La mañana en que una pueblada despertó a Trelew

Mariela Mulhall*

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Trelew es una ciudad marcada a fuego. El estigma por la masacre ocurrida el 22 de agosto de 1972 en la Base Aeronaval Almirante Zar, adonde fueron fusilados dieciséis integrantes del PRT-ERP, FAR y Montoneros luego de la fuga del penal de Rawson, dejó una huella dolorosa en sus habitantes. De la misma forma que aquel suceso sacudió a toda la militancia política como un adelanto de los horrores que luego vendrían con el golpe de Videla, los trelewenses sufrieron en su intimidad por esa marca.

Sin embargo, el impacto de aquella tragedia ahogó una serie de sucesos inéditos que ocurrieron casi dos meses después –el 11 de octubre– y entretejen la misma historia: cuando un levantamiento popular logró rescatar a dieciséis ciudadanos apresados “por subversivos” durante un operativo rastrillo y derivados a Villa Devoto en un avión Hércules, bajo las órdenes del todavía dictador Alejandro Agustín Lanusse.

En los inicios de los setenta, esa ciudad del valle fundada por inmigrantes galeses contaba con unos 26 mil habitantes, y su crecimiento se perfilaba con la declaración de Chubut como provincia y la designación de Rawson, ubicada a 19 kilómetros, como capital.

La zona recibió a empleados públicos y el Parque Industrial atrajo a inmigrantes. Más tarde, el arribo de dos centenares de presos políticos al penal de Rawson, calificados como de “máxima seguridad”, quebró la cotidianidad de la región. Junto a los sindicalistas, estudiantes y miembros de las organizaciones armadas detenidos, llegaban familiares y abogados; en tanto los trelewenses más inquietos se plegaban a la Comisión de Solidaridad y se convertían en apoderados de los detenidos.

Isidoro Pichilef tiene 61 años y se radicó desde muy joven en Trelew luego de dejar atrás su pueblo, Barril Neyeo, en Río Negro. En 1971, cuando militaba en una unidad básica, le propusieron ser apoderado de Gregorio Flores, entonces dirigente sindical de la rebelde Sitrac-Sitram de Córdoba.

“Cuando lo visitaba en la capilla de la cárcel de Rawson lo conocí a Agustín Tosco, en momentos en que se deban largas discusiones sobre los temas nacionales, tanto en el penal como afuera. Porque hasta ese momento Trelew era una ciudad callada, una ciudad quieta”, rememora Pichilef, uno de los detenidos en la redada del 11 de octubre de 1972, detrás de la taza de café en la confitería del aeropuerto de Puerto Madryn .

Luego de los fusilamientos de agosto, el caserío se cubrió de un silencio turbio, pesado: nadie creyó la versión de un nuevo intento de fuga. Los militantes políticos empezaron a transitar por las calles con disimulo, acechados por los móviles del Ejército, Gendarmería y Policía Federal que invadían los accesos y los caminos de ripio. Trelew se había convertido en una ciudad sitiada.

“Un triste amanecer tuvo la zona el miércoles pasado cuando la población de Trelew, Rawson y Puerto Madryn pudo observar y en muchos casos sufrir en carne propia un operativo ordenado por el Comando del Quinto Cuerpo de Ejército, con sede en Bahía Blanca, que realizó allanamientos, detuvo ciudadanos y ciudadanas de la zona y paralizó prácticamente la actividad de la región, produciendo alarma y temor en el pueblo que no acertaba a explicarse las razones por lo ocurrido”, expresaba el diario El Chubut en la edición del 13 de octubre de 1972.

Un comunicado militar argumentaba que el operativo se había ejecutado para “garantizar el orden y la seguridad pública perturbada por el accionar de elementos vinculados con actividades subversivas”. Por más que dieron vuelta armarios, roperos y bibliotecas en la búsqueda de algún arma no se toparon con nada que oliera a pólvora. Como prueba del “delito”, a Encarnación Díaz, –profesora de literatura y actriz– le confiscaron el libro En la colonia penitenciaria, de Franz Kafka, un “autor oscuro”, según lo calificó el jefe del operativo.

Virginia tenía cuatro años cuando el grupo militar asaltó la vivienda y se llevaron a su padre, Orlando Echeverría –un militante del MID que por esos días estaba emigrando hacia el trotskismo– y a su madre, Silvia García. “A mí y a mi hermano nos dejaron solos en la cama de mis padres y nos dijeron que ya iba a llegar mi abuela. No me voy a olvidar jamás del silencio que invadió la casa cuando nos quedamos quietos en esa cama enorme.

El silencio era total”, recuerda. Orlando fue a parar a Villa Devoto, y quien era su mujer fue liberada luego de discutir largo rato con los militares que la apresaron. Esa mañana, la redada alcanzó a más de 100 viviendas y en medio de los accesos y rutas cortados, el operativo rastrillo liderado por el Ejército se alzó con dieciséis ciudadanos, abogados, médicos, periodistas, escribanos, artistas, docentes, obreros y psicólogos.

La mayoría eran apoderados de detenidos políticos alojados en el penal de Rawson y participaban en el Comité de Solidaridad, aunque también había militantes de la UCR, la Juventud Peronista, Socialismo Popular y otras organizaciones.

Junto a Encarnación fue detenido su esposo ya fallecido, Beltrán Mulhall, un militante radical que en 1983 fue designado juez federal de Rawson. En arrestos similares, en aquel octubre de 1972, a Echeverría le incautaron Política y petróleo, de Arturo Frondizi; a Manfredo Lendzian le llevaron una cámara fotográfica que guardaba como antigüedad en medio de una pila de volantes que alcanzó a esconder.

A medida que se iban produciendo los allanamientos, los
detenidos eran trasladados a un campamento militar improvisado que se había montado en terrenos linderos al histórico aeropuerto local –el mismo escenario adonde se produjo la rendición de los guerrilleros y en el que hoy funciona la Casa de la Memoria–, que ese día había sido clausurado.

“Por cada fusilado, un secuestrado”, pensaban a media tarde los dieciséis cuando eran trasladados a media tarde en el avión Hércules rumbo a El Palomar. Además de los nombrados viajaban esposados: el militante justicialista Horacio Mallo, el periodista Luis Montalto, la militante peronista y pediatra Celia Negrín, el gremialista y dirigente de la JP de Rawson Gustavo Peralta, el escribano radical Manuel del Villar, el militante comunista y maestro Elvio Ángel Bel, el albañil Isidoro Pichilef, el militante socialista popular Sergio Maida, los peronistas Sergio Soto y Horacio Correa, además del comerciante de Puerto Pirámides Alberto Barceló.

En realidad, los detenidos fueron diecisiete si se advierte que el 18 de agosto ya había sido derivado a Villa Devoto el defensor de presos políticos Mario Abel Amaya, quien el 15 de agosto había mediado durante la toma del aeropuerto por parte de los guerrilleros.

“El Petiso”, como muchos lo llamaban, fue el último del grupo en ser liberado. En la detención masiva de octubre, la reacción popular fue inmediata y la gente empezó a ganar las calles, primero confundida, buscando información sobre los familiares y amigos detenidos; después irrumpió la bronca y, casi espontáneamente, fueron confluyendo en el teatro Español, ubicado frente a la plaza, un espacio que se denominó La Casa del Pueblo.

Las convocatorias iniciales llegaron de parte de los partidos políticos, pero luego la gente tomó la movilización en sus propias manos. “Los dirigentes vinieron por los pasillos del centro del teatro, pero como los silbaron, se tuvieron que ir por los laterales”, apunta Héctor “Pocho” Gutiérrez, un farmacéutico que estaba en la lista de los allanamientos. Habitualmente, en su casa recalaban los familiares de los presos políticos, aunque por casualidad zafó de la redada.

De todas formas, su participación en la movida cultural que tenía su máxima expresión en el grupo de teatro independiente El Grillo –junto a Mulhall, Encarnación y otros– lo ubicó en un lugar de animador de la asamblea, el lugar de encuentro de casi toda la ciudad durante más de dos semanas. “Se trataba de que te sacaran la mano del culo y el pueblo dijo basta a la falta de libertad”, dice.

También se rememora el protagonismo de Santiago “Chiche” López y su esposa, quienes lideraron la organización de la asamblea. Durante esos días, el teatro se convirtió en escenario de la revuelta pacífica y en el centro desde donde se convocó a una huelga general para el viernes 13 de octubre, desautorizada por la dirigencia de la CGT regional.

La paralización y cierre de comercios fue tal que “ni los kioscos vendían cigarrillos” y en una de las principales movilizaciones, desde los barrios altos bajaron a la plaza unas 6.000 personas, casi la cuarta parte de la ciudad, como lo señalara después Elisa Martínez, otra de las apresadas, quien era militante del justicialismo y apoderada del montonero Mariano Pujadas, uno de los fusilados el 22 de agosto. La ciudad hervía, los teléfonos no dejaban de sonar y nadie se quedó en su casa hasta que no retornó el último encarcelado.

“Es categórico. Gracias a la movilización del pueblo de Trelew salimos libres y eso no tiene hoy una pizca de discusión”, dice Echeverría 36 años después. Hay una prueba de eso: la presión ininterrumpida obligó al gobernador, el contralmirante Jorge Alfredo Costa, a viajar en forma inmediata a Buenos Aires, donde permaneció hasta que la primera camada de presos fue liberada, cuatro días después.

*Periodista argentina

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