Hacia la justicia digital

Sally Burch


La rapidez de penetración y el alcance ubicuo de las tecnologías digitales en la sociedad no tienen precedentes. Las numerosas y variadas aplicaciones, muchas de gran utilidad o encanto, en pocos años se han tornado casi imprescindibles, a veces incluso adictivas, lo que hace que su uso se generalice, acríticamente.

Ello fue posible en buena parte debido al modelo de negocios que se impuso en internet, hacia inicios de este siglo, basado en la apropiación de datos y su monetización, que motivó enormes inversiones en el sector, con el potencial de ganancias colosales. Si bien contribuyó a masificar el acceso, fue a costa de someter a la población usuaria a una creciente dependencia frente a los grandes monopolios digitales, muchas veces hasta de su vida más íntima. Hoy, la gran mayoría de interacciones que se efectúan con soporte digital pasa por las plataformas controladas por uno u otro de estos monopolios, cuyos nombres ya son palabras de uso diario: Google, Facebook, Amazon…

Aprovechándose de la ausencia de regulaciones y la inacción de cuerpos legislativos y autoridades, estas empresas han podido explotar sin restricción un insumo prácticamente gratuito e ilimitado: los datos que se generan digitalmente. Con ellos, mediante algoritmos (programas que analizan y ordenan), elaboran perfiles de los usuarios que los venden principalmente a anunciantes. Dirigir la publicidad de acuerdo al perfil de cada usuario les da ventaja frente a los medios clásicos, con lo cual han logrado dominar el mercado publicitario. Un reciente estudio estima que en 2018, solo en publicidad en fuentes noticiosas, Google habría facturado US$ 4,7 mil millones, equivalente al 81% del ingreso publicitario de la industria mediática de EEUU en el mismo año.

Los datos son también el insumo para una infinidad de nuevas aplicaciones de la inteligencia artificial (o sea, algoritmos con capacidad de aprendizaje y análisis predictivo1), utilizadas para fines de vigilancia y seguridad, para funciones de gobernabilidad (como la tributación o el ordenamiento del tráfico), para transformar procesos productivos (automatización, robotización, control de productividad de cada trabajador); para el comercio y servicios (como Amazon, Uber); para campañas político-electorales, diagnósticos de salud, nuevas armas letales y un largo etcétera. Entretanto, la tecnología digital se está integrando con otras áreas de transformación tecnológica, como la genética o la ingeniería climática, y contribuye a acelerar su desarrollo.

En muchos casos se trata de usos con evidentes beneficios para los usuarios y la sociedad, de allí su amplia aceptación. No obstante, también estamos viendo que cada vez salen nuevas evidencias de usos turbios, poco transparentes, manipuladores; casos de abuso masivo de la intimidad, de información falsa que se viraliza, frente a los cuales la población queda desprotegida. Pero, más allá de lo benéfico o nocivo de los usos, un problema de fondo es cómo el actual desarrollo tecnológico permite a la empresa privada extender sus tentáculos hacia áreas que previamente eran públicas o de bienes comunes, lo que, particularmente en el caso de las megacorporaciones digitales, está desencadenando un proceso de monopolización de escala inédita.

Pero todo ello es poco en comparación con lo que viene. Hay una carrera en curso para digitalizar cada vez más áreas de la economía y la sociedad, introducir la internet de los objetos (IO), la conectividad 5G (base tecnológica para la IO) y afinar la inteligencia artificial que abarca cada vez más áreas. Quien domine la economía digital dominará en gran parte la economía. Lo grave es que, sin las debidas medidas de regulación y control de estas corporaciones, estamos en camino hacia sociedades bajo constante vigilancia en todos los ámbitos, públicos y privados, facilitada por un sinfín de cámaras, micrófonos, sensores, antenas y demás dispositivos inteligentes, intercomunicados entre sí y con los dueños de la tecnología, mediante algoritmos opacos. Si se sigue por este camino, la propia democracia peligra.

En este contexto se ubica la pugna, principalmente entre EEUU y China, para tener el dominio en tecnología digital, ya que quien prevalezca fijará los estándares y ganará ventaja en el mercado. Por un lado, tanto China como Rusia han optado por crear su propia internet interna (basada en un modelo similar al de Silicon Valley), en gran parte para bloquear los peligros de la vigilancia y la intromisión estadounidense o una eventual ciberguerra, aunque también para sus propios fines de vigilancia. Por otro, China, en particular, está invirtiendo fuertemente en comercio electrónico e inteligencia artificial y la nueva tecnología 5G, con la cual ha salido a conquistar mercados mundiales. La actual guerra comercial y de aranceles entre EEUU y China tiene como trasfondo la superioridad china en tecnología 5G, lo que explica la respuesta estadounidense de intentar bloquear el avance de la empresa Huawei.

Visiones en disputa

Esta evolución no era ni es inevitable. Internet siempre ha tenido, y aun tiene, un lado de iniciativa e innovación ciudadana, que genera espacios de libertad, de horizontalidad, de tecnología distribuida y no centralizada. Con mayor inversión pública y regulaciones orientadas a defender el interés público, con mayor control ciudadano, la disputa entre esta visión ciudadana y la visión empresarial podría lograr un mayor equilibrio. Pero es cierto que, en la fase actual de predominio del capitalismo neoliberal y del poder financiero, ello es poco probable.

Ahora, con retraso, varios gobiernos y legislaturas se están dando cuenta del monstruo que se ha creado y tratan de ponerle freno. No será fácil, dado el enorme poder de las corporaciones digitales, y es fundamental que haya una activa y amplia participación ciudadana en la concepción y desarrollo de las soluciones; caso contrario, éstas podrían terminar siendo peor que el problema que apuntan a resolver. La nueva regulación europea sobre protección de datos es un paso interesante en este sentido, y es notable que la mayoría de países latinoamericanos está siguiendo este modelo para su propia legislación en la materia (aunque sea para poder comerciar con Europa). El Marco Civil de Internet que Brasil adoptó en 2014, con aportes de la ciudadanía, también es considerado paradigmático en cuanto a los derechos en Internet.

Ante este panorama, es urgente identificar los desafíos que se plantean para la justicia social en las sociedades hiper-digitalizadas, máxime ahora cuando el modelo corporativo es predominante. Sus implicaciones abarcan todos los ámbitos, como el empleo, el agro, la salud, la educación, la ciencia, los medios de comunicación, la vida democrática, entre otros. Esta agenda requiere ser intersectorial y con participación de los diversos actores involucrados.

Sally Burch, periodista británica-ecuatoriana, es directora ejecutiva de ALAI.

* Artículo introductorio de la revista sobre “Justicia social en un mundo digitalizado” (América Latina en Movimiento, No 542, ALAI, junio 2019), edición cuyos artículos recogen y desarrollan elementos que fueron expuestos e intercambiados en el Taller “Equidad y justicia social en un mundo digital: Un diálogo intersectorial por una agenda de justicia digital” (Bangkok, 25-27 de marzo 2019), convocado por la Coalición Just Net, Nuestro Mundo no está en Venta (OWINFS) y Focus on the Global South.

* El análisis predictivo emplea datos históricos para predecir eventos futuros; un método con obvias limitaciones y el riesgo de reforzar los sesgos ya presentes en la sociedad.

 

Nodal - 15 de julio de 2019

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