¿Esto es fascismo?
El libro Disaster Nationalism, de Richard Seymour, plantea que no solo hay que centrar el foco en los líderes carismáticos ultras, sino en un estado de ánimo más amplio, en un caldero hirviente que mezcla fantasía apocalíptica, resentimiento nacionalista y exceso libidinal. ¿Cómo comprender este fenómeno? ¿Qué fuerzas podrían hacerle frente? ¿Hasta qué punto sirve pensar todos estos fenómenos bajo la etiqueta de «fascismo»?
Una manera de pensar el fascismo es verlo como un fenómeno históricamente específico: un movimiento de masas reaccionario producido por el caos económico y social que envolvió a Europa tras la Primera Guerra Mundial. El fascismo prometía el renacimiento nacional mediante una violenta limpieza de los enemigos internos y la guerra de conquista; lograr esto requería el consentimiento público para la destrucción de la democracia. Donde el fascismo se afianzó, creció rápidamente más allá de sus bases entre las frustradas capas bajas de la clase media, atrayendo el apoyo de «los políticamente desamparados (...) los socialmente desarraigados, los desposeídos y los decepcionados», como lo expresó la comunista alemana Clara Zetkin1. Sus seguidores se organizaron en partidos con alas paramilitares uniformadas. Operaron en el marco de lo que el historiador Robert O. Paxton llamó una «colaboración incómoda, aunque eficaz» con las elites tradicionales, que querían mantener el orden y aplastar a la izquierda. El fascismo, desde esta perspectiva, nació de condiciones sociales particulares que probablemente no se repitan de la misma forma.
La otra manera de pensar el fascismo es como una presencia constante. Algunos lo ven como una expresión de una tendencia humana a la dominación. «Una vez que se decide que una minoría vulnerable puede sacrificarse», escribió Judith Butler recientemente respecto de los derechos trans, «se está operando dentro de la lógica fascista»2. Otros lo ven como una característica inherente a las sociedades injustas y opresivas. El fascismo, escribió Langston Hughes en 1936, es un nuevo nombre para ese tipo de terror que el negro siempre ha enfrentado en Estados Unidos3. Aimé Césaire sostenía que el fascismo de entreguerras era el resultado de un «tremendo efecto búmeran»: toda la brutalidad del imperialismo europeo –que había deshumanizado al colonizador tanto como al colonizado– había llegado al continente propio4. Muchos historiadores y politólogos han descripto la apelación del fascismo a las emociones. Paxton las llamó sus «pasiones movilizadoras»: una sensación de crisis abrumadora y de victimismo, un miedo a la decadencia del propio grupo, un ansia de pureza y autoridad, una glorificación de la violencia5. De acuerdo con Umberto Eco, que creció en la Italia de Benito Mussolini, el fascismo podía regresar bajo «las apariencias más inocentes» porque todos somos vulnerables a su tracción emocional6.
¿De qué sirve comparar el resurgimiento actual del nacionalismo con el fascismo? Habitualmente describimos a los nacionalistas de derecha de la actualidad como de «ultraderecha», pero esto no necesariamente significa que sean fascistas. El politólogo Cas Mudde divide a la ultraderecha en dos grupos: la extrema derecha, que rechaza la democracia de cuajo, y la derecha radical, que es hostil a la democracia liberal7. Los movimientos fascistas en el sentido histórico pertenecen a la extrema derecha. Todavía existen, si bien en gran medida en los márgenes: el más exitoso en lo que va de este siglo ha sido Amanecer Dorado, que montó una campaña de intimidación racista y asesinato después de la crisis financiera de 2008 y por un breve lapso se convirtió en el tercer partido más grande de Grecia. Más importante es hoy, al menos en las democracias liberales, la derecha radical, que está suplantando a los movimientos conservadores tradicionales. Donald Trump, Narendra Modi, Giorgia Meloni, Viktor Orbán, Javier Milei, Jair Bolsonaro y Rodrigo Duterte8, así como los muchos partidos de ultraderecha con una representación significativa en los parlamentos de Europa, Israel y otros sitios, todos pertenecen a la derecha radical.
El fascismo del siglo xx parece tener poco en común con los principales movimientos de ultraderecha de la actualidad. Estos grupos comparten un estilo político –el populismo– que pretende ser más democrático que el de sus oponentes. Los populistas, ya sean de derecha o de izquierda, se describen a sí mismos como auténticos representantes del «pueblo», en contraste con las corruptas elites gobernantes. Los populistas de ultraderecha buscan redefinir al «pueblo» según estrechos lineamientos nacionales, étnicos o religiosos. Les gustan las elecciones (siempre y cuando ganen), pero les desagradan las partes del sistema que escrutan o restringen su poder –los tribunales y los medios independientes, los organismos intergubernamentales–. A diferencia del fascismo de entreguerras, el populismo de ultraderecha no busca poner a la sociedad bajo el control total del Estado. Algunos populistas de ultraderecha, como Nigel Farage, sostienen incluso que son libertarios. En general, el populismo de ultraderecha no comparte los objetivos de expansionismo territorial del fascismo de entreguerras, pese a las bravuconadas de Trump contra Canadá y Groenlandia; de hecho, si algo une los programas populistas de ultraderecha, es el llamado a un repliegue dentro de las fronteras, ya sean políticas, culturales o económicas.
La segunda forma de pensar el fascismo puede parecer más útil. Algunos populistas de ultraderecha no se han contentado con mostrar hostilidad hacia las instituciones democráticas liberales, sino que se han propuesto desmantelarlas. Bajo el liderazgo clientelista de Viktor Orbán en Hungría, el Poder Judicial y los medios han sido neutralizados, mientras que Trump está intentando en su segundo mandato debilitar las funciones del Estado incumpliendo deliberadamente la ley. Los movimientos populistas de ultraderecha se construyen a menudo alrededor de demagogos proclives a las teorías de la conspiración que prometen quitar derechos a los grupos minoritarios, y cuyos partidarios intercambian bromas y memes sobre el fascismo (¿es un saludo nazi ese brazo extendido, o está tratando de alcanzar las estrellas?). La violencia de derecha se ha vuelto más frecuente, y los incidentes más extremos son protagonizados por «lobos solitarios» (capaces de provocar masacres), por grupos de milicianos o turbas. Algunos populistas de ultraderecha han buscado sacar partido de estos impulsos: tanto Bolsonaro como Trump alentaron a sus seguidores a tratar de revertir los resultados de las elecciones presidenciales cuando fueron derrotados, aunque al fin ambos se echaron atrás. El nacionalista Partido Popular Indio (bjp, por sus siglas en hindi) de Narendra Modi tiene vínculos con un movimiento paramilitar, la Asociación de Voluntarios Nacionales (rss).
Pero incluso si un movimiento político comparte una o más características con el fascismo –el uso de la retórica y la propaganda por parte del líder, por ejemplo–, eso no necesariamente significa que el movimiento sea fascista. ¿Alguien realmente cree que Farage pretende convertir Gran Bretaña en una dictadura? La acusación puede ser una forma de enmascarar las fallas de nuestros sistemas políticos, de las que surgió el populismo de ultraderecha. Madeleine Albright, ex-secretaria de Estado de Bill Clinton, lamentó las consecuencias de una presidencia de Trump para el liderazgo mundial estadounidense en Fascismo. Una advertencia (2018), parte de la avalancha de libros de este tipo que siguieron a las sorpresivas victorias populistas de 2016, sin tener en cuenta la razón por la que el mensaje ostensiblemente antibelicista de Trump había atraído a tantos estadounidenses. Invocar el fascismo también puede dificultar nuestra comprensión de lo que realmente está pasando. Trump, por ejemplo, quiere abolir la ciudadanía por derecho de nacimiento en eeuu. Margaret Thatcher lo hizo en Gran Bretaña hace 40 años. ¿Son ambas decisiones fascistas o ninguna lo es? ¿O hay algo cualitativamente diferente en las acciones de Trump? ¿Importa siquiera que tengamos una respuesta a la pregunta de si «esto es fascismo»?
Sí, realmente importa. Como sostiene el historiador Ian Kershaw, tratar de definir el fascismo es «como tratar de clavar gelatina en la pared»9, aunque, a pesar de lo escurridizo del término, «fascismo» describe una fuerza destructiva única en la política, para la cual no tenemos una palabra mejor. A diferencia de otras formas de autoritarismo, como las dictaduras militares, si no se lo controla, no solo es asesino, sino también suicida. El fascismo de entreguerras involucró a millones de personas en el esfuerzo de purificar las comunidades nacionales, iniciando una espiral de violencia que condujo a la guerra, el genocidio y la autoinmolación. Su potencial devastador se basaba en la promesa paradójica de una revolución llevada a cabo en defensa de la jerarquía. Como remarcó Paxton, esto llevó o bien a la entropía, ya que el movimiento no lograba cumplir su cometido, o a una creciente radicalización, ya que los líderes se apresuraban a satisfacer las expectativas de sus seguidores. (Contrariamente a la mayoría de los gobiernos, como señala el historiador David Renton, los partidos fascistas en Italia y Alemania se radicalizaron una vez en el poder10). El fascismo implica una forma de comportamiento colectivo que parece inexplicable. En el periodo entreguerras, muchos tardaron en reconocer el peligro que presentaba, viéndolo tan solo como una herramienta de opresión de la clase gobernante o producto de la irracionalidad de las masas, en lugar de una fuerza con una lógica y una vida propias. Hoy, «fascismo» es útil como concepto político únicamente en tanto y en cuanto nos permite detectar su potencial destructivo antes de que se revele en su totalidad. Como escribió Primo Levi, «Ocurrió. En consecuencia, puede volver a ocurrir»11.
¿Estamos, como sugiere Richard Seymour, «en los albores de un nuevo fascismo»? En Disaster Nationalism [Nacionalismo del desastre]12, Seymour sostiene que hemos tratado de entender a la nueva ultraderecha mirando en los lugares equivocados. Los partidos y las plataformas políticas o las personalidades de los «hombres fuertes» solo pueden tienen un poder explicativo parcial. Lo que más importa es el estado de ánimo particular que impregna tanto los márgenes extremistas como la corriente política dominante. «La nueva ultraderecha está fascinada por las imágenes de desastre», escribe Seymour. Los populistas de ultraderecha prometen defender al pueblo de las «invasiones» de migrantes y de los traidores del «Estado profundo». Los conspiracionistas persiguen a camarillas de pedófilos satanistas, en tanto los asesinos múltiples creen que con sus disparos están resistiendo al dominio musulmán, o la influencia judía, o a las mujeres que han menoscabado su virilidad. Una gran cantidad de personas contribuye al pánico moral hacia minorías religiosas, étnicas y sexuales o el activismo de izquierda; unos pocos incluso toman cartas en el asunto en estallidos de violencia al estilo pogromo. Estos tipos de comportamiento, según el punto de vista de Seymour, son evidencia de la mezcla de emociones reaccionarias y rebeldes propias del fascismo; una nueva versión de las pasiones movilizadoras identificadas por Paxton. Se disparan mediante un «deseo apocalíptico» –un temor a una catástrofe inmediata, combinado con el impulso contradictorio de arrojarse al abismo– y revelan una «ambivalencia generalizada hacia la civilización (...) un deseo oculto de que se derrumbe».
«Nacionalismo del desastre» es la expresión acuñada por Seymour para la manifestación política de estos sentimientos. Surge de la «profunda infelicidad acumulada en la era del apogeo del liberalismo» y ofrece a los afligidos una variedad de enemigos cuya derrota restaurará «los consuelos tradicionales de familia, raza, religión y nacionalidad». Llamativamente, tiende a ignorar la auténtica catástrofe que tenemos a la vista, el cambio climático inducido por el ser humano; los populistas de ultraderecha están atrapados entre la negación absoluta del calentamiento global y un deseo perverso y jubiloso de provocarlo. Las figuras del nacionalismo del desastre, más que a los políticos tradicionales, se parecen a las celebridades, impulsados por una oleada de emociones violentas cuya propagación facilitó internet. El fascismo de entreguerras requirió que partidos de masas establecieran una dialéctica funesta entre el líder y la multitud; ahora desempeñan esa función las plataformas de redes sociales. Los emprendedores políticos, desde líderes populistas hasta influencers de ultraderecha, se involucran en «permanentes campañas algorítmicas», dirigiendo el enojo y el sadismo de sus seguidores hacia sus adversarios. Bolsonaro tenía un Gabinete do Ódio, un grupo de asesores que planeaban su estrategia en las redes sociales; Modi premia a sus seguidores más virulentos en x siguiéndolos a su vez de manera discreta; Trump es una «granja de trolls unipersonal»13. Y cuando la violencia retórica se derrama sobre la vida real, esto ya no conlleva el fin de una carrera política.
Este es un típico planteo de Seymour: ambicioso, perspicaz y polémico. Durante los últimos 20 años, el escritor nacido en Irlanda del Norte ha construido una base de seguidores entre la izquierda angloparlante en su condición de outsider intelectual. Surgió de la red de blogueros de mediados de la década de 2000, que también incluía a Mark Fisher, Nina Power y Owen Hatherley. Sus intereses diferían, pero compartían el compromiso de desafiar lo que veían como el consenso político y cultural estupidizante de los años del auge neoliberal –lo que Fisher llamó la era del «realismo capitalista»14–, así como la idea de una escritura pública que fuera comprometida, polémica y que no subestimara a sus lectores. Seymour siempre fue el más abiertamente político: primero, como un cáustico oponente de la guerra contra el terror y sus partidarios (uno de sus primeros libros llevaba el subtítulo The Trial of Christopher Hitchens [El juicio contra Christopher Hitchens]); luego, de la austeridad económica que siguió al colapso de 2008. Como Hitchens, Seymour es un ex-trotskista; dejó el Partido Socialista de los Trabajadores (swp, por sus siglas en inglés) en 2013 cuando este implosionó en medio de acusaciones de agresión sexual contra un alto dirigente. A diferencia de Hitchens, o de hecho Power, cuyo trabajo tomó un giro reaccionario, Seymour no se ha movido a la derecha. Por el contrario, continúa examinando las razones por las que, a pesar de las perturbaciones económicas y ambientales de nuestro tiempo, la derecha sigue creciendo.
Esto es lo que lo vuelve una guía útil, aunque a veces frustrante, para el momento presente. Habiendo abandonado la exaltación de la izquierda revolucionaria –«¡Una crisis más, camaradas, y es nuestro momento!»–, practica un pesimismo radical. El capitalismo, desde su perspectiva, no es tan solo un motor para la miseria humana sino, a través de la quema de combustibles fósiles, una amenaza para la existencia humana. La democracia capitalista, «una formación intrínsecamente contradictoria e inestable» que le pide a la gente renunciar a la igualdad a cambio de la promesa de una mejora de los estándares de vida, está mal preparada para evitar las amenazas en curso. La escritura de Seymour es erudita, se basa en el marxismo, el psicoanálisis, la crítica cultural y diversas investigaciones sociales, y a veces tiene el ritmo vertiginoso de los hiperconectados. Seymour es cofundador, con el novelista China Miéville y otros, de la revista política Salvage («La catástrofe ya está sobre nosotros y la lucha decisiva es por lo que vamos a hacer con las ruinas», reza uno de sus lemas), y su estilo tiene similitudes con el futurismo gótico de Miéville. Seymour apunta a provocar al lector –en buena medida por la fuerza de su retórica– a pensar qué podría acechar a la vuelta de la esquina. Sus esfuerzos no siempre son exitosos, pero cuando lo son, logran revelar con crudeza un panorama oscuro: no he encontrado una mejor síntesis de la naturaleza de las redes sociales que su fórmula «desinfoentretenimiento participativo» (participatory disinfotainment).
En Disaster Nationalism, Seymour intenta fusionar las dos maneras de pensar sobre el fascismo –como históricamente específico y como constante– para mostrar que hoy está emergiendo alguna versión de él. Al igual que en las décadas de 1920 y 1930, la expansión de la política de ultraderecha tiene claramente cierta conexión con el ciclo capitalista: los votantes europeos, por ejemplo, tendieron a moverse hacia la derecha en respuesta a las crisis financieras desde al menos 1870; el surgimiento del actual populismo de ultraderecha puede rastrearse hasta el colapso financiero de 2008. Pero Seymour sigue a los marxistas más flexibles, en particular Antonio Gramsci, cuando subraya que la cultura y las circunstancias moldean nuestras actitudes tanto como los intereses económicos. Para él, el factor determinante es el neoliberalismo, cuyas ruinas seguimos habitando, ya que las elites gobernantes, en medio de los efectos de la crisis, han luchado ya sea para apuntalar el sistema o para forjar una alternativa. El neoliberalismo, escribe Seymour basado en el trabajo del historiador de la economía Philip Mirowski, se propuso persuadir a las masas de «abandonar los sentimientos tribales de solidaridad y aceptar la ley de la competencia universal». El resultado, en medio de una inmensa desigualdad de la riqueza, es un «sistema paranoico»: si todos son potenciales competidores, no puede haber una esfera social significativa, los servicios públicos serán corruptos e ineficientes y los receptores de prestaciones sociales serán considerados parásitos. Esta es la receta para «el resentimiento, la envidia, el rencor, la ansiedad, la depresión y la rabia», cuyos efectos a largo plazo –al menos en Occidente– son el declive de la confianza social, el aumento de la soledad y un incremento de la violencia política, aun si otras formas de crimen violento han disminuido. La apuesta del neoliberalismo, escribe Seymour, consistía en que, si los votantes eran tratados como consumidores, «sus elecciones racionales mantendrían la política en un punto medio consensual», y quizás fue así durante los años de auge. Pero ahora mucha gente ha comenzado a sentir que el sistema está amañado.
Frente a esto, el bálsamo que ofrece el populismo de ultraderecha parece moderado en comparación con el fascismo de entreguerras, que prometía trascender las divisiones de clase y unir a la nación, el Estado y el líder en un solo cuerpo –el «Estado corporativo», como lo llamaba Benito Mussolini–. El populismo de ultraderecha, por el contrario, ofrece lo que Seymour llama «un capitalismo nacional fuerte». Aunque sus herramientas son las de la política económica ortodoxa –la privatización y los recortes en prestaciones sociales para Modi; el proteccionismo vía aranceles para Trump; un mayor dirigismo estatal para Orbán–, están siendo usadas con un propósito diferente. El capitalismo nacional fuerte trata la economía «como un espacio moral en el que se sostiene que ha estado perdiendo la gente equivocada». (El problema con la globalización, dijo recientemente J.D. Vance, no fue que fuese injusta, sino que hizo que países ricos como eeuu perdieran su lugar al tope del orden jerárquico internacional). Sin embargo, resulta que sus beneficios económicos reales pueden ser relativamente escasos (los ingresos promedio cayeron en Brasil durante el gobierno de Bolsonaro), ya que la verdadera recompensa es psicológica. Lo que los populistas de ultraderecha tienen en realidad para ofrecer es la venganza: las frustradas clases medias hindúes de la India recogerán los beneficios del crecimiento si la vida se hace más intolerable para sus vecinos musulmanes; los varones estadounidenses y latinoamericanos volverán a ser ganadores cuando se restauren los roles tradicionales de género; las ciudades filipinas se verán regeneradas si se desata una guerra contra los adictos a las drogas; las regiones económicamente deprimidas de Europa se recuperarán gracias a la deportación masiva de refugiados. Las tácticas retóricas del populismo de ultraderecha –la descalificación de los críticos como traidores y Lügenpresse [prensa mentirosa], las espeluznantes afirmaciones sobre inmigrantes que se alimentan de perros, la obsesión con el wokismo– son todas «programáticas», según el planteo de Seymour. Apuntan a canalizar las múltiples fuentes de resentimiento de una población en una «revuelta contra la civilización liberal»; en otras palabras, en la «barbarie».
Disaster Nationalism es parte de una tradición que ubica las raíces del fascismo de entreguerras en la psique humana. La idea de que la civilización nos enferma –de que, a pesar de sus beneficios, requiere que reprimamos nuestras pulsiones sexuales y de agresividad, que reaparecen como diversas formas de infelicidad– se origina en Sigmund Freud. Pero mientras Freud se enfocó en la dimensión individual, sus sucesores Wilhelm Reich y Erich Fromm trataron de comprender el carácter social del apoyo al fascismo. Para Reich, era una forma de «psicología de masas»: el uso del simbolismo, las emociones y la imaginería sexual para movilizar los deseos violentos reprimidos de la gente. Fromm lo veía en términos de clases y argumentaba que ciertos grupos eran atraídos al fascismo: los autoritarios, con certeza, pero también los derrotados y los trabajadores desmoralizados que habían abandonado la esperanza del progreso social y puesto su fe en la promesa fascista de una violencia redentora. Algunos han aplicado un pensamiento similar a la ultraderecha actual: Wendy Brown identificó a los «populistas apocalípticos» como un componente clave de la base de votantes de Trump en 2016, y su obra más reciente examina el ánimo nihilista que impregna la vida política contemporánea15.
Para Seymour, la emoción principal de nuestro tiempo es el resentimiento, alimentado por las inseguridades y la paranoia de la sociedad de clases y el neoliberalismo. Señala que es una emoción imprescindible, ya que es esencial para nuestro sentido de la justicia. Sentimos resentimiento por cosas que percibimos como injustas y podemos sentirlo en nombre de otros. Pero el resentimiento puede convertirse en un «pantano emocional» y llevar en los casos más extremos a una «pasión políticamente habilitada por la persecución». Las redes sociales, que representan un cambio en la forma de comunicación tan significativa como lo fue el surgimiento de los diarios en papel para el desarrollo del nacionalismo en el siglo xix, aceleran este proceso. En este punto, Seymour se basa en su libro The Twittering Machine, que sostiene que las cualidades compulsivas de las redes sociales –su narcisismo de salón de espejos, el golpe de dopamina de los likes, los clics y la incorporación de seguidores– se utilizan para manipular nuestras «fantasías, deseos y fragilidades» con fines lucrativos16. Participar en las redes sociales es arriesgarse a desarrollar formas de comportamiento sádicas y autolesionantes, ya que el enojo y el conflicto son con frecuencia el camino más rápido para lograr participación en línea: resulta demasiado fácil que los usuarios terminen siendo víctimas de –o participando en– acosos colectivos (pile-ons), guerras de insultos (flame wars), trolleos y otras formas de ciberbullying. Este ecosistema también ha resultado un conducto realmente eficiente para fantasías apocalípticas que sustentan la visión de la ultraderecha.
Estas tendencias se concentran de manera particular en la figura del terrorista solitario, que toma venganza del mundo por sus agravios personales y políticos en un acto espectacular de violencia. De acuerdo con el sociólogo Ramon Spaaij, los asesinatos cometidos por «lobos solitarios» crecieron 143% en Occidente entre las décadas de 1970 y 2000, pero las redes sociales han convertido estos asesinatos en un juego17. El modelo fue establecido por Anders Behring Breivik, quien masacró a 77 personas en Noruega en 201118. La ira de Breivik se alimentó y tomó forma en una subcultura extrema en internet, concretamente la «contrayihad» islamófoba de la década de 2000. Sus asesinatos, en palabras de Seymour, fueron en esencia un «plan de marketing» para su manifiesto publicado en internet, una mezcla incoherente de lenguaje de gamer, visiones sobre la muerte de la civilización occidental y diatribas de comentaristas de la derecha tradicional sobre el multiculturalismo y los musulmanes. Desde entonces, ese comportamiento se ha vuelto mucho más habitual: en 2019, un hombre armado de Halle, Alemania, transmitió en vivo su ataque a una sinagoga a través de la plataforma Twitch; en 2016, el perpetrador de una masacre en un club nocturno gay en Orlando, Florida, revisó su Facebook en medio del ataque; en 2019, un admirador del hombre que asesinó a 51 personas en las mezquitas de Christchurch, Nueva Zelanda, expresó su deseo de «batir el récord».
El título de Seymour se hace eco intencionalmente de la expresión «capitalismo del desastre», utilizada por Naomi Klein para referir a la explotación de guerras, desastres naturales y otras crisis por parte de los intereses corporativos a efectos de recibir réditos financieros. El nacionalismo del desastre, por su parte, involucra a populistas de ultraderecha que buscan un rédito político. Pero también alude al modo en que se comporta la gente cuando se siente amenazada. Nos gusta pensar que los desastres nos unen –y a veces lo hacen–, pero no siempre es el caso. En el verano de 2020, por ejemplo, las mayores protestas antiencierro del mundo fueron impulsadas por el movimiento Querdenken («pensadores laterales») en Alemania. Este creció como resultado de la preocupación por las libertades individuales y el impacto económico de los confinamientos, pero rápidamente se volvió conspirativo, alimentado por un flujo de «noticias alternativas» en la aplicación encriptada de mensajería Telegram. Los canales de Querdenken fueron dominados por seguidores del culto de qanon, que creen en la existencia de una red de elite satánica y caníbal dedicada al tráfico sexual de niños, y que ven a Trump como su salvador. Esta deriva hacia la derecha culminó en una protesta en Berlín en agosto de 2020, cuando una facción liderada por seguidores de qanon intentó asaltar el Reichstag.
El impacto profundo de la pandemia fue con claridad un detonante de estos acontecimientos, pero según el análisis de Seymour no había nada inevitable o natural en el modo en que se desarrollaron. Las personas suelen verse atraídas por las teorías de la conspiración como una forma de recuperar la sensación de control en una situación compleja y aterradora: para algunos, es más reconfortante tener una elite tenebrosa contra la cual despotricar que aceptar que hay un virus que se expande y que nadie sabe cómo combatir. Pero para que la teoría conspirativa gane influencia, la gente tiene que desear creer en ella. Tiene que haber una desconfianza previa hacia el poder, hacia las fuentes de información oficiales o establecidas y las figuras de autoridad; en otras palabras, justamente las instituciones que más se alejan de la gente común a medida que una sociedad se vuelve más desigual. Las teorías de la conspiración también llenan un vacío emocional que no se satisface de otro modo. Como señala Seymour acerca de qanon, cuyos seguidores decodifican «pistas» publicadas en línea en forma anónima, la gente se une al movimiento en parte porque les parece divertido. Hay una mezcla de horror y emoción, además de un sentido de comunidad (uno de sus eslóganes es «Donde va uno, vamos todos»). Como relata Seymour, la conspiración ha adquirido vida propia: qanon es «una máquina de conversión que nadie diseñó deliberadamente, que transforma a buscadores de emociones agnósticos en devotos del apocalipsis (...) y traduce en ganancia las oleadas de atención así generadas». Antes de que Facebook cediera a las presiones para ajustar sus reglas en 2020, más de tres millones de sus usuarios compartían material de esta agrupación.
No todo el pensamiento conspirativo es tan delirante como el de qanon, pero para Seymour su difusión muestra que hay un deseo latente de «reinicio violento»: «Hay maldad en el mundo», es la lógica, «pero tiene una cara y un nombre y [por ello] podemos devolverle el golpe». Para Seymour, siguiendo la línea de Lacan, «la fantasía de un ‘mundo sin ellos’ está destinada a volverse suicida», dado que el deseo de aniquilar al Otro no puede ser saciado y finalmente se vuelve hacia uno mismo. Ya sea que se lo siga totalmente en esto o no, es de hecho plausible que el nacionalismo pueda beneficiarse de la agresión inconsciente, dado que, más allá de todas las disrupciones de la globalización, la nación es todavía la forma primaria de nuestra vida política colectiva. El nacionalismo es siempre susceptible de una confusión violenta, porque «la nación» significa a la vez dos cosas: una comunidad cívica definida por un espacio compartido y una comunidad étnica definida por la sangre. Los nacionalistas de ultraderecha dedican grandes esfuerzos a avivar el miedo a la amenaza contra la vida colectiva de la nación enfocándose en sus elementos corpóreos –obsérvense sus preocupaciones por el sexo, el nacimiento y la muerte– e identificando a los culpables. El filósofo de ultraderecha ruso Aleksandr Dugin describió recientemente a los ucranianos como «un colectivo de transgéneros»: Ucrania diluye los límites entre Rusia y Occidente, dice, y por lo tanto erosiona la integridad de la nación rusa.
Es posible que la «guerra popular contra los enemigos de la nación», en palabras de Seymour, no sea todavía tan central para el populismo de ultraderecha como lo era para el fascismo de entreguerras, pero es una amenaza latente. Cuando Rodrigo Duterte asumió el poder en Filipinas en 2016, practicó lo que Seymour llama «populismo del escuadrón de la muerte», instando al asesinato de adictos así como de traficantes de drogas en un intento de revivir los vecindarios urbanos. Se estima que unas 30.000 personas fueron asesinadas, algunas por grupos de «justicieros», en el lapso de seis años. En Israel, la retórica exterminadora de la ultraderecha ha marcado el ritmo de la violencia genocida contra los habitantes de Gaza desde los ataques de Hamás del 7 de octubre de 2023, así como el incremento de pogromos llevados a cabo por colonos en Cisjordania. La India sigue siendo asolada por estallidos de violencia de grupos nacionalistas hindúes. Las correspondencias entre líder y multitud pueden ser más laxas en otros lugares, pero siguen siendo significativas: el indulto de Trump a los protagonistas de los disturbios del 6 de enero de 2021 no bien inició su segundo mandato, incluidos los miembros de milicias y de pandillas callejeras, deja en claro su relación con esa fracción de su base. Si sus políticas económicas no dan los resultados esperados y el espectáculo de su tormento a inmigrantes y personas trans no logra compensarlo, puede que vuelva a necesitarlos.
En Gran Bretaña, la política de ultraderecha parece haberse alejado del extremismo violento. Desde el colapso en 2010 del Partido Nacional Británico, un grupo fundado por neonazis que solo comenzó a ganar apoyo cuando adoptó una fachada pública más moderada, el impulso lo han mantenido los populistas. Los diversos proyectos de Nigel Farage –el Partido de la Independencia del Reino Unido (ukip), el Partido del Brexit y ahora, Reformar el Reino Unido (Reform uk)– han sido la influencia determinante de derecha en la política británica de los últimos 15 años. Como en otros lugares de Europa, el crecimiento del populismo de ultraderecha en Gran Bretaña puede adscribirse al menos en parte a diversos males económicos. La caída de los salarios, el estancamiento de la movilidad social y un sector público en decadencia han asolado la vida británica desde 2008 y son un caldo de cultivo para el resentimiento que describe Seymour. Hasta 2016, los gobiernos trataban en buena medida de manejar ese resentimiento asegurando a los votantes su ansiedad de castigar a los pobres indignos de ayuda social: los «parásitos» a los que apuntaban los recortes al Estado de Bienestar de George Osborne y los inmigrantes ilegales a los que Theresa May les dijo que «se fueran a su casa». Pero esto no alcanzó para mantener a raya al populismo de ultraderecha, que se vio alentado por una combinación de cobertura favorable de la prensa tradicional de derecha y el creciente protagonismo de influencers de ultraderecha en los principales medios de comunicación –solo cinco personas han aparecido con más frecuencia que Farage en el programa Question Time de la bbc– y en internet. Más recientemente, la derecha se ha asegurado su propio canal de televisión, gb News. Desde el referendo de la Unión Europea en 2016 (en el que triunfó la opción del Brexit), que podría no haber ocurrido sin Farage, el efecto principal del populismo de ultraderecha ha sido arrastrar a la política tradicional más hacia a la derecha: la «recompensa» a los conservadores por esto ha sido la erosión de su base electoral; ahora están –en el mejor de los casos– compitiendo con Reform uk por el segundo puesto en Westminster. De acuerdo con recientes encuestas de la organización antifascista Hope not Hate [Esperanza y no odio], 40% de la población británica preferiría un «líder fuerte y decidido, con la autoridad para imponerse al Parlamento o ignorarlo», a una democracia liberal con elecciones regulares y un sistema multipartidario. La conclusión de la encuesta fue que cuanto más pesimista se siente la gente en relación con su vida, más dispuesta está a apoyar a Reform uk, a creer en que el multiculturalismo ha fracasado y a oponerse a la inmigración.
Si uno le cree a Farage, su marca política es un baluarte contra el extremismo violento, pero esa violencia también ha aumentado y a menudo se la ha cultivado en internet. A la muerte de la parlamentaria laborista Jo Cox en 2016 a manos de un supremacista blanco le siguió un año más tarde un plan frustrado de miembros de la red juvenil neonazi para asesinar a un parlamentario del Partido Laborista. De acuerdo con Hope not Hate, un número creciente de hombres jóvenes se ven atraídos por la violencia y se están volviendo «cada vez más cambiantes en términos de ideología», de acuerdo con la forma en que justifican sus impulsos. En agosto de 2021, en Plymouth, un hombre de 22 años disparó y mató a cinco personas, incluidas su madre y una niña de tres años. Se había sumergido en subculturas nihilistas y misóginas en internet, y se describió a sí mismo poco después de los asesinatos como «abatido y derrotado por la vida». Un hombre de 25 años que violó y mató a su ex-novia y a la madre y hermana de la joven en Hertfordshire en julio de 2024 había estado buscando material en internet del influencer misógino Andrew Tate poco antes de llevar a cabo los asesinatos.
Es más: como sugiere Seymour, la política tradicional se ve salpicada ahora por la violencia en la calle. Después de 2016, hubo frecuentes intentos de simpatizantes de ultraderecha del Brexit de intimidar a miembros del Parlamento cuando entraban o salían del edificio, y agresiones a los que trabajaban en la campaña electoral del Partido Laborista de Jeremy Corbyn durante la campaña de 2019. Tommy Robinson, ex-líder de la antimusulmana Liga de Defensa Inglesa, tiene más de un millón de seguidores en x y ha movilizado a decenas de miles de simpatizantes para que participen en manifestaciones callejeras en Londres. Las posturas populistas de algunos ministros de los sucesivos gobiernos de Boris Johnson, Liz Truss y Rishi Sunak no contribuyeron a desalentar el extremismo de la ultraderecha. En otoño de 2020, mientras Johnson, la entonces secretaria de Estado del Interior, Priti Patel, y el Daily Mail montaban ataques retóricos contra abogados «izquierdistas» que patrocinaban a inmigrantes, un simpatizante nazi trató de matar al jefe del departamento de inmigración en un importante estudio de abogados. La potencial sucesora de Patel, Suella Braverman, fue removida en una reestructuración en noviembre de 2023 luego de escribir en el Times que la policía había aplicado un «doble estándar» por haber sido más dura con los «manifestantes de derecha y nacionalistas» que con las «hordas propalestinas».
Estas diversas líneas confluyeron en los disturbios del verano de 2024. Para ponerlo en términos de Seymour, un pico de desastre –los asesinatos de Southport, perpetrados por un adolescente que había alimentado su resentimiento en internet– condujo a una crisis en el desastre crónico de la política británica, lo que causó disturbios y protestas antiinmigración en 27 pueblos y ciudades. Activistas de ultraderecha comprometidos fogonearon la respuesta: mientras se difundían en internet rumores infundados de que el asesino era un musulmán o un solicitante de asilo, un neonazi veterano de Merseyside convocó a una protesta en Southport, promoviéndola a través de un grupo de Telegram que rápidamente atrajo a miles de seguidores. Aparecieron convocatorias similares en otros sitios de internet, pero de acuerdo con Hope not Hate la mayor parte de la gente involucrada en ellos, y en los disturbios mismos, no tenía ninguna afiliación política formal.
Aunque la mayoría de los disturbios se produjeron en zonas desfavorecidas, como suele ocurrir en estos casos, los relatos de los condenados por participar o incitar a la violencia revelan una desconcertante variedad de motivaciones. Se dice que Gavin Pinder, un hombre de 47 años con un trabajo muy bien remunerado en una planta nuclear, se reía mientras intentaba atacar una mezquita en Southport; lo mismo ocurrió con Leanne Hodgson, una ex-azafata de 43 años que cargó contra una fila de policías con un contenedor de basura industrial. Peter Lynch, de 61, se unió a una turba que intentó prender fuego un hotel que albergaba a solicitantes de asilo en Rotherham; portaba un cartel que condenaba al «Estado profundo», la Organización Mundial de la Salud y la nasa. En Bristol, Ashley Harris, dueño de una empresa de andamiaje de 36 años, lideraba el cántico «Queremos nuestro país de regreso» poco antes de dar un puñetazo a una mujer que participaba de una contraprotesta. «Prendan fuego todos los malditos hoteles llenos de bastardos», publicó Lucy Connolly, de 41 años, una ex-niñera y esposa de un concejal conservador en Northampton. «Si eso me hace racista, que así sea». Levi Fishlock, un hombre de 31 años que intentó incendiar un hotel en Rotherham, les dijo a los oficiales que lo estaban arrestando que lo hacía por «una buena causa».
Todo esto ilustra la mezcla de fantasía apocalíptica, resentimiento nacionalista y exceso libidinal que describe Seymour, pero está muy lejos del fascismo como fuerza política organizada. Un problema con el análisis de Seymour es que no explica cómo se pasa de una parte de este cuadro a la otra, de un desordenado estallido de violencia racista, por ejemplo, a un exitoso proyecto electoral de ultraderecha. Otra forma de leer los disturbios del verano de 2024 es que demostraron la resiliencia del sistema político británico: luego de una rápida ofensiva para imponer el orden impulsada por el gobierno y de grandes contraprotestas que recibieron incluso el apoyo del Daily Mail, la violencia se extinguió. Farage, cuya habilidad política reside en caminar con cuidado por el límite de la respetabilidad convencional, quedó en una posición difícil y tuvo que tomar distancia de la violencia. Este año, Reform uk se vio empujado a la crisis en dos oportunidades por los intentos de Farage de mantener su respetabilidad: una vez, cuando Elon Musk demandó que el ultraderechista Tommy Robinson, detenido en 2024, fuese admitido en el partido19, y de nuevo cuando Farage echó a su parlamentario Rupert Lowe tras una pelea causada –al menos en parte– por el reclamo de Lowe de deportaciones masivas.
Esto plantea la cuestión de si, al enfocarse demasiado en el potencial fascista de la ultraderecha actual, se pierde de vista lo que realmente está ocurriendo. También a fines de la década de 1970 el capitalismo británico estaba en crisis y el sistema político parecía estancado. Un resultado de esto fue el crecimiento del apoyo al Frente Nacional (fn)20. Pero Stuart Hall, en su ensayo «El gran espectáculo del giro a la derecha» (1979), sostuvo que la izquierda malinterpretaba el momento, ya sea actuando como si el fascismo de entreguerras estuviera nuevamente a las puertas o tratando a los conservadores liderados por Margaret Thatcher como tories corrientes. El fn, aunque despiadado y peligroso, era marginal según la mirada de Hall. Thatcher, sin embargo, representaba algo nuevo y significativo: una forma de «populismo autoritario» que ganaría un amplio apoyo gracias a su atención a las formas de resentimiento generalizadas en la sociedad y que reformularía el capitalismo británico en favor de las elites gobernantes, dejando a la izquierda a la deriva. Eso es más o menos lo que ocurrió, y se logró dentro de los límites de la democracia liberal –aunque la Policía Metropolitana estaba a mano, por las dudas–. Cuando Farage describe Reform uk como un «movimiento conservador absolutamente nuevo», deberíamos pensar un poco más lo que eso significa.
Un problema conexo es que Seymour realmente no explica la razón por la cual las tendencias que identifica son más relevantes en algunos lugares que en otros. Su uso de ejemplos internacionales es un cambio bienvenido respecto del habitual solipsismo anglosajón –de hecho, su conclusión es que la punta de lanza del revanchismo nacionalista del siglo xxi podría encontrarse fuera de las esclerosadas economías de Occidente–, pero esto no es una explicación realmente global. ¿Cómo se relaciona, por ejemplo, el nacionalismo del desastre con un régimen sencillamente autocrático como el de Rusia bajo el mandato de Putin, o con la China poscomunista, que ha desarrollado su propia versión de capitalismo nacional fuerte? Ambos casos se mencionan solo al pasar. Es una pena, porque como ya ha demostrado el segundo mandato de Trump, la división del mundo en bloques de poder hostiles altamente militarizados, cada uno dominado por su propio bravucón regional, parece ser un objetivo de los populistas de ultraderecha y de los dictadores por igual. Una consecuencia potencial es una espiral de violencia autodestructiva, pero también una forma más estable de autoritarismo: una «democracia dirigida» en la que se recortan los derechos de la población y se arrebatan territorios, pero el espectáculo continúa.
El contraargumento sería que nada relativo a este momento parece estable. Todavía no hemos experimentado los profundos impactos sociales –una guerra mundial o hiperinflación– que originaron el fascismo de entreguerras, pero eso es lo que nos espera, cree Seymour, si no logramos frenar el colapso climático. Sería «algo estilo Pollyanna», dice en referencia a la protagonista de la novela de Eleanor Porter célebre por su optimismo excesivo, asumir que nuestros sistemas democráticos son lo suficientemente resilientes como para sortear las tormentas climáticas por venir. Los políticos de ultraderecha con más visión de futuro ya están tratando de infundir un matiz ecológico a su nacionalismo, desviando la atención de cómo evitar la catástrofe y señalando, en cambio, que cada nación debe velar por sí misma. «Las fronteras son las mayores aliadas del medio ambiente», dijo Jordan Bardella, dirigente de Reagrupamiento Nacional, en 2019. «Es a través de ellas como salvaremos el planeta»21.
Seymour quiere que imaginemos lo peor que podría pasar y que hagamos algo para evitarlo. Pero es difícil cuadrar estas metas. Por un lado, destaca correctamente que la ultraderecha de la actualidad puede ser vencida. Prospera en una esfera social debilitada, en la tibieza y la parálisis de sus oponentes, y en la sensación de que la esperanza, como sostuvo Marc Fisher una vez, es una «ilusión peligrosa». Cualquier revitalización significativa de la democracia necesitará atender las necesidades emocionales tanto como lo que Seymour llama la «política del pan de cada día»: empleos, salarios y servicios públicos. Prestemos atención, dice, a la forma en que los sindicatos construyen solidaridad entre los trabajadores. La gente se une para mejorar sus circunstancias materiales, en forma de salarios y condiciones de trabajo. Pero en ese proceso, se despiertan otras necesidades, «como la necesidad de ‘la actividad y el disfrute comunitarios’ con otras personas» –aquí está citando a Marx– «e incluso el desarrollo de ‘necesidades radicales’ como ‘la necesidad de universalidad’».
Por otro lado, la visión fatídica de Seymour le deja poco margen de maniobra. «No podemos desconocer el deseo apocalíptico», escribe, sugiriendo que hay «una rebeldía latente incluso en las más categóricas expresiones de desesperanza», de lo que es muestra el estandarte desplegado en una protesta de Extinction Rebellion que simplemente decía: «Estamos jodidos». Pero eso no es suficiente. Comencé a escribir sobre la ultraderecha a fines de la década de 2000, cuando se la consideraba un desagradable, si bien escabroso, espectáculo secundario. A medida que la he visto convertirse en una de las corrientes políticas determinantes de nuestro tiempo, una de las cosas más difíciles de comprender ha sido la manera en que prospera a partir de las fallas del sistema existente, mientras ofrece soluciones que podrían volver todo aún peor. Es difícil, pero necesario, darles a ambas partes de la ecuación la debida atención. El fascismo, escribió Paxton, se convierte en una fuerza política seria cuando aprovecha «una sensación de crisis abrumadora que escapa a cualquier solución convencional». Para no llegar a ese punto, deberíamos comenzar por ver lo que podemos perder y pensar en cómo podríamos preservarlo.
Fuente: Nueva Sociedad - Junio 2025