Incógnitas de octubre

Daniel Vilá

La esperada y contundente victoria de Cristina Fernández en las recientes elecciones presidenciales ha promovido análisis, en general coincidentes, acerca de quiénes fueron los otros ganadores y también los perdedores de la jornada comicial. Sin embargo, estas evaluaciones cuasi deportivas no alcanzan a explicar el fenómeno en toda su complejidad, una tarea pendiente a la que deberían abocarse quienes pretenden comprender la realidad para transformarla.

Uno de los datos incuestionables que arrojó la compulsa es la confirmación del grado de fragmentación de las principales expresiones políticas nacionales, lo que implica su virtual desaparición desde el punto de vista de los principios que les dieron origen. Pero además, el reagrupamiento que se produjo después de la crisis de diciembre de 2001 generó la articulación de visiones contradictorias en el seno de las propias coaliciones, una circunstancia que se evidenció en la multiplicidad de opciones que se disputaban las siglas hegemónicas en cada distrito. De esta manera, los conglomerados heterogéneos que suplantaron a los partidos históricos se convirtieron en verdaderas “colectoras”, una palabra que acaba de incorporarse con singular vigor al léxico político.

Tal vez este desvanecerse de las identidades partidarias explique los corrimientos operados en el espectro. Por ejemplo, el Ari que nació como una expresión del centroizquierda liberal, mutó en una Coalición Cívica que integró a notorios referentes de la derecha y, si se observan con atención las cifras de la ciudad de Buenos Aires, obtuvo entre el 40 y el 48% en Retiro, Recoleta y Belgrano, es decir, se quedó con el electorado de Mauricio Macri, que antes aún de haber asumido la Jefatura de Gobierno apenas logró retener para sus candidatos legislativos el sufragio de uno de cada tres de los que lo eligieron hace pocos meses.

Este rechazo de los sectores medios y altos a las políticas del oficialismo se repitió en otras grandes ciudades como Córdoba, Rosario y Mar del Plata y se expresó a través de distintas opciones, según las particularidades locales. Tal constatación parecería desmentir al Jefe de Gabinete, Alberto Fernández, para quien “la Capital vota como una isla”.

Otro elemento digno de ser considerado es la composición social del voto de Cristina Fernández. Según algunas encuestas, provino fundamentalmente del segmento más desfavorecido de la sociedad, de la franja etaria ubicada entre los 18 y los 34 años y de los habitantes de pequeños pueblos y ciudades. La alianza entre los más pobres y los más ricos, característica esencial del período menemista, ha pasado a la historia, un ingrediente que no carece de importancia.

Tampoco es posible obviar que el 28 de octubre se registró el nivel más alto de ausentismo en elecciones presidenciales desde la recuperación de la democracia –alrededor del 28%– y que la mayoría de quienes se abstuvieron de participar fueron justamente los jóvenes y los pobres. Sin embargo, como señala el sociólogo Daniel Campione en uno de sus trabajos: “Con el punto de partida de la fuerte revalorización de la democracia producida a raíz de la última experiencia dictatorial y los daños que ésta acarreó, la opinión favorable a la continuidad del régimen democrático no se ha debilitado decisivamente. La diferencia fundamental con lo que ocurría en las etapas anteriores, es que la quita de consenso al régimen político no adquiere las formas de una demanda de ‘orden’ y de cierre autoritario de la situación crítica, sino en un repudio a la desigualdad y la injusticia que tiende a buscar, aun a tientas, soluciones basadas en la mayor movilización e injerencia popular en la toma de decisiones (…) En esas circunstancias, el juego democrático suma crecientes niveles de apatía, que no son producto de cierta adhesión pasivamente satisfecha a un sistema en el que no se desea participar, como puede ocurrir en países capitalistas más desarrollados, sino que reflejan la autoexclusión respecto de un orden político con el que buena parte de la ciudadanía experimenta una pérdida de identificación. En los hechos hay una caducidad de la ciudadanía social y económica que se proyecta hacia la privación de la ciudadanía política”.
En defensa propia

En efecto, resulta evidente que los partidos de derecha que basaron su prédica en la seguridad y el “manodurismo” cosecharon un fuerte rechazo. Jorge Sobisch, el postulante presidencial de Provincias Unidas que gastó una fortuna en la campaña, obtuvo un tercer puesto en su propia provincia, Neuquén, y apenas superó el 1,5% de los votos. Su candidato a gobernador de Buenos Aires, Juan Carlos Blumberg, que aparecía en las principales encuestas con una adhesión de entre el 10 y el 15% del padrón, apenas reunió la décima parte y ni siquiera pudo acceder a la banca de diputado que pretendía. También se derrumbó Luis Patti quien había recurrido a una frase de inocultable contenido policial para promocionar su candidatura: “Vote en defensa propia”. Solo logró retener la intendencia de Escobar y su votación no llegó al 1,9%.

En cuanto a Ricardo López Murphy, que también se quedó afuera del Parlamento, su derrota era previsible. Bastaba con observar su rostro tenso y preocupado pocos días antes del comicio y con prestarle atención a las incontables maniobras de Macri, su errático aliado, para salvarse del derrumbe. Empero, el 1,45% recogido está demasiado lejos del 14% que festejó en 2003, cuando todavía era “la gran esperanza blanca”.

En el centroizquierda, lo más destacable fue el 10% que “Diálogo por Buenos Aires” le aportó a la candidatura de Cristina en la Capital Federal –además logró ubicar a Miguel Bonasso en la Cámara de Diputados– y la discreta elección de Fernando Pino Solanas, que con una estructura prácticamente inexistente superó a nivel nacional a Sobisch y López Murphy, y logró un escaño para Claudio Lozano. En tanto, como sucede desde hace años, la atomización repercutió fuertemente en los resultados de la izquierda.

Lo cierto es que el oficialismo consiguió quedarse con las ocho gobernaciones en disputa, tendrá un holgado quórum propio en Diputados y le faltan solo tres senadores para controlar los dos tercios del cuerpo, lo cual le permitiría dar curso favorable a las leyes que considere necesarias. El radicalismo, en cambio, ha sufrido un duro golpe al perder siete legisladores en la cámara baja y tres en el Senado y haber sido desplazado, por primera vez desde 1946, como principal fuerza opositora por la Coalición Cívica, que ganó 18 diputados y 4 senadores más. No obstante, la actual volatilidad política –fruto de la ya apuntada heterogeneidad– puede introducir modificaciones importantes en la composición de los bloques.

También importa saber si el presidente Néstor Kirchner dedicará su tiempo después del 10 de diciembre a conformar una fuerza propia con cierto grado de homogeneidad u optará por hacerse del timón del Partido Justicialista para convertirlo en eje de la Concertación Plural.

Pero existen, además, cuestiones menores cuya resolución puede tener alguna influencia en el futuro político. Por ejemplo, la batalla que habrá de librarse por la conducción de un radicalismo destruido que ha hecho la peor elección de toda su historia en la provincia de Buenos Aires, a pesar de que su fórmula estaba encabezada por Ricardo Alfonsín, el hijo de quien en un pasado que hoy parece lejano lograra el milagro de resucitar al anciano partido. El vicepresidente electo y líder de los “radicales K”, Julio Cobos –averiado por la derrota de su delfín en los comicios mendocinos– y Margarita Stolbizer, que triplicó la votación de Alfonsín como candidata de la Coalición Cívica, procurarán hacer leña del árbol caído y desplazar a una dirigencia experta en fracasos electorales.

Por fin, una de las incógnitas más importantes a resolver en esta etapa que se inicia es el futuro papel del Parlamento, considerando que los decretos de necesidad y urgencia oficiales prevalecieron por sobre la discusión de las leyes y que existe un debate latente sobre la necesidad o no de atenuar el sistema presidencialista y pasar gradualmente a uno parlamentario. Quienes se oponen a esta alternativa sostienen que la fragmentación imperante y la permanente constitución de monobloques darían lugar a una suerte de “asambleísmo disfuncional”. Curiosamente, en 2003, uno de los dirigentes políticos más importantes había sostenido en el libro Después del derrumbe. Teoría y práctica de la Argentina que viene: “A primera vista parecería que el parlamentarismo presenta una mejor opción que el presidencialismo”. Se basaba en que este último “no permite el cambio ante situaciones de crisis”. Era Néstor Kirchner y poco le faltaba para asumir la Presidencia de la Nación.

Fuente: [color=336600]Accion Digital[/color]

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