Una guerra contra los pobres

Paul Krugman
Las bases republicanas son conscientes de que su condición de blancos es cada vez más minoritaria Últimamente, John Kasich, gobernador republicano de Ohio, ha hecho algunas cosas sorprendentes. En primer lugar, sorteó a la asamblea legislativa de su Estado —controlada por su propio partido— para llevar adelante el programa Medicaid, financiado con fondos federales y una pieza importante de la reforma sanitaria de Obama.

Luego, en defensa de su actuación, disparó contra sus aliados diciendo: “Me preocupa el hecho de que, en apariencia, se está librando una guerra contra los pobres. O sea, que si eres pobre es que, de alguna manera, eres un incompetente y un vago”.

Evidentemente, Kasich no es el primero en hacer esta observación. Pero el hecho de que venga de un republicano bien considerado (aunque, a lo mejor, ya no tanto), precisamente de alguien que tenía fama de ser un agitador de ideas conservadoras, es revelador. La hostilidad republicana hacia los pobres y los desfavorecidos se ha exacerbado hasta tal punto que en realidad el partido ya no defiende otra cosa, y solo un observador obstinado en su ceguera puede ser incapaz de verlo.

La gran pregunta es: “¿Por qué?”. Pero antes vamos a hablar un poco de qué está corroyendo a la derecha.

A veces aún veo a algunos expertos declarar que lo que mueve al Tea Party es básicamente la preocupación por los déficits presupuestarios. Fantasías. Lean el chorrero de Rick Santelli, de la CNBC: no hay ni una sola mención a los déficits. En cambio, sí una andanada contra la posibilidad de que el Gobierno ayude a los “perdedores” a evitar la ejecución de sus hipotecas. O lean las transcripciones de Rush Limbaugh o de otros invitados radiofónicos de la derecha. No contienen mucho acerca de la responsabilidad fiscal, pero sí acerca de cómo el Gobierno recompensa a los vagos que no lo merecen.

Los líderes republicanos intentan moderar un tanto su lenguaje, pero es cuestión más bien de tono que de contenido. No cabe duda de que les sigue enardeciendo la idea de asegurarse de que los pobres y los desafortunados reciben la menor ayuda posible, y de que —tal como lo expresó el diputado Paul Ryan, presidente de la Comisión Presupuestaria de la Cámara de Representantes— el colchón de protección social se está convirtiendo en “una hamaca en la que se acuna a gente físicamente sana para que vivan de la dependencia y la complacencia”. Sus propuestas presupuestarias incluyen recortes salvajes de los programas de protección social como los cupones para alientos o el programa Medicaid.

Toda esta hostilidad contra los pobres ha culminado con la negativa verdaderamente increíble de muchos Estados a participar en la ampliación de Medicaid. Recuerden que el Gobierno federal pagaría esta ampliación, y que el dinero que se gastase iría en beneficio de los hospitales y de la economía local tanto como de los receptores directos. Pero resulta que la mayoría de los Gobiernos de los Estados bajo control republicano están dispuestos a pagar un alto precio económico y fiscal para asegurarse de que la ayuda no llega a los pobres.

La cuestión es que las cosas no siempre han sido así. Retrocedamos por un momento a 1936, cuando Alf Landon fue nombrado candidato a presidente por los republicanos. En muchos sentidos, su discurso de investidura anticipaba temas que los conservadores hacen suyos hoy día. Se lamentaba de que la recuperación económica era incompleta y de la persistencia del desempleo elevado, y atribuía la debilidad crónica de la economía a una excesiva intervención del Estado y a la incertidumbre que, según él, esta provocaba.

Pero también dijo: “De la Depresión se desprende no solo la dificultad de la recuperación, sino también el problema igualmente grave de la protección de los desempleados hasta que se alcance la recuperación. Darles asistencia en todo momento es simplemente un deber. Nosotros, los miembros de mi partido, nos comprometemos a no descuidar nunca esta obligación”.

¿Pueden imaginarse a un candidato republicano decir algo así hoy día? Desde luego, no en un partido comprometido con la idea de que los desempleados lo tienen muy fácil; de que el seguro de desempleo y los vales de comida los tiene tan consentidos que no encuentran ninguna motivación para salir y buscar trabajo.

Entonces, ¿cuál es el quid de la cuestión? En un reciente ensayo, el sociólogo Daniel Little insinuaba que una de las razones es la ideología del mercado: si el mercado siempre tiene razón, entonces la gente que acaba en la pobreza es porque merece ser pobre. Y yo añadiría que algunos dirigentes republicanos representan en sus mentes fantasías libertarias adolescentes. “Es como si en este momento estuviésemos viviendo en una novela de Ayn Rand”, decía Paul Ryan en 2009. Pero, como afirma Little, también está el estigma que nunca se borra: la raza.

En un informe reciente citado en múltiples ocasiones, Democracy Corps, una organización de tendencias demócratas dedicada a los estudios de opinión, exponía las conclusiones de los grupos de debate con miembros de diferentes facciones republicanas. Descubrieron que las bases republicanas son “muy conscientes de su condición de blancos en un país en el que esto es cada vez más minoritario”, y que consideraban que el sistema de protección social ayuda a los otros, no a la gente como ellos, y vincula a la población no blanca al Partido Demócrata. Y, efectivamente, la ampliación del programa Medicare que muchos Estados están rechazando habría favorecido de forma desproporcionada a los negros pobres.

Así que es verdad que se está librando una guerra contra los pobres, coincidiendo con —y ahondando en— el padecimiento que ocasiona una economía con problemas. Y esa guerra es ahora el asunto central y definitorio de la política en Estados Unidos.

Sinpermiso - 3 de noviembre de 2013

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