de la globalización irrestricta, la pre Trump. Para analizar los cambios en el capitalismo global, del que China es parte, ya no alcanza con los viejos clichés políticos.

En este nuevo y complejo escenario, Argentina se limitó en el G-20 a seguir con su mantra de alabanza al libre comercio, algo que extrañamente hoy le gusta más a China que a Estados Unidos. El caballito de batalla fue insistir en el acuerdo Mercosur–UE, un convenio que en los hechos se acerca a una pieza de museo, tanto por el rechazado de la UE, especialmente de Francia, como por la desintegración progresiva del Mercosur, otro indicio de que los funcionarios de Cambiemos miran otro canal de la economía mundial y también otro signo de macrismo explícito. Pero como bien señaló el primer mandatario en un video selfie: “¡qué maratón de reuniones!”.

 

Suplemento CASH de Página/12 - 2 de diciembre de 2018

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