"Posneoliberalismo no implica poscapitalismo"
Acosta, que procede de una familia tradicional y conservadora, estudió diez años en Alemania y, desde su regreso a Ecuador, ha estado muy comprometido con los movimientos sociales, sindicales y, sobre todo, indígenas. Entre sus obras recientes destacan La maldición de la abundancia y El Buen Vivir. Sumak Kawsay, una oportunidad para imaginar otros mundos.
Nuestro entrevistado es una persona crítica con el discurso tradicional del desarrollo capitalista y un investigador muy comprometido con el análisis de nuevas perspectivas de organización social y económica que aúnen justicia, equidad, solidaridad, reciprocidad, sostenibilidad y conocimientos ancestrales. Afirma que uno de los grandes retos que tenemos por delante como seres humanos es “repensar la economía”. Nos dice, recordando el pensamiento del gran filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, que “la civilización capitalista vive de sofocar la vida y todo lo que tiene que ver con la vida”. Ha llegado el momento, nos alerta, de romper con el “mandato global del desarrollo y construir alternativas al mismo para que todos los seres humanos podamos discutir y pensar en otras formas de organización de la sociedad.”.
-Iberoamérica Social: ¿Cuál es, desde su punto de vista, la explicación histórica, económica, política y social del nacimiento de las nuevas izquierdas latinoamericanas que han llegado al gobierno en países como Ecuador, Bolivia, Venezuela, Brasil o Argentina?
-Alberto Acosta: Lo sintetizaría en tres puntos. El primero es la resistencia al neoliberalismo. Todos estos países tienen en común el ser sociedades que sufrieron el ajuste neoliberal con mayor o menor intensidad y que supieron reaccionar frente a este proceso de empobrecimiento y de pérdida de soberanía. En un contexto como este destacaría un segundo punto clave: las luchas sociales. Estas representaron el resurgimiento de toda una serie de procesos de resistencia (como las luchas ancestrales de los movimientos indígenas) y de construcción de alternativas sistémicas que consiguieron llegar a un punto culminante justamente en la época en que surgieron estos gobiernos. Por lo tanto, estos gobiernos se deben en buena medida, y sobre todo en el caso de Ecuador y de Bolivia, a la movilización indígena y popular. Y, finalmente, un tercer punto importante es el hecho de que, en América Latina, existe desde hace tiempo una demanda creciente por una verdadera integración regional. Así es cómo en este contexto internacional, con procesos nacionales y locales que habría que analizar por separado, aparecen estos partidos, estos movimientos y estos gobiernos de tinte progresista que, por lo demás, no son realmente “de izquierdas”.
-IS: ¿Y qué cree que ha supuesto para América Latina, desde el punto de vista social y económico, el avance de estas izquierdas o progresismos como usted señala?
-AA: En primer lugar rescataría el hecho de haber dejado atrás, en gran medida pero no en su totalidad, la llamada “larga noche neoliberal”. Haberse sobrepuesto al neoliberalismo y haber recuperado el papel de los estados es, sin duda, positivo. Sin embargo, no creo que se haya logrado aún, en ninguno de los países latinoamericanos que tienen gobiernos progresistas, una verdadera transformación radical. Posneoliberalismo no implica poscapitalismo.
Estos gobiernos, que se beneficiaron del boom de los elevados precios de las materias primas, han logrado trasladar estos ingresos hacia los sectores más populares de la población. Sin embargo, esto no ha dado paso aún a una verdadera transformación de las estructuras; ni en términos de concentración de la riqueza ni en términos de transformación de la matriz productiva.
Así pues, lo que realmente se ha venido haciendo en muchos casos (como sucede en Ecuador) es llevar a cabo un proceso de modernización del capitalismo; uno de los más acelerados y profundos que se recuerdan, eso sí. El saldo, si lo comparamos con lo que vivimos anteriormente, es, sin duda positivo, pero definitivamente insuficiente e incluso contradictorio con lo que estos procesos propusieron inicialmente. Hay, por lo tanto, una suerte de traición histórica a sus orígenes. Y el futuro, además, no augura la revolución que tanto necesitamos.
-IS: Uno de los temas que más trata usted en sus trabajos es el Buen Vivir (o Sumak Kawsay). ¿En qué consiste y cómo cree que se podría aplicar de forma práctica?
-AA: Esa es una pregunta muy interesante y sumamente compleja. Para empezar yo aclararía que el Buen Vivir no es una teoría. El Buen Vivir no es algo nuevo que se esté pensando ahora en los cenáculos académicos; no es la idea reciente de algún iluminado ni es necesariamente el resultado de una política gubernamental concreta. El Buen Vivir ha existido desde siempre, y muchas comunidades han ejercido este concepto desde su lógica incluso sin conocer que se llama así.
El Buen Vivir (o Sumak Kawsay, o Alli Kawsay, o Ñande Reco, o cualquier otro nombre que usted le quiera poner, como Ubuntu en África o Svadeshi, Swaraj y Apargrama en la India) consiste simplemente en reconocer la existencia de otros valores, experiencias y prácticas. Es decir, consiste en reconocer otra forma de organizar la vida, en relación con los propios seres humanos y entre estos y la naturaleza, viviendo en armonía y comunidad. Yo creo que ese es el punto medular. Y en este sentido creo que cobra especial importancia reconocer la realidad colonial de América Latina pasados ya más de 500 años de la conquista; una colonización que en cierta medida continúa en la actualidad. Así, cuando el gobierno de Rafael Correa decide explotar el petróleo de los cuadrantes del ITT (Ishpingo, Tiputini y Tambococha) en el Parque Nacional Yasuní, se está produciendo un acto de colonización. O, por ejemplo, cuando resuelve quitarle la sede a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador.
-IS: Y… ¿cree que el Buen Vivir podría tener una aplicación universal?
-Las ideas del Buen Vivir, en términos amplios, han existido y existen en diversas partes del planeta. Si por el concepto de Buen Vivir entendemos una vida en armonía del ser humano, consigo mismo y con sus congéneres (otros pueblos o naciones), así como en armonía con la naturaleza, entonces debemos reconocer a este término no simplemente como una alternativa de desarrollo, sino como una alternativa al desarrollo. Es decir, como una propuesta global para superar la vieja idea de progreso (sobre todo en su versión productivista y de copia, siempre fallida, de los países industrializados) y poder plantear un cambio civilizatorio real.
El Buen Vivir nos abre así la puerta a recuperar prácticas, experiencias y valores ya existentes. Por eso podemos decir que se trata de un proceso en reconstrucción (porque recupera) y en construcción (porque puede sumar otros esfuerzos). Desde esta perspectiva, creo que podríamos dar paso a un gran debate. Un debate no solo académico, sino eminentemente político, sobre cómo construir otras formas de vida humana en la tierra para garantizar nuestra propia existencia. Por estas razones yo prefiero hablar no de un Buen Vivir en términos generales, sino de buenos convivires, pues puede haber distintos estilos de vida siempre y cuando estos no pongan en riesgo la vida de otros seres vivos y aseguren una vida digna para todos los seres humanos. Y por eso es importante no sólo hablar de los derechos humanos, sino también de los derechos de la naturaleza.
Desde mi punto de vista, el Buen Vivir no es un mandato global como lo fue la idea del desarrollo, o como lo fue la idea del progreso. Es más bien una oportunidad para que todos los seres humanos podamos discutir y pensar en otras formas de organización de la sociedad.
-IS: La crisis económica que está asolando Europa (sobre todo en el sur) desde el año 2008 ha creado una doble oleada migratoria: latinoamericanos que vuelven y europeos que salen buscando oportunidades laborales. ¿Cree que esta situación está favoreciendo un reencuentro de culturas y un acercamiento de realidades?
-AA: A mí me parece que los procesos migratorios siempre han sido enriquecedores para la humanidad. Naturalmente, podríamos decir que en algunos casos han originado rupturas humanas muy dolorosas; incluso muy conflictivas en el caso de los desplazamientos causados por las guerras o los crecientes efectos del cambio climático. Sin embargo, en general, creo que han sido procesos enriquecedores y saludables.
Lo que me preocupa en este sentido es que los seres humanos seguimos siendo una suerte de parias de la globalización. Los capitales se mueven hoy libremente y las personas no. Por ejemplo, si uno tiene dinero y sabe cómo funciona esto, se sienta en su casa y con internet puede estar especulando en cualquier mercado sin ningún problema, prácticamente sin restricciones. Hemos abierto los mercados en el mundo para muchos productos (no todos todavía) pero no así la libre circulación de seres humanos, y esto debería cambiar. Estos flujos migratorios, vengan del sur o del norte, deberían hacernos reflexionar sobre la importancia de ir construyendo una ciudadanía universal (cosa que planteamos ya en nuestra constitución del año 2008 y que, lamentablemente, no es respetada por el gobierno ecuatoriano).
-IS: Como sabrá, el pasado mes de julio de 2014, un grupo de más de 250 personas (académicos, intelectuales, científicos, políticos y activistas) presentaron en el Estado Español un manifiesto en el que se reclamaban propuestas de cambio decididas y valientes para hacer frente a la grave crisis ecológico-social en la que nos encontramos. En este manifiesto se podía leer: “estamos atrapados en la dinámica perversa de una civilización que si no crece no funciona, y si crece destruye las bases naturales que la hacen posible”. ¿Cómo reconciliar, entonces, y según su opinión, el binomio consumo-crecimiento con la sostenibilidad socio-ecológica?
-AA: Me parece que esa relación está equivocada. El crecimiento no garantiza la felicidad. Hay países como Estados Unidos y Japón, por ejemplo, que han crecido y, sin embargo, sus habitantes no se declaran más felices.
Yo conozco ese manifiesto y coincido con la casi totalidad de los planteamientos ahí realizados. Creo que uno de los grandes retos que tenemos por delante es repensar la economía. La economía tiene que estar al servicio de los seres humanos, pero de unos seres humanos viviendo en comunidad y en armonía con la naturaleza. Tenemos que dejar de contemplar a la naturaleza como un objeto de explotación y de privatización al servicio de las políticas económicas.
En este sentido, yo plantearía cinco aspectos clave. En primer lugar, desmontar la religión del crecimiento económico. El crecimiento económico permanente en un mundo finito, como decía el economista inglés Kenneth Boulding, es un imposible. Pensar eso es propio de locos o de economistas (y más grave es aún si los economistas están locos). Hay que echar abajo la idea del crecimiento económico como el gran motor de la economía. Podemos lograr muchas cosas sin la necesidad de crecer indefinidamente (cómo mejorar las condiciones de vida de la población o alcanzar niveles de dignidad sin afectar a la naturaleza). Ese es el gran reto. Y esto no significa que en algunos ámbitos no haya que crecer. En algunas cosas habrá que seguir creciendo, pero en otras habrá que decrecer. Yo anotaría aquí lo que señala Manfred Max-Neef, Premio Nobel alternativo de economía, cuando nos dice que puede haber un crecimiento bueno y un crecimiento malo. El abrazar uno u otro dependerá de la historia social y ambiental de cada uno de estos procesos, es decir, de su sustentabilidad ecológica y social. Entonces, desde esta perspectiva, hay que acabar con la idea de que tenemos que crecer para resolver los problemas. Porque ya sabemos que el crecimiento no los resuelve todos. Insisto, hay países que han crecido y sus sociedades no son más felices (como los Estados Unidos). Y hay países que han crecido y en donde los que se han beneficiado de ello son sólo los grupos más acomodados de la población (el ejemplo de los Estados Unidos nuevamente es categórico).
En segundo lugar, considero fundamental dar paso no sólo a una distribución del ingreso, sino también a una redistribución de la riqueza (y en especial de las ganancias) para así romper con las estructuras inequitativas existentes en la actualidad. El decrecimiento exige una redistribución del ingreso y de la riqueza, y sobre todo de la ganancia. Un tercer punto esencial nos lleva a la cuestión de desmercantilizar la naturaleza y desmaterializar la producción. Debemos redirigir la producción hacia otro tipo de estructuras de consumo. Creo que esto es clave para avanzar hacia los derechos de la naturaleza y hacia otro tipo de civilización. Un cuarto punto vital consiste en desconcentrar la producción y las grandes ciudades. No podemos seguir creyendo que las grandes empresas vayan a resolver todos nuestros problemas. Tenemos que reencontrarnos con lo rural y con lo campesino (por ejemplo, en el ámbito de la soberanía alimentaria). Tenemos que frenar la aberración que supone transportar productos alimenticios miles de kilómetros cuando esa producción se puede satisfacer localmente. Y, por último, la quinta pata de esta figura que estamos construyendo es la democracia: más democracia, nunca menos. Y esto nos lleva nuevamente a la necesidad de fortalecer los espacios democráticos comunitarios.
-IS: Al hilo de la cuestión anterior, numerosos investigadores han planteado que nuestra civilización podría estar ya cerca de alcanzar un punto de no retorno en lo que respecta a las alteraciones que los humanos estamos ocasionando sobre la biosfera. ¿Consideraría usted posible llegar -durante las próximas décadas- a un colapso civilizatorio, fruto de un colapso ecológico y social, o todavía confía en que seremos capaces de recorrer como especie una transición socio-ecológica hacia otro mundo posible, más justo y sostenible?
-A: Bueno, mi deseo es que suceda lo segundo; que como especie, como seres humanos responsables, podamos dar las respuestas necesarias para evitar el colapso. Sin embargo, a ratos creo que la estupidez de los seres humanos es enorme… Ya lo decía mi tocayo Einstein: “Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana; y yo no estoy seguro sobre el universo”.
En torno a este debate surge un aspecto clave: que no somos todos los seres humanos igualmente responsables de los problemas ambientales que vivimos. Hay algunos que han ocasionado mayores daños que otros. Por eso, tal y como se habló recientemente en la XX Conferencia Internacional sobre Cambio Climático en Lima (COP20), es importante asumir responsabilidades compartidas pero diferenciadas. Y es que hay países y economías que han ocasionado y siguen ocasionando los mayores problemas ambientales. Estos, y concretamente sus sociedades opulentas, tendrían que asumir una mayor responsabilidad.
Pero todo esto no es suficiente; hay que ir más allá. Hay que reconocer que existe un sistema depredador, una civilización depredadora -que es la civilización capitalista- que vive de sofocar la vida y todo lo que tiene que ver con la vida (bien sea el trabajo, los propios seres humanos o la naturaleza cuando se la mercantiliza en extremo). El gran reto que tenemos por delante es saber cómo plantear propuestas de cambio civilizatorio. Pues bien, precisamente para esto nos sirven las experiencias, los valores y las prácticas del Buen Vivir.
Con Nuestra América - 27 de junio de 2015