La penuria de la vivienda
La vivienda debe concebirse desde su valor de uso; de allí el error de los representantes de la especulación inmobiliaria cuando defienden el endeudamiento infinito como parte de una valorización financiera “beneficiosa” a que conllevan los planes bancarios, como si fuera una mercancía.
Cuando el Abate Marc Antoine Laugier describió en 1753 a la cabaña primitiva como “la primera obra del ser humano que responde a un espacio, un uso y una forma… con su sencillez responde a los problemas que tenía el hombre: un suelo para aislarlo del terreno, unas paredes para protegerlo del aire y un techo para protegerlo de la lluvia” coincidió con la expresión actual de David Harvey “una casa es algo bastante simple”. En el mismo escrito Harvey asevera que también es una mercancía, pero concluye que “el valor de uso debe ser lo primero”.
Hay un texto clásico al que recurrimos cuando nos enfrentamos con esta disyuntiva, “Contribución al problema de la vivienda” escrito por Federico Engels en 1873 y revisado en 1887. Aquí introduce una expresión que nos parece de gran actualidad: “la penuria de la vivienda” (mucho más acertada que “el problema” como se lo suele denominar hoy) ante la causa de esta situación identificada en el aprovechamiento de los especuladores mediante la propuesta de convertir en imposibles propietarios a los trabajadores, eternos pagadores de cuotas-alquileres, lo que los termina convirtiendo en la parte más reaccionaria de la sociedad. Y termina proponiendo la solución ideal: “Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o que viven hacinados”, lo que según él no sería nada difícil “ya que hoy existen en las grandes ciudades edificios suficientes para remediar en seguida, si se les diese un empleo racional, toda verdadera «penuria de la vivienda».
Esto mismo se replicaba en Inglaterra a fines del siglo XIX, y en los años de la segunda posguerra la construcción masiva de viviendas y la urbanización periférica masificó en Estados Unidos las deudas hipotecarias y fue el instrumento para integrar a los trabajadores y agobiarlos con sus deudas.
En la historia de la ciudad occidental, la llamada cuestión urbana no deja de ser una expresión de la lucha por encontrarle lugar a la necesidad de reinversión de los capitales excedentes y sobre-acumulados para obtener un excedente aún mayor. O sea la ruptura de los obstáculos para mantener una expansión continua del capital inmobiliario, aprovechando los cambios en la estructura económica y social desde mediados del siglo XIX: el paso de la producción industrial del medio rural al urbano (con la introducción del problema de la vivienda que explota con la concentración de los trabajadores en la ciudad). Durante casi cincuenta años las ciudades de Estados Unidos se llenaron de viviendas mediante el crédito otorgado por los bancos federales de préstamo de vivienda (la famosa Fannie Mae que explotó en 2008) que financiaron el sueño americano de la casa propia suburbana de clase media.
En Europa en cambio, los gobiernos tuvieron políticas mixtas apoyando al mercado pero regulando el uso del suelo y construyendo muchas unidades para alquiler social, ya sea a través del Estado o de sociedades con lucro controlado. Las viviendas siguieron manteniendo así valor de uso hasta que Margaret Tatcher decidió en 1980 convertir en propietarios a 1.700.000 familias inglesas liquidando el stock público hasta el punto que de un 33% de viviendas públicas se llegó hoy al 7%. Si bien sin tanta intensidad, esta política se extendió al resto de Europa llegándose al colmo de Madrid con el PP vendiendo en bloque edificios a fondos financieros que rápidamente desalojaron a los inquilinos y las vendieron al doble de lo que habían pagado.
En Argentina, entre 1945 y 1955, el peronismo enfrentó la penuria de vivienda que se arrastraba desde inicios del siglo a través de una activa presencia estatal. La vivienda fue considerada como parte del “derecho al bienestar” de los trabajadores y de la ancianidad en la Constitución de 1949 y las acciones en planos financieros, tributarios y legislativos tuvieron un basamento jurídico en el principio de la “función social de la propiedad”. Sin poner en cuestión el régimen de propiedad, al anteponer el principio de utilidad pública o colectiva aparecía el criterio de uso antes que el de mercancía; decía Francois Houtart: “Se habla de valor de uso cuando un bien o un servicio adquieren una utilidad para la vida de uno” y a esto apuntó la política de vivienda de los Planes Quinquenales.
Estas acciones no fueron acompañadas con entusiasmo por el sector privado que en la práctica esperó el cambio de reglas a partir de 1955 (derrocamiento del peronismo) y suplantó el crédito público por las fuentes privadas abriendo la puerta al mercado como casi único productor de viviendas en los años siguientes.
La vivienda se transformó, neoliberalismo mediante, en mercancía. Pasó a tener valor de cambio, un bien de cambio, un producto destinado a la venta y al mercado. Y no sólo la vivienda, principalmente el suelo urbano es objeto de la máxima especulación, en una muestra de extractivismo similar al que explota los recursos naturales, ya sea soja o petróleo.
A modo de ejemplo, el m2 de vivienda usada costaba en Buenos Aires U$S 627 en 2002 y U$S 2.750 en 2017. Los terrenos que costaban en promedio U$S 550 en 2001 pasaron a U$S 1850 en 2016.
Se construyeron 22 millones de m2 entre 2005 y 2016 en CABA, pero la población de la ciudad no varió y el déficit habitacional creció alcanzando a casi el 25% de la población, las villas duplicaron su población, el 35% alquila y hay 150.000 viviendas vacías valorizándose como si fueran cajas de seguridad.
Nuestra ciudad, que durante muchos años se construyó a caballo de las diversidades, con una vida barrial solidaria e integradora, como una creación colectiva, un lugar de identidad y situaciones espontáneas, tenía como sus viviendas valor de uso. Se reconocían sus barrios por sus distintas arquitecturas, por las características de sus calles, por sus mitos y sus leyendas que los hacían diferentes.
Hoy, como tantas otras en el mundo, Buenos Aires es el lugar de la intolerancia, de la exclusión explicita señalada por rejas y barreras, de una injusticia espacial que sólo reconoce a cada barrio, a cada espacio público, por su valor de cambio.
Es la ciudad de la ganancia especulativa, del mercado como ordenador de las vidas cotidianas, de las desigualdades sociales y de género, de la negación de las diversidades y las diferencias.
La casa, la vivienda, es un producto cultural más allá de las diferentes formas de producción que la hacen posible. Deviene de una manera de entender la vida cotidiana, la relación con el ambiente, de los roles de género en las tareas domésticas. Es naturalmente diversa porque diversos son sus usuarios. Debe concebirse desde su valor de uso; de allí el error de los representantes de la especulación inmobiliaria cuando defienden el endeudamiento infinito como parte de una valorización financiera “beneficiosa” a que conllevan los planes bancarios, como si fuera una mercancía.
Ejemplo de lo que puede ser una fracción de ciudad construida desde el valor de uso lo encontramos en el Barrio Alto Comedero de Jujuy, obra de la Organización Túpac Amaru liderada por Milagro Sala. Una obra colectiva asentada en la cultura de la comunidad, pensada desde la vida y no desde el lucro de la empresa constructora o desde el viviendismo estatal.
La ciudad debe mirarse desde esta postura de uso cotidiano; no se trata de valorizar cada vez más la tierra, de crear espacios privados y protegidos de la vida real. Una ciudad no es mejor si es más cara, si hay que “merecer vivir en ella”; por el contrario se trata de romper con la desigualdad. Hasta podríamos decir que para que una ciudad sea más democrática, que tenga valor de uso, no se trata de incluir, sino de dejar de excluir.
La Tecl@ Eñe - Buenos Aires, 15 de febrero de 2020
*Arquitecto. Decano del Departamento de Arquitectura, Diseño y Urbanismo · UNDAV · Avellaneda