Castillos de arena

Daniel Ares
Después del agua, el recurso no renovable más consumido en el mundo es la arena. Su extracción indiscriminada borró varias islas de Indonesia. Cada día hay menos playas en el Caribe, y en la India supone una amenaza mayor que la contaminación. Antes que el agua, se acabarán las playas. Porque los mares suben y se las llevan, y porque el hombre las convierte en ciudades. Después del agua, el recurso natural no renovable que más se consume es la arena. Para hacer detergente, celulares, rimel, ruedas, autos, aviones y edificios y muchas otras cosas que hoy son la vida. Si todo sigue así, para fines de este siglo habitaremos un mundo sin playas. Entonces las olas vendrán por nosotros. Por todas esas ciudades que un día fueron sus playas. Según un informe de la Union of Geological Sciences, el tráfico mundial de arena ronda los 18.000 millones de toneladas por año. Una cifra inconcebible para la imaginación humana. Pero si se tiene en cuenta que el mundo consume anualmente 3.400 millones de toneladas de petróleo, la cifra se entiende mejor. La cifra y el desastre.

El último Informe Mundial sobre el Estado de las Playas, elaborado cada año por la ONG Fudena (Fundación de Defensa de la Naturaleza), y publicado en julio de 2013, avisa que ya un 25% de las playas del mundo muestran los primeros efectos de la extracción masiva de arena. Y que entre el 75 y 90% de las costas, está siendo expoliado. Y hay una certeza: cada día será peor.

Todo tipo de industria utiliza arena: la química, la de los cosméticos y hasta la alimentaria. Pero ninguna tanto como la industria de la construcción. Mucho más desde el sospechoso boom inmobiliario desatado a principios de siglo; y mucho más allá de la crisis global de 2008: nada calma su sed de arenas.

En China hay hoy 65 millones de apartamentos nuevos, casi todos permanecen vacíos, pero la industria de la construcción no se detiene. El país consume ya la cuarta parte de la arena dragada en el mundo.

En Bombay, capital financiera de la India, más del 50% de los departamentos construidos desde 2000 está desocupado. Sin embargo, el consumo de arena es tal, que su tráfico rinde tanto como el de las drogas.

Pero acaso el mejor anticipo de la tragedia que nos espera sea Indonesia. La extracción de arena borró ya de sus mapas 24 islas. Muchas de ellas terminó de llevárselas el tsunami de 2004, pero ya todas estaban condenadas a causa del dragado submarino de sus costas. Veinticuatro islas.

Singapur, ese pequeño y singular Estado del sudeste asiático, creció desde 1960 un 20% de su tamaño original. Algo así como dos veces la ciudad de Manhattan. Vale aclarar que “creció”, en este caso, quiere decir que amplió su territorio, que se expandió sobre el mar. Allí, dicen, están las 24 islas que ahora le faltan a Indonesia.

Pero la guerra no es contra Singapur. La mitad de la población mundial, y tres cuartas partes de sus grandes ciudades, viven hoy sobre sus litorales; y se calcula que para 2025 serán ya las tres cuartas partes de la humanidad las que se aprieten contra las costas. Así, las playas son empujadas contra el mar, y el mar se las lleva, mientras dragamos sin parar lo poco que nos deja.

Si todo sigue así, en breve, esas fotos tan familiares y veraniegas de bañistas sonriendo en cualquier playa cobrarán la importancia de una pintura rupestre.

De arena somos. Héroe anónimo de la vida moderna, ya no sabemos vivir sin arena. Nos rodea, nos envuelve, y nos sostiene. Con arena se hace el vidrio de cada envase, de cada ventana; de ella se extrae el óxido de silicio presente en todos los vinos, en todos los detergentes, en el papel y en los alimentos deshidratados, en el dentífrico nuestro de cada día, y en cualquier cosmético.

La arena, además, trae silicio, titanio, uranio. Ningún chip sería posible sin ella. El mundo digital no sería posible. No existirían los celulares, las computadoras, los cajeros electrónicos, las tarjetas de crédito. Tampoco los motores a reacción, ni la pintura de los aviones, ni los propios aviones, cuyas aleaciones ligeras, y hasta sus ruedas, están hechas con arena. Todas las pinturas del mundo, precisan de arena para ser. Y las casas. Todas las ciudades.

Una vivienda de tamaño medio precisa de 200 toneladas de arena. Un hospital, por caso, requiere 3.000 toneladas. Cada kilómetro de autopista, 30.000. Una central nuclear insume alrededor de 12 millones de toneladas de arenas.

Hace ya más de 150 años que el hombre descubrió las bondades de la arena para lograr el hormigón armado. Desde entonces no paró de usarla, y el inmenso paisaje urbano que hoy se levanta por todo el mundo está hecho con arena.

Alguna vez existieron depósitos de grava y arena sobre la faz de la tierra. Pero todos esos yacimientos de superficie ya fueron arrasados, y ahora sólo queda el suelo submarino, cuando no sus playas.

Existen otros materiales y variados recursos para construir sin arena. Pero ninguno tan barato. La arena es gratis. Está ahí. A mano. Nada más hay que ir y tomarla. Dragarla.

Una draga es un buque cisterna con un brazo de succión. La draga correcta, en el lugar correcto, puede extraer hasta 400 mil metros cúbicos de arena en un solo día. El precio de una embarcación de éstas oscila entre los 25 y los 200 millones de dólares. Pero la arena es gratis. Mientras haya, hay que aprovechar, piensan y dragan.

Pero dragar es matar. Ese suelo submarino que la draga arranca de su fondo está cubierto por una fina capa de arena que supone a su vez la base vital de un ecosistema con su flora y su fauna, que así también son arrasadas, aplastadas y/o muertas.

Y si por encima de la superficie todavía queda alguna playa a mano, el mar irá por ella, hasta recuperar lo que le robaron. Aunque conforme las ciudades avanzan sobre las costas, el mar encuentra cada vez menos arenas. Y así, la que falta en las playas desaparece abajo también.

¿De qué serán, mañana, los vasos, el dentífrico, la tele?

Los paraísos perdidos. Como quien le pega en el piso a un malherido, el hombre suma así su mano brutal a los variados desastres ambientales ya anunciados, ya provocados y/o en marcha ya.

Es sabido que el calentamiento global aumenta el nivel de los mares. Y que de esta forma desaparecen atolones, islas, se desdibujan muchas costas. Antes de que termine este siglo Manhattan será la nueva Venecia, y Venecia no será más. Noticias viejas.
Pero a los desequilibrios ambientales que supimos conseguir, se agregan las obras más aplaudidas por la humanidad.

Las represas contienen y manipulan las aguas, sí, pero también retienen, y para siempre, las arenas que naturalmente deberían rodar con esas aguas. Así, esas arenas nunca llegan a los mares, y entonces ya no alimentan las playas que los contienen... y así el temible dominó ha comenzado.

En Estados Unidos, por estrambótico que suene, se construyó una represa por día desde la declaración de su independencia, el 4 de julio de 1776. Más de 80 mil formidables represas que, despacio pero seguro, paralizan las arenas hace ya bastante más de doscientos años.

Pero la guerra tampoco es contra los Estados Unidos. El mundo moderno sobrevive a base de represas, así como el hombre precisa de su sistema nervioso. En toda la Tierra existen ya más de 840 mil represas. El cálculo de las arenas retenidas por ellas revienta todas las cuentas.

En China, donde la demanda de energía crece a un ritmo temible, son tantas ya las represas construidas que para el año 2020 se estima que ninguno de sus ríos alcanzará más el mar.

Sin ir tan lejos, las playas de Cancún dejaron de existir allá por 2005, arrasadas por las olas del huracán Wilma, que incluso mordieron los cimientos de sus grandes hoteles. Los hoteles, claro, sobrevivieron, pero las playas no volvieron nunca. Por el contrario, desde entonces el mar no deja de crecer y crecer.

Sin embargo, en 2009, contra toda la realidad, empeñados en recuperar el gran negocio que fueron, las autoridades y los empresarios locales decidieron fabricar una nueva playa de 11 kilómetros de largo, aunque para eso tuvieran que dragar incontables millones de metros cúbicos del Mar Caribe. Y allá fueron.

Aquella nueva playa no duró demasiado. Otros temporales y más huracanes se la fueron llevando, pero eso sí: como el mar siempre vuelve por lo suyo, desde entonces por todo el Caribe cada vez más playas se están quedando sin arena.

“En Puerto Rico, las empresas de construcción se robaban arena de las dunas de Isabela, al norte –denuncia Ernesto Díaz, del Departamento de Recursos Naturales–, pero ahora se la llevan de la pequeña isla de Vieques, de apenas 135 kilómetros cuadrados, que se está quedando sin playas.”

En Jamaica ya se robaron una playa entera. En los cuatro años que fueron de 2008 a 2012, la playa de Coral Spring, que supo tener 400 metros de extensión, desapareció por completo. “Quinientos camiones cargados de arena llegaron a salir de allí en una sola semana”, recuerda Mark Shields, el comisionado para el Crimen de la isla, y responsable de investigar quién se robó la playa.

La extracción ilegal de arena en el Caribe inauguró sus orgías en la década del ’70. Primero fueron apenas los hombres y sus palas, nada más querían reforzar sus viviendas de madera y paja. Ya era robo, pero era nada. Entonces estalló en la región la industria del turismo, y la construcción de hoteles y resorts comenzó a comerse las mismas playas que sin embargo ofrecían. Según Smith Travel Research, se calcula que en los últimos cinco años fueron levantados en el Caribe más de 100 hoteles.

Y a 260 dólares el metro cúbico de arena, claro, el negocio promete crecer. Por lo menos hasta acabarse.

Según Gillian Cambers, investigadora de la Universidad de Puerto Rico, “dos tercios de la arena de las dunas de Tortola y Nevis han desaparecido; y en la isla de Carriacou, Granada, que tiene 34 kilómetros cuadrados y una población de 6.000 personas, se pierde casi un metro de playa por año debido a la extracción ilegal de arena. Pronto no estará más”.

Historias de terror así, hay muchas. En Barbuda, por ejemplo, los ladrones de arena cavaron un cráter de siete metros de profundidad, hasta pudrir un depósito de agua subterránea que ahora no sirve ni para regar.

Y cuando no es el hombre, es la naturaleza.

En la Baja California especialistas de todas las materias se preguntan dónde fue a parar la playa de Los Frailes, que desapareció la noche del domingo 1º de marzo de 2012, y no volvió más. En plena madrugada un estruendo de mar se tragó sus muchas toneladas de arena, y la playa completa ya no estaba allí por la mañana. Desde entonces, geólogos y oceanógrafos, vecinos y profetas, intentan explicar lo que todavía no terminan de entender. La playa no está más.

Ya en 1989, un informe del Pnuma (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente) advertía sobre los variados peligros de la extracción ilegal de áridos en el Caribe. “La erosión de los litorales y playas está considerada como un problema importante en las costas septentrionales de Puerto Rico y Jamaica, en la costa oriental de Trinidad y en los estados ribereños al Golfo de México de los Estados Unidos, como la Florida y Mississipi”. Veinticinco años después, Joseph Gilbert, ministro de Obras y Medio Ambiente de México, grita todavía: “Si seguimos perdiendo arena a este ritmo, pronto no habrá más playa, sólo mar y sol”. Lo obvio no quita lo dramático.

Ante la evidencia de la catástrofe, algunos gobiernos del Caribe consideran la posibilidad de importar arena para recuperar sus playas... ¿La traerán, acaso, de Cancún?…

Los carteles de la arena. Venderles arena a los árabes puede parecer un chiste rápido, pero sin embargo es uno de los mejores negocios de los últimos tiempos.

A principios de siglo, cuando el boom inmobiliario inflamaba los precios, el Emirato de Dubai decidió asombrar al resto del mundo con sus islas artificiales, porque entonces descubrió que más barato que comprar la tierra era inventarla. Crearla.

Así se lanzaron a su fantástico proyecto de Palm Island, el archipiélago con forma de palmera, cuyo costo alcanzó los doce mil millones de dólares, y cuya realización precisó de 150 millones de toneladas de arena que fueron dragados del suelo submarino de sus propias costas. El mundo se asombró.

Fastuosos y ya casi irreales, no satisfechos con semejante prodigio, decidieron ir más allá y crear, ya que estaban, un mundo. El mundo. Un archipiélago de trescientas islas con la forma del mapamundi. Esta vez se gastaron unos 14 mil millones de dólares, pero usaron casi 500 millones de toneladas de arena.

Para entonces los yacimientos submarinos de sus costas ya no tenían más que agua y rocas, y entonces descubrieron, como una maldición musulmana, que todo el desierto que los rodeaba tampoco les servía para nada. El viento había redondeado tanto esos granos, que ya era imposible amalgamarlos para fijarlos sobre el mar, porque el agua los removía. Irreductibles y ricos, empezaron a importarla, y así, de pronto, los árabes compraban arena.

Primero fue en Australia. Tres mil quinientas compañías australianas salieron a dragar el continente que son, y en menos de diez años arrasaron varios yacimientos submarinos y unas cuantas playas, y triplicaron sus ganancias por unos cinco mil millones de dólares. Pero Australia tampoco les bastó.

Desde entonces el segundo mayor vendedor de arena a los árabes es la India, donde el tráfico de áridos se ha convertido en un negocio tan grande que no sólo generó su correspondiente mafia, sino que, según la Bombay Natural History Society, hoy supone una amenaza ambiental aún mayor que la contaminación.

Dubi Goenka, portavoz de la organización hindú Conservation Action Trust, denunció ya en distintos medios y organismos: “La imparable demanda de arena, tanto para la industria local de la construcción, como para la exportación, ha generado una auténtica mafia. En la provincia de Kerala, hay cada vez más gente cuyo medio de vida es extraer la arena de los cauces de los ríos con sus palas y cubos. Dicha actividad es ilegal, pero la connivencia de ciertas autoridades corruptas, la favorece”.

A través del negocio de la arena, los traficantes controlan la industria de la construcción, y a partir de la industria de la construcción, la política.

En febrero de 2012, la Corte Suprema de la India condenó a una red de altos funcionarios gubernamentales que recibían sobornos de los traficantes de arena. Pero apunta Goenka. “Eso no es más que la punta del iceberg. Los mafiosos locales han descubierto que el contrabando de arena es un negocio tan rentable como la prostitución y la droga”.

La historia de la humanidad todavía no registra ningún caso de una guerra por la arena. Pero cada vez más ambientalistas, geopolíticos y observadores se preguntan hasta cuándo los indonesios, por ejemplo, dejarán que les roben sus playas y sus islas sin defenderlas a tiros.

La fiebre de la arena. Draga que te draga, paisajes hasta hace poco paradisíacos, ahora resultan más bien lunares. Marcianos.
En la isla estado de Cabo Verde, por caso, un día los grandes pesqueros multinacionales dejaron a sus pescadores sin peces, y entonces éstos tuvieron que pescar lo único que conseguían vender: arena.

Con sus palas y sus esposas, arrasaron primero las playas a la vista, y de a poco se metieron en el mar para sacarla de su suelo, y hoy ya están hundidos hasta el cuello.
En la actualidad, Cabo Verde importa arena, y fuera de las zonas turísticas y residenciales, sus playas son de piedra.

En las costas de Bretaña todavía no se acabaron los peces, ni los amenazan tampoco los grandes pesqueros; pero en cambio las grandes constructoras están terminando con la arena submarina de la zona, y cada vez hay menos. Menos arena, y por lo tanto menos peces.

España es el país de Europa que más arena se traga. Su industria de la construcción no se detiene, pese a que el 30% de las viviendas levantadas desde 1996 sigue de­socupado. Buena parte de esos edificios, no hace tanto, eran playas en las Canarias; que ahora deben recuperar sus costas con la arena que le compra ilegalmente a Marruecos, quien a su vez la extrae del Sahara Occidental contra todas las resoluciones de las Naciones Unidas. Cada año, Marruecos exporta a España unas 500 mil toneladas de arena ajena, y todos tan contentos.

La playa artificial de Las Teresitas, en Tenerife, por ejemplo, es pura arena saharaui. Son 250 mil toneladas extraídas del Sahara Occidental sin permiso de nadie.
Aun así, por mucho que roben, y según los expertos, antes de fin de siglo el 90% de las playas del sur canario habrán desaparecido.

Ni siquiera los Estados Unidos están a salvo de la callada catástrofe. Según un informe de la Geological Society of America, para rellenar las zonas turísticas de la Baja California, tanta arena sacaron de las playas del norte que ahora el mar se comió esas costas y ya roe sus casas. Walter Álvarez, profesor de Geología de Costas de la Universidad de Berkeley, denunció que “viviendas que estaban situadas a muchos metros del mar, ahora se encuentran a apenas cinco, y el mar sigue avanzando”.

Por su parte, la Universidad de Carolina registró ya 36 países donde la extracción indiscriminada de áridos está destruyendo todo a su alcance, playas, arrecifes, barreras de coral... lo que ven.

Nadie es inocente. Como en cualquier diluvio importante, poco tardaron en aparecer los vendedores de pilotines y paraguas. Pero tampoco ellos consiguen parar la lluvia.

Grandes empresas de ingeniería dedicadas específicamente a la recuperación de playas, ofrecen costosos sistemas de bombeo que actúan contra el propio suelo submarino de la costa que allí van a salvar. Así salen las cosas.

Algunos los llaman “la industria de la ino­perancia” porque no sólo ese bombeo destruye el suelo y toda la vida submarina a su alcance, sino que aún no se registró un solo caso de playa recuperada por este procedimiento que el mar no se haya llevado de vuelta en muy pocos años.

Así y todo, en octubre del año pasado, la Secretaría de Medio Ambiente de España autorizó a la comunidad de Valencia a dragar más de 90 millones de metros cúbicos de arena del suelo submarino de sus propias costas, para así recuperar sus propias playas.

Y nadie es inocente. Ni las mafias, ni los Estados. Nada más que las carreteras que inevitablemente habrán de construir los gobiernos para gracia de sus pueblos insumen cantidades cósmicas de arena. Sin embargo, hay debates sobre el agotamiento del petróleo, del agua, de los bosques, de las selvas, de sus floras y sus faunas, pero de la arena nadie se acuerda. Como resulta gratis, resulta que no vale nada.

Y ya no se trata, “apenas”, de la vida moderna tal y como la conocemos y vivimos, con su telefonía móvil, y sus pantallas de plasma, con sus heladeras, sus autos y sus casas. Ni se trata, “sólo”, de la importancia biológica esencial que suponen las playas, sus arrecifes y sus suelos submarinos. Ni siquiera el drama son los incontables paraísos que se pierden con cada playa consumida.

La bomba de tiempo, el peligro mayor, es que las playas son, además, y sobre todo, un hábitat que favorece la estabilidad física de las costas, y que como tal protege sus regiones interiores. Allí donde sucede la humanidad.

A propósito de esta amenaza, el informe del Pnuma insistía: “No se puede enfatizar suficientemente la importancia de estudiar y entender la dinámica de determinadas corrientes marinas antes de la construcción costera. Como ha sucedido en muchas áreas costeras, la construcción de espigones, malecones y diques suele ser más destructiva que constructiva para la formación de las playas. Cuando el hombre interviene en el proceso generativo de las playas y dunas se producen con frecuencia efectos desastrosos que afectan tanto el hábitat como el valor de los recursos destinados a impedir las inundaciones”.

De eso se trata, antes que nada. De una barricada imprescindible y, lo que es más grave, irreemplazable. Se trata de la sola valla de contención que desde el principio de los tiempos nos mantiene a salvo de la furia de los océanos. Cuando esa valla caiga, más tarde o más temprano toda la vida que conocemos será barrida por las aguas. Como un castillo de arena a la orilla del mar.

Miradas al Sur - 13 de abril de 2014

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