Hace falta una reforma tributaria

José Nun
Es recién cuando baja la marea que uno puede darse cuenta si hay quienes se están bañando desnudos. En el plano de la política, suele ser casi siempre demasiado tarde. Es lo que está ocurriendo en la mayoría de los países desarrollados, donde la globalización, una desregulación implacable de los mercados y el ascenso del capital financiero fueron dejando sin ropas a las instituciones encargadas de velar por la justicia social. Por eso se desencadena ahora la indignación de la ciudadanía, cuando estalla la crisis y las aguas se retiran. No sólo se vuelven evidentes brechas de desigualdad de un tamaño que pocos imaginaron posible sino que los dueños del poder pretenden que sean las víctimas y no los victimarios quienes paguen los costos del saqueo.

Afortunadamente, no es ésta la situación de la Argentina. Pero, por eso mismo, conviene no esperar a que baje la marea para bucear a fondo en los problemas pendientes. Durante su gobierno, Néstor Kirchner logró reducir la diferencia de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población de 44 veces a 28. Fue una hazaña histórica que luego no pudo mantenerse al mismo ritmo, sobre todo porque se desaceleró la creación de empleos.

Actualmente, esa diferencia oscila entre 20 y 24. En todo caso, es muy alta, y más aún cuando se la compara con la de 1974: unas 8 veces. Por otra parte, la pobreza declinó con fuerza entre 2003 y 2006, pero luego se redujo moderadamente, a pesar de la Asignación Universal por Hijo. Las mediciones para este año varían desde un mínimo del 21/23% (Artemio López; Eduardo Basualdo) hasta un máximo del 28/30% (Ecolatina; UCA). Y ello transcurrida la década de mayor crecimiento económico de nuestra historia.

O sea que se vuelve urgente y necesario que el Estado avance en la redistribución del ingreso, en especial a través del gasto público. Y éste se financia hoy, centralmente, por medio de los impuestos. (Las otras dos fuentes son el endeudamiento, que tanto entusiasma a los gurúes de la City, y las eventuales ganancias de las empresas públicas que todavía nos quedan.) El problema es que asistimos desde hace un par de décadas a un fenómeno notable del que no se habla: la propia recaudación impositiva aumenta la desigualdad debido a las características de nuestra estructura tributaria. Sucede que una de las originalidades argentinas consiste en haber pasado de la estructura progresiva instalada en los años 40 (paga más el que más tiene) a la estructura regresiva que montó la última dictadura militar (paga menos el que más tiene) y que todavía sigue en pie, compensada coyunturalmente por las retenciones al agro.

Valgan sólo un par de ilustraciones del fenómeno. La primera concierne al impuesto a las ganancias, uno de los tributos que se consideran progresivos por excelencia. La mayor parte de lo que se percibe por este concepto es abonada por las sociedades comerciales y no por las personas físicas. Aunque el lector no tenga por qué saberlo, se trata de una diferencia crucial, al punto de que expertos como Gómez Sabaini o Cetrángolo opinan que, en estas condiciones, el impuesto tiende a ser regresivo y no progresivo.

¿Por qué? Porque dado el alto grado de concentración económica que existe en nuestro país, abundan las ramas dominadas por muy pocas empresas, que actúan como formadoras de precios. De resultas de ello, toda vez que pueden les trasladan el tributo a sus compradores a través del precio que les fijan a los bienes y servicios que proveen. Esto es que lo terminan pagando los consumidores finales, como usted o como yo.

Por eso, el impuesto a las ganancias de las personas físicas es de lejos el componente que más importa desde el punto de vista de la progresividad. Sólo que en nuestro país este componente ronda apenas el 30% del total. Compárese esta cifra con el promedio del 72% que recogen por idéntico concepto las naciones desarrolladas. Más todavía: incluso el promedio latinoamericano (40%) es superior al nuestro; en Brasil y Chile, alrededor de 2/3 de la recaudación por ganancias proceden de las personas físicas.

Desde un punto de vista redistributivo, el problema es doble. En primer lugar, en lo que hace al volumen global de los aportes por ganancias (sociedades y personas físicas) medido como porcentaje del PBI, la media de los países avanzados es tres veces superior a la nuestra, aunque ésta haya aumentado en los últimos años al 4,7%. Y, a la vez, la propia composición del tributo restringe considerablemente sus alcances progresivos. A lo cual se suma el problema de la evasión, que, pese a los empeños de la AFIP, se estima en mucho más del 50%.

Ocurre que quienes no pueden escapar al impuesto son los trabajadores en blanco, pues se les deduce de su salario. Y éste es el meollo de la cuestión: un 80% de lo recaudado por ganancias personales proviene de los salarios y sólo el 20% restante corresponde a otras fuentes. ¿Cuál es la causa de esta disparidad? Las numerosas exenciones que benefician a las rentas del capital que poseen los individuos, tales como las que se generan por la compraventa de acciones, por los dividendos, por las transacciones financieras, por los intereses de los títulos públicos, etc. Son desgravaciones que han sido eliminadas en Brasil, Chile, Uruguay, Colombia, México y Paraguay y que no rigen en casi ningún país desarrollado. Se entiende que los sindicatos reclamen que se eleve el mínimo no imponible que pagan los trabajadores en un contexto inflacionario como el actual. Lo sorprendente es que no digan una palabra acerca del modo mismo en el cual opera el impuesto entre nosotros.

Un segundo ejemplo lo brindan los tributos sobre el patrimonio, es decir los impuestos sobre los bienes personales y sobre las transferencias inmobiliarias. Hoy en día, el primero alcanza apenas el 0,5/0,6% del PBI y está muy lejos de ser comparable con los valores de los países desarrollados, que perciben por este concepto entre un 8 y un 12% del PBI, o sea entre 15 y 20 veces más. (Es llamativo, por ejemplo, que apenas 4500 contribuyentes declaren ser dueños de propiedades en el exterior.) En cuanto al impuesto inmobiliario que recaudan las provincias, su magnitud fue descendiendo desde la crisis de 2001 y todavía es inferior al 0,5% del PBI.

La última ilustración que elijo es el IVA, un gravamen indirecto y regresivo cuya alícuota general asciende al 21%. En 2007, su aporte llegó a un nivel cercano al 8% del PBI y desde entonces ha continuado creciendo. A esto se suman los impuestos a las ventas que cobran las provincias y que equivalen a alrededor de un 3% del PBI. De esta forma, el total de los gravámenes al consumo más que duplica lo que se recauda por ganancias y por impuestos patrimoniales y sitúa a la Argentina por encima del promedio tanto de América latina como de los países de la OCDE.

Resulta evidente que, cuando les han faltado recursos, los gobiernos apelaron aquí a este tipo de impuesto regresivo, que afecta sobre todo a los sectores de menores ingresos, dado que, proporcionalmente, el consumo tiene un peso mucho más alto en su presupuesto que en el de los sectores acomodados. Por añadidura, también en este caso la evasión es elevadísima y bastante difícil de combatir. Se calcula que si descendiera a los niveles que alcanza en Chile y en varios países europeos, la tasa general del 21% podría rebajarse entre 6 y 8 puntos.

Las expuestas son sólo algunas de las razones por las cuales las nuevas autoridades deberían darle un lugar prioritario en su agenda a una sustancial reforma tributaria, abriendo un gran debate público sobre el tema. Confío en que lo hagan mientras la marea sigue estando alta. Más aun que los empresarios genuinamente comprometidos con el desarrollo del país no tienen por qué preocuparse. Las evidencias científicas son irrefutables. Mal que les pese a los popes del neoliberalismo local, cuando sube el ingreso de los más pobres y hay una mayor igualdad, el desarrollo se incrementa (Persson, Tabellini, Alesina, Rodrik, Stiglitz, etc.). A la vez, y en línea con lo que he sostenido, un exhaustivo estudio de Harold Wilensky sobre las naciones avanzadas concluye que esa mayor igualdad es claramente función de la estructura de los impuestos y del gasto público, mucho más que de sus niveles.

La Nación - 20 de diciembre de 2011

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