Calentamiento global: ¿estamos cerca de una catástrofe?

Bill McKibben

James Lovelock está entre los científicos más interesantes y productivos del mundo. Su invención de un artefacto para capturar electrones que era capaz de detectar pequeñísimas cantidades de productos químicos permitió a los científicos entender los peligros del DDT en las cáscaras de los huevos de los pájaros y descubrir las formas en que los clorofluorocarbonos (CFCs) estaban destruyendo la capa de ozono.

Autor: Bill McKibben*
Fuente: Zmag.org
James Lovelock está entre los científicos más interesantes y productivos del mundo. Su invención de un artefacto para capturar electrones que era capaz de detectar pequeñísimas cantidades de productos químicos permitió a los científicos entender los peligros del DDT en las cáscaras de los huevos de los pájaros y descubrir las formas en que los clorofluorocarbonos (CFCs) estaban destruyendo la capa de ozono. Aunque se le conoce mejor, no por el artefacto que inventó, sino por una metáfora: la idea de que la tierra puede ser considerada como un organismo (al que dio el nombre de la diosa griega de la tierra, Gaia) que lucha por mantenerse estable.

De hecho, la llamada hipótesis de Gaia en un principio no fue tan clara, "durante los 10 primeros años después de que naciera ese concepto casi nadie, yo incluido, parecía saber lo que es Gaia,", ha escrito. Pero la hipótesis se ha convertido en teoría, todavía no completamente aceptada por otros científicos pero tampoco desdeñada. Mantiene que la tierra es "un sistema autorregulado compuesto por la totalidad de los organismos, estando las rocas de la superficie, los océanos y la atmósfera fuertemente interconectados en forma de un sistema en evolución" y luchando por "regular las condiciones de la superficie para que siempre sean lo más favorables posible para la vida contemporánea".

Dejando de lado las cuestiones de conciencia y voluntad planetarias (tan queridas por la primera ola de acólitos de la Nueva Era de Gaia), la teoría puede ayudar a entender cómo la tierra se las ha arreglado para permanecer habitable durante billones de años, incluso cuando el sol, debido a su propia evolución estelar, se ha calentado considerablemente. A través de una serie de procesos que implican, entre otras cosas, edades de hielo, algas oceánicas y erosión de rocas, la tierra se las ha arreglado para mantener en la atmósfera la cantidad de dióxido de carbono captador de calor, y con ello la temperatura, a unos niveles relativamente estables.

Esta homeostasis se está viendo afectada actualmente por nuestro corto atracón de combustibles fósiles, que ha despedido grandes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera. De hecho, Lovelock predice, de un modo más pesimista que cualquier otro observador competente del que yo tenga conocimiento, que ya hemos llevado al planeta a un punto sin retorno y que pronto veremos aumentos de temperatura extraordinariamente rápidos, mucho mayores de los que se predicen en la mayoría de modelos informáticos que se usan actualmente, que ya de por sí son bastante graves.. Sostiene Lovelock que al estar ya la tierra luchando para mantenerse fresca, nuestro incremento de calor extra es particularmente peligroso, y predice que pronto veremos la confluencia de varios fenómenos: la muerte de los bosques tropicales como resultado de temperaturas más altas y los altos índices de evaporación que ello provoca; súbitos cambios en el "albedo" o reflectividad de la tierra,, al reemplazar el hielo blanco que refleja la luz del sol al espacio por las oscuras aguas absorbentes, azules y verdes, del mar o el verde oscuro de los bosques boreales; y la emisión de grandes cantidades de metano, un gas que produce el efecto invernadero, atrapado en los cristales de hielo en el norte helado o bajo el mar.

Lovelock estima que algunos o todos estos procesos serían suficientes para llevar a la tierra en el curso de unas pocas décadas a un estado catastróficamente más caliente, quizá ocho grados centígrados más caluroso en regiones como la nuestra, y ese calor, a su vez, hará casi imposible la vida tal y como la conocemos en muchos lugares. De hecho, en la sección de fotografías de su libro hay una fotografía de un desierto rojo con la leyenda "Marte ahora, y lo que la tierra parecerá finalmente". Los seres humanos, una especie resistente, no perecerán enteramente, dice. En entrevistas durante la promoción de su libro, Lovelock predijo que unos 200 millones de personas, o más o menos una treintava parte de la población actual del mundo, sobrevivirá si líderes competentes establecen un nuevo hogar para nosotros cerca del Ártico actual. Puede que haya otros puntos habitables, como las Islas Británicas, aunque dice que un aumento del nivel del mar las convertirá en un archipiélago. En cualquier caso, predice que "miles de millones" perecerán.

Lovelock, de 80 años, reconoce que ésta es una predicción más pesimista que las de aquellos científicos que están dedicados más activamente a la climatología convencional; es, en cierto sentido, un sentimiento visceral. Éste se debe abordar escépticamente, ya que Lovelock (como él siempre ha admitido sinceramente) ya ha estado equivocado antes en sus reacciones inmediatas. Aunque inventó la máquina que nos ayudó a entender los peligros de los CFCs, también rechazó despreocupadamente esos peligros, sosteniendo que no podían causar suficiente daño a la materia. Los químicos americanos Sherry Rowland y Mario Molina ignoraron sus afirmaciones y realizaron un trabajo revolucionario sobre el agotamiento de la capa de ozono que les proporcionó un premio Nobel. (Y ganaron para el planeta un acuerdo internacional para la reducción de CFCs que dio a la tierra la oportunidad de reparar el agujero de la capa de ozono antes de que fuese tan grande como para destruir la mayor parte de la vida, debido a un exceso de radiación ultravioleta.) Lovelock tampoco ha conseguido identificar ningún mecanismo causal claro para su hipótesis de un calentamiento brusco, explicando que difiere de las predicciones más convencionales mayormente porque piensa que han subestimado tanto la extensión de los ciclos autorreforzados que están causando un aumento de la temperatura como la vulnerabilidad del planeta, al que ve gravemente estresado y cercano a perder su equilibrio. También debe decirse que partes de su libro son un poco extrañas; existen digresiones en, por ejemplo, la seguridad de los nitratos en la comida que no sirven mucho para este propósito y nos hace preguntarnos sobre el rigor del proyecto.

Dicho esto, hay muy pocas personas en la tierra, quizá ninguna otra, con la misma clase de sentimiento intuitivo sobre cómo ésta se comporta en conjunto. Los destellos de perspicacia sobre Gaia iluminan muchas de las interconexiones entre sistemas que otros científicos lentamente han estado intentando identificar. Además, durante los pasados veinte años, el período en el cual apareció la ciencia del efecto invernadero, la mayoría de los efectos del calor en el mundo físico han sido, de hecho, más graves de lo que originalmente se predijo. Al lector habitual de Science o Nature se le sirve una ración casi semanal de datos apocalípticos, mostrando, virtualmente todos ellos, resultados en el rango más alto de las predicciones de los modelos climáticos, o incluso más allá. Comparado con los modelos originales de hace unos años, el hielo se está deshelando más rápidamente, el suelo boscoso está emitiendo más carbono al calentarse; las tormentas están aumentando mucho más rápidamente tanto en número como en fuerza. Mientras escribo estas palabras, me llegan noticias desde la parte inferior de mi pantalla sobre un nuevo estudio que muestra que el metano se filtra a través del permafrost siberiano a un ritmo cinco veces mayor que lo predicho originalmente, lo que son noticias muy malas dado que el metano es un gas de efecto invernadero más potente que el CO2.

En este cambiante puzzle científico, el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático (IPCC del inglés Intergovernmental Panel on Climate Change), que ha estado guiando al mundo durante una década, corre el riesgo de quedarse atrás debido a los nuevos datos. Se supone que el Panel debe emitir un informe nuevo el año que viene, resumiendo los descubrimientos hechos por los científicos del clima desde su último informe. Pero es muy poco probable que sus procedimientos un tanto inmanejables le permitan incorporar adecuadamente temores como los de Lovelock, o incluso contemplar completamente las predicciones más aceptadas habitualmente, emitidas durante los últimos doce meses por James Hansen de la NASA, el climatólogo más importante del planeta.

Hansen no es tan pesimista como Lovelock. Aunque recientemente ha afirmado que la Tierra está muy cerca de estar más caliente de lo que ha estado en el último millón de años, dijo que todavía tenemos hasta el 2015 para invertir las emisiones de carbono a la atmósfera antes de que crucemos el límite y creemos un "planeta diferente". Cuando Hansen dio este aviso el pasado diciembre teníamos diez años para cambiar el curso, pero pronto tendremos nueve años, y dado que no ha ocurrido nada en este tiempo que sugiera que nos estamos preparando para un esfuerzo general en reducir la emisión de gases de efecto invernadero, la diferencia entre Hansen y Lovelock puede ser sólo académica. (De alguna manera, es pequeño el consuelo de estar apoyando al que dice que tenemos una década.)

Lo que es sorprendente es que incluso la buena y terrorífica película de Al Gore Una verdad inconveniente se queda atrás de los últimos descubrimientos científicos sobre este tema, la ciencia se mueve rápido. Es verdad que el mundo está empezando a despertar lentamente a la idea de que el calentamiento global puede ser un problema real, y los legisladores (no los norteamericanos) están comenzando a tenerlo en cuenta. Pero muy pocos entienden con verdadera profundidad que se está formando una ola lo suficientemente grande como para romper la civilización y que la única cuestión real es si podemos hacer algo para debilitar esa fuerza.

Son las soluciones para mitigar los efectos del efecto invernadero a lo que vuelve Lovelock finalmente, lo que es extraño, ya que en otros momentos insiste en que es muy tarde para hacer algo. Sus prescripciones son provocativas y utilizan un lenguaje fuerte, piensa que la energía renovable y que el ahorro de energía vendrán demasiado despacio para evitar el daño, y que nuestra mejor opción, de hecho la única, es un programa para construir reactores nucleares. "No podemos apagar el interruptor de nuestra civilización de intensivo gasto energético y propulsada por combustibles fósiles sin estrellarnos", escribe. "Necesitamos el aterrizaje suave de un descenso controlado mediante energía". Dicha energía no puede venir del viento o de la energía solar con tiempo suficiente:

"Incluso ahora, cuando las campanas han empezado a sonar avisando de nuestro final, todavía hablamos de desarrollo sostenible y energía renovable como si estas débiles ofrendas fueran a ser aceptadas por Gaia como un sacrificio apropiado y asequible." En cambio, "se debería empezar a construir inmediatamente nuevas instalaciones nucleares."

Con su retórica extravagante, Lovelock nos hace un favor: es verdad que deberíamos, por lo menos, estar tan asustados ante una nueva planta de carbón como ante una nueva planta nuclear. La última acarrea ciertos riesgos obvios (que, según Lovelock argumenta convincentemente, amenazan nuestra imaginación más de lo que deberían), mientras que las plantas de carbón vienen con la garantía absoluta de que sus emisiones trastornarán los sistemas físicos del planeta. Toda fuente de energía no basada en el carbón debería ser examinada cuidadosamente para ver qué papel puede jugar a la hora de evitar un futuro desastroso. Pero Lovelock también socava sus propios argumentos con lo que llegan a ser súplicas especiales. Es un enemigo de la energía eólica obtenida mediante turbinas, porque como él dice, no quiere ver el paisaje de Devon sembrado de molinos de viento, colocándole en el mismo lugar que los residentes vacacionales del Cabo Cod contrarios a los parques eólicos cercanos a Nantucket Sound, o a los habitantes de Vermont reacios a ver algunas de sus cadenas de colinas salpicadas con turbinas eólicas. "Quizá seamos NIMBYs", escribe, refiriéndose a la abreviación de la frase "No en mi jardín" ( Not In My Back Yard)

"pero vemos a esos políticos urbanos (empujando la energía eólica) como algunos médicos insensatos que han olvidado su Juramento Hipocrático y están tratando de mantener con vida a una civilización moribunda con quimioterapia inútil e inapropiada cuando no hay esperanza de cura y el tratamiento hace que los últimos días sean insoportables"

Esta es una aversión comprensible, pero necesita descansar, como admite Lovelock, en algo más que en el tema estético, y en este caso, los fundamentos son inexistentes. Cita a un par de daneses desilusionados por el hecho de que la energía eólica no ha sido la panacea en Dinamarca, y dice que Gran Bretaña necesitaría 54.000 turbinas eólicas para cubrir sus necesidades, como si este elevado número pusiese fin al debate. (La falta de notas adecuadas en su libro hace las comprobaciones muy laboriosas). Pero, de hecho, los alemanes están instalando 2.000 turbinas eólicas al año, y se están acercando a un total de 20.000. Algunos ponen objeciones al verlas diseminadas por el paisaje, y otros están encantados. En cualquier caso, cualquiera que sea la opinión sobre la energía eólica, no está claro que un programa de choque para construir reactores nucleares tenga algún sentido. La mayor parte de los modelos económicos que he visto indica que si cogemos el dinero necesario para construir un reactor y lo invertimos en un proyecto agresivo de conservación de energía (uno que facilite subsidios a empresas para que modifiquen sus fabricas y reduzcan su uso energético, por ejemplo), la recompensa en recortar el uso de carbón sería mucho mayor. Esto tampoco pone fin al debate; obviamente necesitaremos nuevas fuentes de energía, y el ejemplo del éxito francés con la energía nuclear (genera tres cuartas partes de su electricidad) significa que tiene que incluirse en la mezcla de posibilidades, como Jim Hansen recientemente sostenía en estas páginas. Pero el argumento de Lovelock contra la energía eólica es verdaderamente muy poco convincente.

Los datos del banquero de inversiones Travis Bradford están mucho mejor investigados y son mucho más útiles. MIT Press acaba de editar su primer libro, Solar Revolution, que expone ampliamente y con gran detalle que pronto nos dirigiremos hacia los paneles solares para obtener nuestra energía, en parte por razones medioambientales pero en mayor medida porque pronto será una forma de producir energía tan barata, y más fácil de utilizar, que cualquier otra fuente. Esta es una alegación bastante sorprendente, pues la creencia general entre los expertos en medio ambiente es que la energía solar está detrás de la energía eólica por lo menos en una década o más antes de que sea una fuente de electricidad rentable, pero expone el caso de una forma convincente.

Durante la última década (como ha descrito con anterioridad Janet Sawing de Worldwatch Institute), Japón ha subvencionado a propietarios de casas la compra de paneles solares para los tejados. Las autoridades japonesas comenzaron a hacerlo en parte porque querían cumplir las promesas hechas en su propio suelo en la conferencia de Kyoto sobre el calentamiento global, pero también, sugiere Bradford, porque intuyeron que la industria podía crecer si se estimulaba con una inversión inicial. En pocos años las subvenciones obtuvieron el objetivo deseado, el volumen de demanda hizo mucho más eficiente tanto la fabricación como la instalación, haciendo bajar los precios. Hoy, las subvenciones del gobierno casi han terminado, pero la demanda continúa aumentando, ya que los paneles permiten ahora a los propietarios de casas producir su propia electricidad por el mismo precio al que lo cobran las grandes compañías nacionales.

De alguna manera el caso de Japón es especial, con pocas fuentes de energía nacionales, el precio de la electricidad es uno de los más caros del mundo, haciendo que los paneles solares sean más competitivos. Por otra parte, Japón no tiene mucha luz solar. En cualquier caso, dice Bradford, la demanda de energía solar por parte de los japoneses (y ahora en Alemania también cuentan con un programa igual de amplio) sería suficiente para hacer bajar paulatinamente el coste de producción de paneles solares. Incluso sin la necesidad de que existan grandes avances tecnológicos, que según dice, están muy cerca, los paneles actuales se pueden fabricar cada vez más baratos. Predice que la industria crecerá entre un 20 y un 30% anualmente durante los próximos cuarenta años, de una manera semejante a lo que sucedió con la última revolución de la silicona, el chip del ordenador. Tampoco debe sorprender quién poseerá esa industria, casi todas las plantas de paneles solares están ahora en Japón y en Alemania.

Ya se pueden ver señales de cambio. Cuando estuve en el Tibet este verano me encontré repetidamente con tiendas de piel de yak de los pastores nómadas que vivían en algunos de los valles más remotos (y sublimes) del mundo. Dependen de los excrementos de yak, que queman para cocinar su comida y calentar sus tiendas, pero a menudo también de pequeños paneles solares que cuelgan a un lado de la tienda y que utilizan para encender una bombilla o quizá la radio. Cada pequeño pueblo tenía una tienda donde vendían paneles solares a un precio más o menos equivalente al de una oveja. La energía solar, obviamente, tiene sentido en lugares como esos, donde probablemente nunca va a haber un cable eléctrico. Pero también cada vez tiene más sentido en urbanizaciones, donde las nuevas tecnologías como las tejas solares reducen el coste de equipar una casa para el uso de energía solar; en cualquier caso, el coste de dichas tejas sería una pequeña parte de las hipotecas subvencionadas por el gobierno.

Estos sistemas están normalmente conectados a la red existente, cuando brilla el sol mi tejado de Vermont funciona como una pequeña planta energética, enviando energía a la red. Por la noche, compro electricidad como todo el mundo; en los meses soleados del año, la electricidad que usa mi casa y la que produce son más o menos lo mismo. Todo esto tendría sentido desde el punto de vista económico, por supuesto, si el destructivo coste medioambiental de quemar, carbón barato, por ejemplo, se reflejase en el precio de la electricidad resultante. Esto, casi seguro que sucederá cuando George Bush deje el gobierno. Todos los posibles candidatos presidenciales de ambos partidos se han comprometido a imponer límites en el uso de carbón. Ya es una norma en el resto del mundo desarrollado. Pero el testimonio de Lovelock, Hansen y el resto de los científicos deja muy claro que sería una inversión muy sensata, de hecho, la inversión más sensata posible, gastar grandes cantidades de dinero público para acelerar la transición a la energía solar. ¿De donde tendría que venir? Un candidato obvio es el presupuesto del Pentágono, ahora dedicado a defendernos de peligros considerablemente menos amenazadores que el cambio climático.

Pero incluso la adopción general de la energía solar no terminaría con la amenaza del calentamiento global. La transición económica que requiere nuestro problema es mucho mayor y mucho más difícil que todo eso. Algunos científicos han estimado que se necesitaría una reducción inmediata de un 70% en el uso de combustibles fósiles, simplemente para estabilizar el cambio climático a su actual nivel de deshielo. Y esa reducción se hace mucho más difícil por el hecho de que se necesita justo cuando China y la India han comenzado a quemar grandes cantidades de combustibles fósiles al crecer sus economías. Por supuesto, no como los norteamericanos, cada uno de nosotros usa unas 8 veces más energía que un ciudadano chino, pero, sin embargo, las cantidades son relativamente grandes.

Kelly Sims Gallagher, una de las más inteligentes analistas de la política del clima, ha dedicado los últimos años a entender la transición energética china. Ahora que es Directora del Proyecto de Innovación de Tecnología Energética de la Kennedy School de Harvard acaba de publicar un fascinante informe sobre el auge de la industria automovilística china. Su investigación deja claro que ni la industria americana ni el gobierno americano hicieron mucho para evitar la adicción de los chinos a la tecnología "devoradora de petróleo"; de hecho, Detroit (y los europeos y japoneses en una menor medida) estaban contentos de usar diseños y procesos de décadas de antigüedad. "Aunque existían alternativas más limpias en EE.UU, se transfirieron a China tecnologías del automóvil más contaminantes", escribe. Un resultado es el smog que ahoga las ciudades chinas, otro es la invisible pero creciente nube de gases de efecto invernadero, que provienen de tubos de escape - aunque en mayor medida de las fábricas alimentadas con carbón que están surgiendo por todo el territorio chino. En retrospectiva, los historiadores posiblemente concluirán que el mayor fracaso medioambiental del gobierno de Bush no será que no hizo nada para reducir el uso de combustibles fósiles en América sino que no ayudó o presionó a China para transformar su propia economía en un momento cuando dicha intervención podía haber sido decisiva.

Es precisamente esta cuestión, la de cómo podemos transformar radicalmente nuestras vidas diarias, la que abordan los alegres propietarios de la página web WordChanging en su nuevo libro con el mismo nombre. Esta es una de las páginas web más profesionales e interesantes que puedes añadir a tus marcadores de tu navegador; casi cada día describen una nueva tecnología o técnica para ecologistas. Su libro, una compilación de su trabajo de los últimos años, no es nada menos que The Whole Earth Catalog (El Catalogo de la Tierra Entera), esa biblia hippie, utilizada por la generación del iPod. Hay pequeños artículos sobre miles de atractivas ideas; comida lenta, huertas urbanas, coches de hidrógeno, y plyboo (contra chapado hecho de bambú de crecimiento rápido). Hay cientos de guías de "cómo hacerlo" (cómo grabar tu propia tarjeta de circuitos, cómo acomodarse a tu nuevo coche híbrido para maximizar el kilometraje, cómo organizar una "muchedumbre inteligente" (una reunión de extraños en un lugar público).

WordChanging te dice a quién tienes que enviar un mensaje de texto desde tu teléfono para apoyar la reducción de la deuda internacional, y cómo construir un altavoz iPod con una vieja lata de pastillas de menta. Es un compendio de todo lo que una joven generación de ecologistas tiene que ofrecer: creatividad, destreza digital, habilidad para establecer contactos, un optimismo sobre el futuro en esta era de Internet, y una profunda preocupación no solo por asuntos ecológicos sino también por temas de derechos humanos, pobreza y justicia social. El pragmatismo del libro es estimulante: "Podemos hacer esto" es el mensaje constante, y hay suficientes ejemplos para dejar pocas dudas de que no nos falta una inteligencia clara mientras nos acercamos a un futuro incierto. "En los próximos veinticinco años necesitamos hacer algo que nunca hemos hecho. Necesitamos rediseñar conscientemente la completa base material de nuestra civilización", escribe Alex Steffen en su introducción como editor.

"Si nos enfrentamos a una crisis planetaria sin precedentes, también nos encontramos en un momento de innovación que no se puede comparar con nada anterior...Vivimos en una era en la que el número de personas trabajando para hacer un mundo mejor aumenta de forma explosiva."

Tiene razón.

Si hay algún fallo en el método de WordChanging, creo que puede ser la desconfianza general en la idea de que el gobierno puede ayudar a hacer que sucedan cosas. Hay un aire de Silicon Valley en la empresa de WordChanging --durante años ha estado muy vinculada a la revista Wired, la biblia de los sabios informáticos y una publicación casi tan paranoica sobre la interferencia y regulación del gobierno como es el Wall Street Journal. Como los emprendedores de Internet, desconfían tanto de las intenciones como de las capacidades del gobierno, los burócratas tienden, después de todo, a provenir de esa clase de personas que no son ni audaces ni lo suficientemente inteligentes como para innovar. Tienen un cierto aire libertario: "Cuando rediseñamos nuestras vidas personales lo hacemos de una manera que estamos haciendo las cosas bien y pasándolo genial al mismo tiempo", escribe Steffen, "actuamos como faros personales con la idea de que el verde puede ser brillante, que cambiar el mundo puede cambiar la vida". Comprendo esta línea de pensamiento, creo que vamos a necesitar tomar decisiones a un nivel más local y más ágil en el futuro para construir comunidades fuertes que puedan sobrevivir. Pero también se hace un poco difícil ser optimista cuando lees páginas como éstas, que están llenas de buenas ideas pero tienen pocas oportunidades de convertirse en realidad sin el apoyo del gobierno y de un sistema de incentivos para la inversión.

Se puede ver un primer plano de esta futilidad en el nuevo libro Desing Like You Give a Damn (Diseña como si te importase) de la ONG Arquitectura para la Humanidad, un libro hermoso en todos los sentidos. El grupo comenzó financiando una competición de diseños de nuevos alojamientos para refugiados, y la gama de alternativas en las que se pensó para tiendas de campaña deja claro todo el talento que se está malgastando ahora diseñando mansiones. Hay burbujas de cáñamo hinchables y casas de cartón y docenas de otros diseños y prototipos para los más pobres del mundo y para los desastres más grandes. Con el paso del tiempo el grupo también recopiló fotos y planos para edificios atractivos en todo el mundo: Centros de salud que generan su propia electricidad, escuelas lo suficientemente baratas para que las construya la comunidad. Sin embargo, hay algo triste en todo este proyecto, la mayoría de esos diseños nunca se han llevado a cabo porque los arquitectos carecían del suficiente desparpajo o influencia para que las agencias humanitarias o los gobiernos nacionales los adoptasen. Cuando hay algún desastre, las agencias humanitarias todavía tiran de tiendas de campaña.

Hay otra forma de decir lo que falta aquí. Casi cada idea que puede traernos un futuro mejor sería mucho más fácil si el coste de los combustibles fósiles fuese más alto, si hubiese alguna clase de impuesto en las emisiones de carbono que haga que el precio del carbón, del petróleo y del gas reflejen su verdadero coste medioambiental. (Gore, en un importante discurso en la Universidad de Nueva York el mes pasado, propuso sustituir todos los impuestos en las nóminas por un impuesto sobre el carbón). Si llegase ese día, y es al menos el día previsto por intentos como el Protocolo de Kyoto, entonces todo, desde paneles solares a turbinas eólicas o a reactores nucleares seguros (si se pueden construir) se difundiría más fácilmente: la mano invisible estará libre de hacer un trabajo más interesante que el que esta haciendo en este momento. Quizá pueda realmente comenzar a funcionar con la rapidez necesaria para evitar las pesadillas de Lovelock. Pero eso sólo sucederá si funcionarios locales, nacionales e internacionales pueden unirse y hacerlo posible, lo que a su vez requiere acción política.

La reciente decisión de carácter electoralista del gobernador de California Arnold Schwarzenegger de adoptar una extensa serie de medidas en relación con el cambio climático muestra que dichas acciones políticas son posibles; al otro lado del continente, una marcha del Día del Trabajo en Vermont ayudó a convencer incluso a uno de los más conservadores candidatos del estado federal a aprobar un ambicioso programa relacionado con el calentamiento global. La reunión al final de la marcha congregó a mil personas, lo que posiblemente la convierta en la mayor protesta relacionada con el calentamiento global de la historia del país. Es un hecho patético, pero viene a mostrar la poca gente que se necesita realmente para comenzar a trabajar hacia un cambio real.

La tecnología que necesitamos más urgentemente es la tecnología de la comunidad, saber cómo cooperar para conseguir cosas. Nuestro sentido de comunidad está en un estado desolador, en parte porque la prosperidad que ha traído el combustible fósil barato nos ha permitido ser extremadamente individualistas, incluso súper-individualistas, de una forma, que sólo ahora comenzamos a entender y que representa un verdadero trato fáustico. Los norteamericanos no hemos necesitado a nuestros vecinos para nada importante, y de ahí que nuestro sentido de la vecindad, de la solidaridad local, haya desaparecido. Nuestro problema ahora es que no hay camino adelante, al menos si queremos evitar seriamente las peores pesadillas ecológicas, que no implique trabajar juntos políticamente para llevar a cabo cambios lo suficientemente drásticos y rápidos para que sean significativos. Un impuesto al carbón sería una buena manera de empezar.

*Bill McKibben es profesor universitario en Meddilebury College y el autor de The End of Nature (El Final de la Naturaleza) y Deep Economy: The Wealth of Communities and the Durable Future. (Economía Profunda: La Riqueza de las Comunidades y un Futuro Duradero).

Traducido por Eva Calleja

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