El discurso que Obama tiró a la basura a último momento

Ross Douthat
El siguiente es un borrador no enteramente corroborado de las apreciaciones que Barack Obama tenía planeado hacer el fin de semana, al anunciar un ataque a Siria. Fue encontrado en un recipiente de basura, fuera de la Casa Blanca, poco después de que el presidente cambió de rumbo y decidió buscar el apoyo del Congreso Compatriotas estadounidenses, me dirijo a ustedes esta noche porque por orden mía Estados Unidos ha comenzado un ataque punitivo contra las fuerzas del presidente Bashar al-Assad.

Existe una fórmula para los discursos como éste: hacer referencia a la catástrofe humanitaria que se vive en territorio sirio, un par de menciones al apoyo de la comunidad internacional, algunas acusaciones acerca de la amenaza que representa el régimen de Al-Assad para los intereses norteamericanos y, finalmente, la encendida defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos.

Pero éste es mi segundo mandato y estoy harto de los clichés.

Entonces seamos francos: un ataque a Siria no va a detener la matanza o a implantar la democracia en Damasco, así que difícilmente se pueda argumentar que lo que está en juego son nuestros valores.

Lo mismo ocurre con nuestros intereses inmediatos: el régimen de Al-Assad no representa una amenaza directa a Estados Unidos y sus aliados, y dada la clase de gente que conduce hoy en día la rebelión en Siria, lo que más nos conviene es que la guerra civil se prolongue lo más posible sin arrojar un vencedor. Y tampoco es que podamos jactarnos de mucho apoyo internacional, ni siquiera del Consejo de Seguridad o de los ingleses. Quedamos reducidos a la misma "coalición de los dispuestos" que iniciamos en la década de 1990: somos nosotros y los franceses.

Ni siquiera acá, en Estados Unidos, tengo la hinchada a favor en este tema. Mis votantes son naturalmente antiguerra, la mitad del Partido Republicano se ha vuelto antiintervencionista y los halcones de derecha e izquierda creen que este ataque es tan limitado que no vale la pena.

No, esto es asunto mío. Y les debo una explicación sobre lo que tengo en mente. Básicamente, tiene que ver con el papel de Estados Unidos en la escena internacional y sobre cómo podemos usar nuestro extraordinario predominio militar para nuestro propio bien y el bien del mundo.

Una respuesta posible es la abrazada por mi predecesor, y dice que nosotros deberíamos difundir la democracia con la fuerza de las armas. El poderío militar norteamericano debería estar siempre desplegado, para disuadir en toda ocasión el desafío de poderes autoritarios, para proteger a gobiernos y movimientos democráticos cuando haga falta, y para tumbar de plano a los dictadores no bien se presente la ocasión.

Nuestra experiencia en Irak y Afganistán deja al descubierto los límites de ese abordaje expansivo. Por eso fue que prometí trazar un curso de acción diferente. Después del neoconservadurismo, impulsé una mezcla de realismo e internacionalismo progresista, según el cual la fuerza militar se usaría más espaciadamente y el poderío de Estados Unidos estaría al servicio de un orden mundial multilateral, estable y bajo el imperio de la ley.

Sigo creyendo en lo de "estable" y "bajo el imperio de la ley", pero lo que me ha enseñado la vista que tengo desde esta ventana es que una verdadera estabilidad depende casi exclusivamente del monopolio militar que tiene Estados Unidos sobre la fuerza global. El multilateralismo es una linda idea, pero al menos por el momento es la "pax norteamericana" o la nada. No hay nadie mejor preparado para limitar las ambiciones de las fuerzas nocivas y mantenerlas con éxito a raya.

Y esta intervención militar tiene que ver sobre todo con eso: el uso de armas químicas es una línea tácita que no hay que cruzar. Al-Assad la cruzó flagrantemente y nosotros somos los únicos que podemos hacerle pagar un precio.

Por supuesto que es algo arbitrario decirle a un dictador que puede matar a sus súbditos con balas, pero no con gas. Siempre habrá algo arbitrario en cualquier límite que le impongamos a alguien menos poderoso. El punto está en mantener un ambiente de presión, para que los revoltosos no olviden nunca hasta dónde pueden llegar antes de que el poderío militar norteamericano devuelva el golpe.

Lo admito, devolver el golpe no necesariamente hará que mejore la situación política y humanitaria. Pero no es por eso que lo hacemos. En realidad, no se trata de resolver problemas o de transformar regiones o de alcanzar la victoria definitiva. (Ése fue el error que George W. Bush y Lyndon Johnson cometieron y que Ronald Reagan y Dwight Eisenhower evitaron.) Lo hacemos para demostrar que hay límites para lo que otros gobiernos pueden hacer sin que haya consecuencias, y lo hacemos para no perder credibilidad cuando amenazamos con ellas.

Miren: yo sé que Santo Tomás de Aquino no habría avalado una guerra para proteger la credibilidad de Estados Unidos y sé que el Barack Obama de 2007 tampoco lo habría hecho. Pero la mayoría de mis predecesores de la post-Guerra Fría lo harían, y lo hicieron. Y me heredaron un mundo que, sin importar lo que digan los titulares de los diarios, tiene más paz que en cualquier otro momento de la historia humana.

No es un mundo libre de tiranías, ese que mi predecesor se comprometió tontamente a conseguir. Pero es un mundo con menos invasiones, menos crímenes de guerra, menos masacres que en el pasado. Y si queremos que siga siendo así, debe pagarse un precio cuando se cruzan ciertas líneas. Así que éstas son las razones. Gracias por su atención, y que Dios bendiga -y de ser necesario, también perdone- a Estados Unidos de América.

La Nación - 2 de septiembre de 2013

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