Consecuencias de una devaluación anunciada

Marcelo Zlotogwiazda
Se culpan mutuamente. El gobierno entrante sostiene que el fuerte aumento de precios que se registró en las últimas semanas es “parte de la herencia” y del “descuido voluntario de autoridades que habían hecho del control un culto”, según la explicación del ministro de Hacienda y Finanzas, Alfonso Prat-Gay. Para el gobierno saliente, en cambio, las remarcaciones son consecuencia de las promesas del macrismo sobre devaluación, quita de retenciones y reducción de subsidios.

Ambos tienen algo de razón. Es evidente que en sus últimas semanas de gestión el gobierno relajó los controles justo en momentos en que tanto formadores de precios como intermediarios se apuraban a reacomodar sus márgenes y anticiparse a lo que se viene. Asimismo, es verdad que la campaña electoral del macrismo preanunció una devaluación combinada con eliminación de retenciones, y eso armó un escenario inflacionario. Pero también es cierto que el considerable atraso cambiario había generado por sí solo expectativas de devaluación, que el candidato triunfante había convalidado en forma expresa y que Daniel Scioli negaba artificialmente.

Lo más relevante ahora es lo que hará el nuevo gobierno de aquí en adelante. El nuevo ministro ratificó su convencimiento de que “no tiene por qué haber un fuerte traslado a precios de una devaluación”, y anunció la convocatoria para enero a un amplio acuerdo económico y social con empresas y sindicatos, que en materia de precios tomará como referencia los vigentes al 30 de noviembre.

Es obvio que un gobierno de centroderecha y pro-mercado cuenta a su favor con la simpatía de la mayoría de los grandes empresarios. Pero es una ingenuidad creer que ese favoritismo garantiza un comportamiento colaborador. La simpatía se origina en la esperanza de que saldrán favorecidos, lo que puede no ser compatible con el resultado de un acuerdo social que el nuevo gobierno tal vez espere.

En este sentido vale recordar lo que sucedió en 1989 al comienzo del menemismo, es decir del único antecedente desde el reestablecimiento de la democracia de un gobierno electo que pone en práctica una política pro-empresaria; tanto, que en medio de la hiperinflación reinante le concedió las riendas al grupo Bunge & Born. Además de devaluar la moneda, anunciar privatizaciones, recortar subsidios, entre otras medidas, el designado ministro de Economía, Miguel Roig, pretendió negociar con los empresarios un acuerdo de precios. El entonces flamante presidente del Banco Central, Javier González Fraga, recuerda: “Asumimos y en dos días hubo 200 por ciento de inflación. Se triplicaron los precios en un fin de semana (…) Recuerdo que el día jueves comenzó a subir el dólar paralelo en una forma increíble. El viernes falleció Roig”.

Murió de un infarto al quinto día de asumir, horas antes de firmar un acuerdo de precios con 300 empresas que habían cedido bastante menos de lo que pretendía el gobierno y se quedaron con un formidable colchón. El par de atados diarios que fumaba Roig no fue la única causa del infarto. La actitud de sus colegas del sector privado le había generado mucha malasangre.

La idea del nuevo equipo económico es lograr reducir los precios en dólares de toda la economía, incluyendo entre esos precios la remuneración al trabajo, pero sin afectar (demasiado) el poder adquisitivo del salario en pesos. La manera más directa de lograrlo es evitar (o minimizar) que el aumento del dólar se traslade a los precios. Es lo que los economistas denominan una devaluación “exitosa”.

Una alternativa para mantener el poder adquisitivo podrían ser compensaciones que neutralicen el impacto del aumento de precios sobre el bolsillo. Por ejemplo, la anunciada devolución del IVA a los bienes de una canasta básica para una franja de la población vulnerable como jubilados y beneficiarios de la AUH, significaría una mejora del 10 por ciento en el poder adquisitivo para ocho millones de personas, según estima Prat-Gay. Dijo que es algo “esencial porque va a ser una de las maneras de proteger a los sectores más vulnerables de las correcciones de precios que incluso están sucediendo ahora”.

Pero aun suponiendo que fuera como él dice, que la devolución del IVA a los bienes de una canasta básica se implementase de inmediato y efectivamente compensara a ocho millones de personas, quedarían otros muchos millones más de personas con el poder de compra disminuido. Una opción compensatoria de alcance más global y de aplicación rápida sería subir las asignaciones familiares con un aumento extra para los jubilados.
Todas esas medidas compensatorias suponen un esfuerzo fiscal, ya sea por la resignación de impuestos o por el aumento de las transferencias. Y eso lleva a plantear uno de los desafíos más difíciles que enfrenta el nuevo ministro de Hacienda y Finanzas: de dónde salen los recursos para financiar no sólo las medidas compensatorias de ingresos que eventualmente se tomen, sino además la pérdida de recaudación por la rebaja y eliminación de retenciones a la exportación, y por el aumento del mínimo no imponible a partir del cual trabajadores en relación de dependencia y autónomos pagan Ganancias.
Le preguntaron a Prat-Gay si el esquema fiscal cierra con la eliminación de subsidios. Respondió: “Sí, en gran medida cierra más o menos así. Pero aún no está definido el timing en que se harán los anuncios”.

Eliminación de subsidios equivale a aumento de tarifas, es decir, a una medida que afectará directamente a una inmensa cantidad de familias. No obstante, y aunque parezca paradójico, el nuevo gobierno tiene la oportunidad de recortar el gigantesco gasto en subsidios (los que cubren las ridículas tarifas de electricidad van a sumar este año cerca de 100.000 millones de pesos, equivalente al 7 por ciento del Presupuesto Nacional) con criterio de equidad distributiva: tal como se informó en esta columna en la edición del 24 de septiembre pasado, el 41 por ciento de esos subsidios benefician al 40 por ciento de la población con mayores ingresos.

Una quita de subsidios bien diseñada sería socialmente conveniente. El problema es político y comunicacional: el perjuicio lo sienten directamente los que van a pagar más, pero el beneficio es social y nadie lo recibe individualmente (a menos que lo ahorrado tenga algún destino de gasto específico). Mientras los primeros protestan, no hay nadie incentivado a aplaudir.

Revista Veintitrés - 11 de diciembre de 2015

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