Mitologías periodísticas

Claudio Scaletta
Todas las profesiones suelen tener discursos autocelebratorios, que exaltan las cualidades de los propios saberes y acciones y su centralidad frente a otras ramas. Pero el caso del periodismo es especial, primero porque por su propia naturaleza, obliga a que la autocelebración sea compartida, a gusto o disgusto, por buena parte de la sociedad que consume medios, segundo, y este es el punto, por la imagen mítica que construye sobre sí mismo. Una expresión de esta mitología, elaborada prolijamente durante la última década, es la idea del “periodismo independiente”.

El periodista, mal que le pese a su imagen mítica, es simplemente alguien cuya función social es trabajar cotidianamente en la interpretación de los hechos. Los caminos para hacerlo son múltiples. Los hay desde los que explican y construyen el discurso público hasta los que simplemente median entre funcionarios y figuras varias con el resto de la sociedad. Su perfil puede ir desde un gran intelectual a un buen contador de historias. Dos personas que ejercen la misma profesión pueden ser abismalmente diferentes en su formación y talentos, los hay desde buenos escritores y ensayistas hasta aquellos con capacidad histriónica para brillar en medios audiovisuales. A pesar de esta inmensa diversidad, la imagen mítica es unívoca: el periodista es quien cuenta “aquello que el poder no quiere que se cuente”. Semejante individuo con nula aversión al riesgo y sin dificultades de inserción social no puede ser otra cosa que un cruzado, ni más ni menos que un verdadero sacerdote de la verdad oculta. Un radical en esencia y por elección. Al parecer, a pesar de que en la mira del periodista mítico se encuentra nada menos que el poder, se trataría de un accionar que puede prescindir de la ideología política. En este mundo aséptico, el periodista se vuelve entonces una rara cruza entre libertario y apolítico cuya tarea sublime es llevar a la sociedad la luz de la verdad. Sin dudas se trata de una bella construcción de autoimagen para una actividad que, en el 99 por ciento de los casos, resulta bastante más intrascendente.

Esta imagen de profesión liberal y libertaria prescinde, sin embargo, de un pequeño detalle de la realidad; la realidad del poder. El periodista no ejerce su profesión en el vacío. Normalmente trabaja en o para medios de comunicación que, en una sociedad capitalista, son empresas sujetas a todas las reglas del capital. En la abrumadora mayoría de los casos son verdaderas corporaciones que, además, pueden ser apenas una rama, la pata mediática, de un negocio diversificado de conglomerados económicos mayores. En este marco sería hasta cándido tener que explicar la relación entre opinión periodística y dinero. Con la introducción del poder se pasa así, sin mediaciones, desde el mundo de la libertad al de la lucha por el control de la información. La pura voluntad del quijote mítico queda reducida a la nada frente a los molinos del capital. De un solo golpe de aspa el sacerdote libertario desciende a pequeño obrero de la información. La línea de montaje, con sus tareas repetitivas y alienantes, con sus jerarquías, con su producción uniforme, se reproduce con exactitud al interior de cualquier redacción. La “tercera ola” de la sociedad de la información no alteró está corriente principal en la organización del trabajo periodístico. Las variaciones sólo ocurren en el margen.

La larga década kirchnerista estuvo marcada, especialmente en su segunda mitad, por la separación relativa entre poder político y poder económico. La separación también se reflejó en el escenario de las corporaciones periodísticas. Para enfrentarse al poder político las corporaciones, herramienta sustancial del poder económico, acudieron a la imagen mítica del periodismo y autodenominaron su producto como “periodismo independiente”. La idea funcionó junto a su contradicción polar. Si hay un periodismo independiente es porque hay otro que no lo es, el “periodismo militante”. El resultado linda el ridículo. Mientras los “independientes” trabajarían en el mundo aséptico de los reveladores de la verdad, los militantes serían vulgares mercenarios de la política. Luego, negar el enfrentamiento entre poder económico y político demanda desideologizar la disputa, sacar la ideología entraña eliminar la discusión política. Si el periodismo independiente es puro, entonces critica lo impuro. No discute política, discute corrupción. No la corrupción estructural que se traduce en transferencias entre clases sociales y grupos vía decisiones de política económica, sino la individual de los funcionarios venales y empresarios asociados. Con ello el periodismo autodenominado independiente lleva en sí su propia negación, no de la independencia, sino del periodismo mítico que contaba lo que el poder quería ocultar. En el camino pasa de la crítica social y económica a la crítica de los funcionarios.

Frente a este periodismo corporativo, sedicente independiente, existen otras formas de hacer periodismo. Una de esas formas, y sólo una, es la de quienes militan ideas y hacen del periodismo uno de los instrumentos de esa disputa del pensamiento. Se puede tener ideología, pertenencia política y hacer periodismo de calidad. Negar que el periodismo también forma parte de la lucha política es negar lo que se dice defender. La lucha teórica, por ejemplo, es una parte de la lucha política. El periodismo es también una herramienta de la lucha teórica. En la organización económica la teoría es una de las formas de la ideología. Debatir esa ideología y su funcionamiento en la redistribución de la riqueza social es también un aporte a la interpretación de los hechos, la tarea del periodismo.

Página/12 - 8 de junio de 2016

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