2001 y el problema de la hegemonía en la Argentina

Leonardo Frieiro


La rebelión de 2001 fue un punto de inflexión en la historia argentina. Pero el significado de aquellas jornadas —¿la irrupción de un nuevo capítulo progresista? ¿el punto álgido de una crisis estructural de las élites nacionales?— es un debate que pesa sobre la política actual.

En 1972, el presidente estadounidense Richard Nixon visitó la República Popular China, un hecho histórico que marcó un quiebre en las relaciones internacionales en el contexto de la Guerra Fría. Durante aquella semana de febrero, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger entabló una extraña relación amistosa con Zhou Enlai, en ese entonces primer ministro. Las largas conversaciones, algunas muy interesantes, entre ambos fueron puntillosamente relatadas por Kissinger en su libro On China.

La anécdota más destacada del encuentro —más allá de las fotos entre Nixon y Mao Zedong— ocurrió cuando Kissinger, en un intento por analizar la extensión de las ideas occidentales y el sincretismo del confusionismo con el marxismo, le preguntó a Enlai cuál creía que era la influencia de la Revolución Francesa de 1789. Con una mezcla de templanza socialista y sabiduría ancestral, Enlai respondió «es muy pronto para opinar».

En La hegemonía imposible (Capital Intelectual, 2022), Fernando Rosso se propone pensar la rebelión argentina de 2001 como puntapié para un análisis más amplio sobre la historia reciente del país. Se pregunta —y nos pregunta— si es muy pronto para opinar con contundencia sobre los significados de una de las rebeliones latinoamericanas más importantes de nuestro tiempo o si acaso, por el contrario, es ya demasiado tarde, y solo podemos analizar a la rebelión del 2001 como una pieza de museo, agotada, deglutida y petrificada en su propia temporalidad histórica. ¿Es el 2001 argentino una «sombre terrible» que se abalanza sobre cualquiera que quiera ocupar el trono abandonado por el entonces presidente De la Rúa? ¿O un mero recordatorio para las clases dominantes acerca de que a veces conviene «parar la mano» y de que, en última instancia, la paz social sale bastante barata?

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En realidad, la anécdota original entre Kissinger y Enlai es falsa, al menos en el sentido en que fue mundialmente conocida y de la forma en la que es recogida en el libro. Se produjo un malentendido producto de la diversidad lingüística de la reunión. Kissinger preguntó por la Revolución Francesa, Enlai respondió sobre el Mayo Francés de 1968. El traductor de la misión diplomática de Nixon, Chas Freeman, lo confirmó en 2011. ¿Por qué no lo dijo antes? Parece que el malentendido fue demasiado bueno como para corregirlo. Como señaló Enzo Traverso en El Pasado, instrucciones de uso, que la memoria se conjuga siempre en el presente, y es en esta instancia que el interrogante que plantea Rosso es, sin dudas, correcto. 

A veinte años de las jornadas de diciembre de 2001, que de alguna forma marcaron toda la historia contemporánea de la Argentina, bastante agua ha corrido bajo el puente. En este sentido, el autor nos propone insertar el 2001 en una historicidad de la Argentina leída a partir de las incapacidades de las clases dominantes para convertirse en dirigentes, es decir, como un episodio particularmente bullicioso de una larga y crónica crisis de hegemonía. Sobre este concepto, el de hegemonía, se estructura todo el libro, y es allí donde reside su más relevante aporte para el análisis de la Argentina actual.

El 2001 y la «palabra H»

¿Qué fue 2001? Según el historiador Colin Lewis,

La crisis argentina de 2001-02 representa un parteaguas en la historia nacional y regional. La magnitud del colapso económico, aunando a una crisis de legitimidad política, dio lugar al slogan «¡Que se vayan todos!» popularizado por los manifestantes (…) cuando confluyeron los alzamientos sociales que se dieron en toda Argentina. (…) las respuestas a la crisis y el proceso de recuperación pueden y deben ser analizadas e interpretadas a través de innumerables lentes con el fin de plasmar adecuadamente el carácter de las principales dinámicas que forman parte de ellas. Pero, a la vez, los periodos de crisis y de post-crisis revelan una sorprendente continuidad con el panorama pre-crisis. La forma en que el Estado respondió al movimiento de protesta (…) fue un complejo caleidoscopio que combinó elementos de cambio y elementos de continuidad.

La rebelión de diciembre de 2001 fue un proceso de condensación de rebeldía social que inició en las periferias de Argentina en 1993, con el Santiagazo, una revuelta popular que terminó en la toma de la casa de gobierno de la provincia de Santiago del Estero, el poder judicial y la legislatura provincial, que se extendió con las puebladas donde se sostenían cortes de ruta, accesos y acampes por varios días protagonizados por alianzas sociales que comprendían a trabajadores, desocupados, profesionales y algunos pequeños propietarios agrícolas e industriales.

En diciembre, el país era un polvorín: en un mismo día, el 13, coincidió una enorme huelga general convocada por todas las centrales sindicales, un cacerolazo convocado por las organizaciones de la mediana empresa en la ciudad de Buenos Aires, cortes de calle, rutas y accesos a grandes cuidades del interior del país (como en Tucumán y Jujuy), combate callejero (Neuquén), pedradas contra las instituciones bancarias y de crédito (Córdoba) e inclusive el motín y la toma de la sede de un gobierno municipal (Pergamino, provincia de Buenos Aires).

El golpe final al régimen fue asestado con la proliferación de los saqueos a los comercios de alimentos los principales centros urbanos de todo el país, es decir cuando una capa pauperizada de la sociedad desconoció la propiedad privada de los productos de subsistencia. El 19 y 20 de diciembre todas las formas de lucha previa confluyeron en un episodio insurreccional que ocurrió de forma espontánea cuando el presidente decretó el estado de sitio y llamo a las Fuerzas Armadas a su acuartelamiento, lo que terminó con la ocupación del centro porteño, una posterior batalla campal entre las masas autoconvocadas contra la Policía y, finalmente, con la huida del presidente. 

De las varias maneras en las que podemos pensar lo que ocurrió en diciembre del 2001 en la sociedad argentina, Rosso nos propone una en particular: como un episodio rupturista que transformó la lógica de la relación entre las clases sociales en el país y, por extensión, las posibilidades de la dirección hegemónica. Así visto, el 2001 no aparece ni como un punto de llegada ni como uno de partida, sino como un acontecimiento que permite trazar un corte normativo, tan discrecional como evidente, para pensar los elementos que todavía arrastramos del siglo anterior.

Rosso se propone preguntarse por qué Argentina ha sido el país del «empate» hegemónico por excelencia. Repasa los esfuerzos teóricos que realizó la tradición de los estudios gramscianos en la Argentina para explicar la incapacidad de los sectores dominantes para convertirse en dirigentes y ordenar un esquema políticamente sostenible para la consolidación del capitalismo como sistema político, social y moral. 

En esa clave de lectura, buena parte del período puede leerse como una sucesión de intentos fallidos de las clases dirigentes para consolidar su dominación política. Golpe de Estado tras golpe de Estado, la democracia liberal fue la primera víctima de ese empate entre fuerzas sociales. La densidad de la sociedad civil y la potencia de la clase obrera impidieron que el proyecto de las élites lograra estabilidad. Esta particularidad orgánica de la sociedad argentina la diferenció de buena parte del continente y permitió a una serie de intelectuales marxistas releer el trabajo de Antonio Gramsci para «traducir» su teoría de la hegemonía al castellano rioplatense.

Si nos detenemos en esto, se vuelve necesario mencionar que la dictadura militar de 1976 fue el último de los intentos de las clases dominantes para romper el «empate», ya no por la vía de la dirección, sino por medio de la desarticulación de la clase obrera mediante el terrorismo de Estado, en un contexto de auge del ciclo de impugnación popular a la dominación capitalista en general. 

El resultado final fue ambiguo: mientras que tuvo éxito a la hora de desarticular las diferentes iniciativas anticapitalistas presentes tanto en las izquierdas como en el peronismo revolucionario, desactivando la amenaza más frontal a las clases dominantes, la contracara fue que la búsqueda de terminar con el «empate» mediante la represión abierta derivó en el agotamiento histórico de la agencia política de las Fuerzas Armadas. Así, el inicio real de la democratización argentina en 1983 coincidió con la caída de cualquier paradigma alternativo encabezado por las clases subalternas.

De ese momento en adelante, el «empate» continuó, pero en otros términos. No es una casualidad que los primeros dos gobiernos democráticos de la Argentina posdictadura hayan terminado de la forma en la que lo hicieron: con crisis económicas profundas y con el capital político de los presidentes y los partidos en el poder hechos añicos. 

Raúl Alfonsín, quién asumió el gobierno bajo la promesa de complementar los derechos democráticos recientemente conquistados con los derechos económicos y sociales, se enfrentó a una deuda externa insoportable y a una crisis fiscal generada a conciencia por los últimos meses del gobierno militar. Sin la voluntad, la intención o la certeza de enfrentarse al endeudamiento ilegítimo desde todo punto de vista, la carga de la deuda destruyó uno tras otro los planes del elenco gobernante para estabilizar una economía que ya se encontraba ante una espiral inflacionario (en diciembre de 1983, año de asunción del presidente radical, la inflación fue superior al 340%).

En 1984, Alfonsín declara una «economía de guerra» y lanza el plan de estabilización más ambicioso de su gobierno (el Plan Austral), que consistía en una política de shock antiinflacionaria cuyo fracaso terminó en la medida desesperada de congelar precios y salarios en febrero de 1986, cuando la desocupación y la subocupación alcanzó al 12% de la población económicamente activa, una cifra récord para la Argentina de ese momento. 

Ante la caída del valor de los salarios, la conflictividad obrera fue aumento: hubo trece huelgas generales convocadas por la Confederación General del Trabajo, cuyas demandas centrales eran la recomposición del valor de los salarios y la renegociación de la deuda externa. La derrota en las elecciones de medio término dejó a Alfonsín desnudo, sin capacidad de negociar con los sindicatos, con la oposición, ni con los grandes actores financieros con quienes Argentina estaba en una negociación permanente para evitar el default de la deuda. Aislado y sin mucha capacidad de reinventarse, ensayó un último intento de estabilización de la economía en 1988 —el Plan Primavera—, que terminó en un completo descalabro social: las hiperinflaciones de 1989 y 1990. 

La caída de Alfonsín y su entrega del poder de forma anticipada al presidente electo Carlos Menem luego de una ola generalizada de saqueos y con catorce muertos en las calles, se correspondía con la desarticulación general de las relaciones sociales ante la desaparición del dinero (con 3000% de inflación en 1989 y con una de cada dos personas cayendo por debajo de la línea de la pobreza) y significó también el colapso de la Unión Cívica Radical como opción de poder. En 1995, este proceso culminó con el derrumbe del bipartidismo argentino, cuando el FREPASO —una coalición ideológicamente variada de socialistas moderados, progresistas y peronistas contrarios a Menem— superó a la UCR (que apenas consiguió el 16% de los votos) y se convirtió en el principal partido de oposición. 

En 1999, el FREPASO y la UCR sellaron la primera alianza política entre peronistas y radicales de la historia argentina, un episodio que puede pensarse como la primera gran señal de alarma para la estabilidad de las identidades ideológicas en el país, y por consiguiente para su capacidad de construcción hegemónica. Sin cambios en el modelo económico heredado con respecto al menemismo, la sociedad argentina llegó a diciembre de 2001 con una enorme acumulación de rebeldía pero sin un proyecto alternativo. Como nos dice Rosso, parafraseando el peronista revolucionario John William Cooke, el 2001 se convirtió así en «el hecho maldito» del país normal… pero no del país burgués.

Así, mientras que el empate hegemónico anterior a la dictadura de 1976 se basó en la presión constante de la clase obrera para la imposición de su programa político, la rebelión de 2001 consagró una suerte de «empate negativo», donde los sectores mayoritarios no contaban con ninguna herramienta más que la acción directa esporádica, que ya había entrado en un proceso de reflujo. La proliferación de las asambleas populares y el auge en las encuestas de algunas organizaciones de izquierda se apagaron con la misma velocidad que emergieron, sumándose a un fuerte periodo de división el movimiento obrero organizado. La principal proclama colectiva de la insurrección del 2001, el «que se vayan todos», tuvo un carácter «contrapolítico» —algo que Rosso se propone discutir— que fue todo lo radical que pudo ser en el demacrado estado de la sociedad argentina.

Pero el 2001 sí generó una transformación profunda en la mecánica de la dominación política: con el obelisco poco visible por el humo de las barriadas y con la Plaza de Mayo sitiada, el «empate hegemónico» se transmutó en lo que Rosso nos presenta como una «hegemonía imposible». Así, con un tono que entremezcla la crónica con la teoría gramsciana, Rosso dedica el resto de los capítulos de su libro a repasar las razones del fracaso de las empresas políticas del kirchnerismo, el macrismo y el panperonismo que —mal que mal— preside Alberto Fernández, quienes se enfrentaron al desafío de ocupar el gobierno del Estado pero con una cuota real de poder cada vez más estrecha.

A excepción del primer periodo del kirchnerismo —que, junto con el menemismo, fue para Rosso el único momento relativamente hegemónico de la experiencia política reciente—, los resultados no fueron buenos, y las capacidades de captura hegemónica de los gobiernos parecen ser cada vez más fugaces. Peor aún, cada intento por construir hegemonía obtiene menos éxito que el anterior, en una verdadera espiral de decadencia política. Rosso señala algo importante: los únicos dos momentos hegemónicos recientes (el menemismo y el primer kirchnerismo) necesitaron de un ciclo externo y de un clima de época para su acotado éxito. Este argumento es interesante, ya que hace pensar el modo en que se derrama la hegemonía en las periferias del capitalismo global y también en la debilidad estructural de ese tipo de «hegemonía soft». 

Afirmar que la Argentina se encuentra inmersa en una hegemonía imposible significa, nos dice Rosso, la existencia de una suerte de empate extendido: no hay coalición política que no tropiece con sus propias contradicciones. Como sostiene a lo largo del libro, el país de la hegemonía imposible es aquel en el que no se puede ser más neoliberal ni más populista de lo que permite la relación de fuerzas. Los últimos dos gobiernos son la expresión más cabal de ello, así como también reflejan los intentos desesperados de la clase política por suplantar su incapacidad hegemónica ensayando soluciones «desde arriba»: el peronismo lo intentó y los resultados están a la vista, y ahora las derechas procuran ensayar algo similar con miras a las elecciones de 2023.

A la sombra del obelisco

Si volvemos a las primeras líneas de este texto, podemos responder que sí, nos encontramos hoy lo suficiente cerca y lo necesariamente lejos como para comenzar a hacer de la insurrección el 2001 un hecho terrenal (y, en consecuencia, pasible de análisis). El 2001 aterrorizó a los sectores dominantes, de eso no hay duda. Esos sectores aprendieron que su unidad es el bien más preciado que tienen. La última reunión de Asociación Empresaria Argentina, la élite empresarial argentina que libra hoy una pelea imaginaria contra el comunismo, es una prueba cabal sobre cómo los sectores del poder económico lograron digerir el «susto» que se llevaron en 2001.

Con esto pretendemos matizar la tesis de Rosso que propone pensar al 2001 como una «sombra terrible». Que ahora los sectores dominantes vuelvan con una presión frontal sobre los derechos colectivos de los trabajadores con un programa unificado —la reforma laboral, previsional y fiscal en base al programa político de la elite financiera y agroexportadora— aunque presentado en varias velocidades, es una muestra de cuán lejano ha quedado el retumbar de las cacerolas. 

Sacando algunas conclusiones del texto, existe una influencia todavía palpable de los hechos de 2001: la distancia cada día más amplia entre las pretensiones de hegemonía de la clase dirigente y la respuesta de la sociedad, cuya última cara es la explosión de un nuevo proceso de quiebre en las identidades políticas colectivas y de desafección partidaria que, de momento, tiene como principal beneficiaria a la ultraderecha.

En las primeras páginas de su texto, Rosso anticipa un libro militante de reflexiones provisionales. Cumple con ambas promesas. La hegemonía imposible es tan provisional como la insurrección del 2001 permite serlo, tanto por su cercanía como por su singularidad, y tan militante como la realidad argentina lo amerita. El libro merece ser debatido, contestado y refutado. Como afirmaba Maquiavelo sobre su obra, no es un libro de coyuntura sino escrito sobre la coyuntura, es decir, inserto activamente en un proceso histórico particular, en el aquí y ahora.

 

Jacobin - 24 de julio de 2022

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