¿País polarizado?
El politólogo Juan Pablo Luna cuestiona la idea de que Chile esté polarizado. La que sí lo está es nuestra clase política, cada vez más personalista, estridente, siempre atenta a sacar provecho de escándalos contingentes, escribe. En la tercera columna de esta serie, Luna sugiere que lo que le pasa a Chile es que está cruzado por un descontento social al que hoy se suman “desesperanza y el hastío”. Nuestra clase política no es capaz de leer y representar ese descontento, advierte.
En el último tiempo se ha consolidado la hipótesis de la polarización, usualmente asociada al discurso sobre el debilitamiento del centro. La irrupción de una izquierda a la izquierda de la Concertación y una derecha a la derecha de Chile Vamos, así como la crispación de los últimos procesos electorales también han contribuido a consolidar la noción de que estamos polarizados (o bien ideológicamente o en términos afectivos). Ambas variantes de polarización cuentan con evidencia a su favor. Pero hay indicios que apuntan en sentido contrario, como argumenté en la columna anterior (ver “La ausencia de técnica en la Convención Constituyente”). El resultado del plebiscito de salida parece confirmar también la importancia de esos indicios, al ilustrar nuevamente la volatilidad de las preferencias electorales en el país, y por tanto, la débil cristalización de polos ideológicos. ¿Es posible compatibilizar ambos tipos de evidencia?
La clave para buscar una respuesta a esa pregunta está, en mi opinión, en reconstruir el proceso que nos ha traído hasta aquí y sus implicancias para el presente. Dicho proceso puede sintetizarse en siete momentos estilizados, los que en su conjunto estructuran una secuencia reactiva (donde cada nueva etapa se desata como reacción a la anterior).
Primero, en la postdictadura (1990-2000), se consolida un sistema de partidos socialmente desarraigado en que los partidos de la Concertación desmovilizan activamente a sus bases sociales en los sectores populares (véase Roberts 1998; Oxhorn 1995; Posner 2004). Ese proceso de desmovilización tiene su contrapartida en lógicas de competencia política que se vuelven más centradas en la consolidación de liderazgos personalistas y caudillismos territoriales, quienes eventualmente desafían y debilitan a las organizaciones partidarias tradicionales (Luna 2014).
En esa coyuntura es la UDI el partido que crece más significativamente, desplazando a RN especialmente en las periferias urbanas del país. La UDI popular, cuya estrategia dependía fuertemente del financiamiento empresarial, llena parcialmente el vacío dejado por partidos que se retiran, como organización, del territorio (especialmente la DC) (Luna 2014). En ese mismo periodo crecen la apatía electoral y el “no estoy ni ahí” de los segmentos más jóvenes del electorado que dejan de inscribirse para votar.
“El problema de Chile no es la ausencia de técnica en política, ni el rechazo de la nueva política a la técnica. El problema es, nuevamente, el desarraigo social de ambas y la falta de legitimidad que eso produce”
Segundo, en medio de ese desarraigo, comienzan a producirse ciclos de protesta, especialmente articulados por jóvenes. También comienzan a aumentar los conflictos a nivel territorial, aunque no agregan más allá de instancias locales específicas. Estos movimientos sociales se incorporan a la política desde la calle, sin interacción o vinculación con el sistema institucional: quienes protestaban no votaban. Desafiados en su legitimidad por el descontento y la movilización social, los partidos de centroizquierda tendieron a cerrarse sobre sí mismos, volviéndose incapaces de desarrollar un proceso de renovación que permitiera incorporar a quienes los impugnaban desde la calle. Eventualmente, sin embargo, a partir de 2011 la protesta terminó con la creación de nuevos partidos políticos que vendrían a desafiar a la Concertación. El desafío muchas veces fue más generacional que ideológico, al menos en las corrientes principales de lo que hoy es el Frente Amplio. Los hallazgos de Fábrega, González, y Lindh (2018) respecto al aumento de la polarización a nivel social reflejan en particular las consecuencias de este proceso en la opinión pública.
Tercero, como argumentan dichos autores, la polarización incipiente (y el desafío al sistema tradicional que también suponía una participación electoral a la baja) empuja el avance de una reforma electoral con que los actores sistémicos intentan responder al desafío y reconstituir su legitimidad. La modificación del sistema de registro y obligatoriedad del voto antecede a la reforma del sistema electoral y consagra el voto voluntario. Ambas reformas, paradójicamente, juegan en contra de sus impulsores más fervientes (la base popular de la UDI termina quedándose en la casa y deteriorando la posición del partido, antes que los escándalos de financiamiento electoral deterioraran significativamente más su reputación). La reforma al sistema electoral (impulsada por la centroizquierda) termina abriendo espacio para los desafiantes a la Concertación. Más ampliamente, la reforma electoral también propicia una fragmentación del sistema, abriendo el juego a outsiders y partidos desafiantes a ambos lados del espectro ideológico.
Cuarto, ante el desafío que supone una creciente fragmentación y volatilidad electoral, los actores políticos intentan conectar con el electorado volviéndose cada vez más estridentes en su discurso y repertorio. Esto no implica, necesariamente, polarización ideológica. Los radicales de centro también participan activamente de este juego. Todos juegan, en general, profundizando la personalización y electoralización de la política, en un contexto en que los partidos siguen debilitándose en términos organizacionales, así como en cuanto a su reputación a nivel social. En este contexto, prosperan nuevos partidos, y lo hacen impugnando moralmente a los actores del viejo sistema (desde el pionero PRO de Marco Enríquez-Ominami hasta el PDG de Franco Parisi, pasando por Ciudadanos de Velasco y EVOPOLI, a los partidos que hoy conforman el Frente Amplio y a Republicanos de José Antonio Kast). La creciente fragmentación también complica la gestión parlamentaria de proyectos de ley claves para acometer reformas largamente postergadas. El sistema político se vuelve más y más inoperante respecto a su capacidad de acordar políticas de estado y tramitar reformas largamente demandadas.
Quinto, mientras los liderazgos políticos intentan perfilarse mediante la estridencia y la impugnación entusiasmando a poca gente (las elecciones las gana el menos malo entre opciones malas) abajo la vida se vuelve más dura. La economía se estanca y los techos de cristal que sostienen el privilegio, chocan con la promesa de la meritocracia y la apuesta a la educación (la búsqueda del logro educativo genera además endeudamiento). Los escándalos de corrupción también terminan de erosionar la legitimidad del sistema político, al tiempo que exponen el funcionamiento de las redes que sostienen el privilegio y contribuyen a perpetuar la desigualdad, más allá de los años acumulados de prosperidad y progreso a nivel agregado. Ese descontento social (¿la polarización?) no tiene representantes en el sistema (¿la desafección?). Nadie más apto que Sebastián Piñera y su elenco de gobierno para extremar las contradicciones. Pero el estallido de 2019 tampoco tiene organicidad ni liderazgos. Es irrepresentable.
“Resulta mucho más probable que la polarización provenga de organizaciones de derecha autoritaria”
Sexto, asediado por las protestas y en su búsqueda de una salida institucional al estallido, el sistema político abre el sistema de elección de la Convención a los independientes. La elección de convencionales genera una renovación inaudita del sistema político, lo que se traduce, a nivel de los sectores populares en la esperanza de una nueva política. Esa esperanza se frustró hace meses y se refleja, también con estridencia, en el resultado del plebiscito del domingo. (Ver La “ausencia de técnica” en la Convención Constituyente). No obstante, el 80-20 en el plebiscito de entrada, así como en la elección de constituyentes, se produce junto a un proceso de incorporación electoral de jóvenes (especialmente en sectores populares). Esa incorporación es clave también para entender la consolidación de la base social del Frente Amplio y el resultado que finalmente consagra presidente a Gabriel Boric en 2021. Quienes hasta hace poco protestaban, pero no votaban, participaron más activamente en las últimas instancias electorales y favorecieron la elección del Frente Amplio. Sin embargo, esos votos eran prestados. No hay allí una relación orgánica, y existen pocos liderazgos locales con capacidad de movilizar consistentemente a esa base social.
Séptimo, en la primera vuelta y en el marco de la frustración de expectativas con el proceso constituyente, estribando también en una incipiente agenda pro-orden y en el creciente descontento económico, se fortalecieron las opciones de Republicanos (José Antonio Kast) y el Partido de la Gente (Franco Parisi). Ambos concentran, junto al liderazgo del Frente Amplio (Gabriel Boric) las tres primeras mayorías en la elección presidencial de 2021. La contienda de la segunda vuelta electoral dividió al país en dos opciones visualizadas por uno y otro bando como “extremas”. No obstante, lo que hubo allí, nuevamente, fue mucho voto prestado al que cada cual consideraba el mal menor.
En suma, lo que existe hoy es más fragmentación y crispación que polarización. Lo que manda es el descontento. Ante cada evento electoral, eventualmente es posible observar liderazgos que extreman posturas buscando movilizar electores, pero a lo más, eso es consistente con un escenario en que se produce una polarización sin polos. Es decir, la polarización no cristaliza una grieta o clivaje consistente y relativamente estable. Quienes ganan, terminan sin poder rápido. ¿Será el plebiscito de salida del domingo la excepción a esta regla, dado el quiebre observado en la centroizquierda y la alianza entre esos sectores, la derecha tradicional y la derecha trumpista? Mi impresión es que nuevamente asistimos a una polarización contingente, sin ganadores que la puedan capitalizar. La capacidad de los alineamientos del plebiscito para estructurar el después es limitada.
Corolario
El debate actual en Chile se estructura en torno a una serie de malentendidos. En esta columna y en las dos previas (ver columna 1 y columna 2 ) he considerado tres que me parecen particularmente relevantes para pensar el post-plebiscito: la falsa dicotomía entre independientes y partidos políticos, el rol de la técnica en el proceso constituyente y la polarización. Primero, he argumentado que la distinción entre independientes y partidos soslaya similitudes importantes entre el funcionamiento real de ambos tipos de actor. Una de esas similitudes, tal vez la principal, es que ambos actúan desde lógicas no tan distintas y poseen hoy déficits serios de legitimidad (en este sentido, los únicos independientes que “sirven” son los nuevos), poquísimo arraigo social y una muy limitada capacidad para vertebrar la representación política. Segundo, he argumentado que los saberes técnicos (al menos los tradicionales) están tan impugnados como los liderazgos políticos con quienes gobernaron en el ciclo anterior (antes del estallido). El problema de Chile no es la ausencia de técnica en política, ni el rechazo de la nueva política a la técnica. El problema es, nuevamente, el desarraigo social de ambas y la falta de legitimidad que eso produce. Por otro lado, los saberes técnicos dominantes que hoy reclaman contra la irrupción de la “mala política”, jugaron un rol fundamental en propiciar esa irrupción, al contribuir a cerrar el juego, acotando la capacidad del sistema político de canalizar conflictos socialmente relevantes en el pasado. Tercero, he argumentado que Chile no está consistentemente polarizado. Lo que hay hoy es una mezcla de polarización a nivel de actores políticos (en función de escándalos contingentes, fuertemente asociada a personalismos estridentes y la cristalización de debates livianos en torno a eslóganes que simplifican problemas complejos), creciente fragmentación y debilidad de las organizaciones partidarias, e incapacidad de leer y representar el descontento social. A ese descontento hoy se añaden la desesperanza y el hastío.
¿Entonces, está libre Chile de la polarización? No, la alta fragmentación del sistema, así como la ilegitimidad de los elencos tradicionales y el hastío ciudadano pueden abrir espacio a un liderazgo capaz de polarizar a la ciudadanía (a favor y en contra) desde arriba. Ese es el patrón usual que termina generando grietas y polos relativamente bien consolidados a un lado y otro del clivaje. No obstante, ni el presidente Boric, ni el Frente Amplio, ni Apruebo Dignidad han demostrado tener esa vocación. En un contexto de crisis económica y de seguridad como el actual tampoco tendrán la capacidad de consolidar una base amplia de apoyo desde el gobierno. A esto se añade el resultado del plebiscito, que ha impulsado ya un proceso de moderación y apertura hacia el centro.
“Los saberes técnicos dominantes, quienes hoy reclaman contra la irrupción de la “mala política”, jugaron un rol fundamental en propiciar esa irrupción, al contribuir a cerrar el juego, acotando la capacidad del sistema político de canalizar conflictos”
Dado este contexto, resulta mucho más probable que la polarización provenga de organizaciones de derecha autoritaria, que apelan a valores tradicionales y a tácticas de erosión de la institucionalidad que promueven y potencian organizaciones conservadoras a nivel global (por ejemplo, Atlas Network). La polarización bien puede ser asimétrica (generada más por un extremo que por la competencia entre dos extremos). La lección de la última elección presidencial y parlamentaria, así como (parcialmente) la dinámica de campaña observada en estos últimos meses en torno al plebiscito, es que el trumpismo criollo ha irrumpido y se ha consolidado en torno a expresiones electorales como las del Partido de la Gente y Republicanos. Esa irrupción tiene hoy descolocado al sistema y a la derecha.
En virtud de esta configuración, parece evidente que los actores democráticos (desde Apruebo Dignidad hasta la UDI) deben coordinarse en torno a un pacto político amplio, que incluya a los actores sistémicos y excluya (sin victimizarlos) a quienes los desafían a partir de la deslealtad institucional. Ese pacto político debería articularse no solo en torno a una salida a la problemática constitucional, sino también para impulsar políticas de estado a nivel sectorial que han sido largamente postergadas por el bloqueo legislativo que ha producido la fragmentación en el Congreso. Por si no quedó claro, no es hora de la técnica sino de la política (de la articulación y negociación política). La técnica solo podrá hacer lo suyo incidiendo en el diseño e implementación de políticas públicas y del texto constitucional, si la política vuelve a ser capaz de comprarle tiempo y legitimidad. Los malentendidos que he intentado discutir en esta serie de columnas son relevantes porque le hacen el juego a quienes hoy apuestan a la desestabilización institucional. Mientras nos enfrascamos con tanta vehemencia como liviandad en la discusión de malentendidos que solo interesan a quienes tienen tiempo, recursos, e interés para pensar en matices hoy irrelevantes para las grandes mayorías, hay quienes conectan y movilizan instrumentalmente el hastió, la desesperanza y las necesidades de la gente con eficiencia arrolladora. Si necesita evidencia a este respecto solo basta hacer la retrospectiva de estas últimas campañas electorales y proyectar el futuro.
Terceradosis.cl - 8 de septiembre de 2022