La gran transición
“El futuro prescrito no es realmente un futuro. Es un pasado. El futuro está abierto o no existe”. Aleksandr Duguin
El mundo atraviesa una bruta metamorfosis. Nos encontramos ante el umbral de una nueva era. Estados Unidos, arquitecto del orden que ha dominado el globo durante los últimos 80 años, ha decidido poner fin a un funcionamiento que beneficiaba más a sus rivales que a sí mismo. El orden forjado en Bretton Woods y consolidado tras la caída del muro ya no sirve a sus intereses. Las instituciones del sistema económico, la globalización, el orden internacional basado en reglas: los pilares del viejo régimen se desmaterializan ante nuestros ojos. El sistema unipolar ya no es tal: emerge China, y detrás de ella, nuevas potencias, horadando la hegemonía estadounidense. Su deuda crece, su demografía se frena y envejece, el trabajo se precariza, el poder adquisitivo cae. El futuro se puso negro.
El cambio llega desde adentro. El combustible es el declive de las expectativas. La indignación crece por aquello que ya ha empeorado, pero también porque muy pronto muchas otras cosas también lo harán. La proyección en el tiempo del estado de las cosas tal y como estaban decepciona a cualquiera que lo entienda. Claro que no todo ha ido mal para Estados Unidos durante estos años, pero existen razones de peso para que amplios sectores pretendan un cambio antes de que sea demasiado tarde. El modelo económico global lleva décadas favoreciendo la exportación de mano de obra barata y a los mercados financieros, en detrimento de las clases medias y bajas de los países desarrollados de Occidente. Si bien Estados Unidos aún conserva una economía fuerte que durante los últimos 40 años no ha cesado su crecimiento, este aumento es mucho menos vigoroso que el de sus adversarios. En las últimas dos décadas el PIB de Estados Unidos se duplicó, mientras que el de China se multiplicó por doce. La hiperglobalización le jodió el empleo manufacturero, le creó una dependencia de largas cadenas de suministro, y derrumbó la capacidad de ahorro.
Las primeras alarmas resonaron con el estrépito de la crisis financiera de 2008. Fue el comienzo del fin del progreso como motor de expectativas para occidente. La victoria de Trump en 2016 y el inicio de la guerra comercial contra China marcaron el nuevo rumbo. El terremoto se interrumpió primero, y se profundizó después, gracias a la pandemia de COVID-19. Las vulnerabilidades y dependencias quedaron expuestas y se acentuaron fracturas. La victoria de Biden en 2020 fue un accidente provocado por las consecuencias de la epidemia y puso un signo de interrogación sobre el devenir del proceso, aunque poco cambió respecto a la tensión comercial con China. Entonces Putin invadió Ucrania, apostando por la anticipación y el aceleracionismo. El regreso de Trump a la Casa Blanca ratifica y encarna de manera explícita la transmutación. No se trata de un proceso ordenado ni tampoco una revolución sangrienta. Es una hibridación que avanza por fases. Un desorden que no es caos, sino transición.
Vivimos un vaciamiento tutelar. Estados Unidos abandona el rol de liderazgo moral y China lo deja vacante. El auge nacionalista es también un salvese quien pueda espiritual.
La escalada comercial y monetaria iniciada por Trump este año, su distanciamiento de los socios europeos y del liberalismo, su intención de reordenar Oriente Medio, influir en Asia Pacífico, y asegurar miles de millones en inversiones mediante nuevos acuerdos bilaterales son todos movimientos ofensivos que buscan torcer, al menos en parte, el rumbo de la historia y redefinir el papel de Estados Unidos en el escenario global.
El proceso lleva su estilo personal: una visión transaccional de la política exterior, coerción, abuso de su posición dominante, y un pragmatismo alejado de lo políticamente correcto. Estados Unidos mejora su economía mediante nuevos acuerdos firmados por contrapartes sometidas al rigor de la fuerza. Se impone una lógica de competencia directa, donde la diplomacia solo es posible a cambio de concesiones sustanciales. El miedo a las represalias redefine las prioridades de muchos países. Como daño colateral, se intensifica la carrera armamentística global.
China, país que más se ha transformado en términos absolutos durante el siglo XXI, tanto en magnitud de crecimiento como en desarrollo, lejos de pretender universalizar su sistema interno, quisiera conservar las reglas internacionales fijadas por EEUU que lo trajeron hasta aquí. Así, vivimos un vaciamiento tutelar. Estados Unidos abandona el rol de liderazgo moral y China lo deja vacante. El auge nacionalista es también un salvese quien pueda espiritual.
Cuando el futuro se vuelve amenazador e incierto, solo queda replegarse sobre el presente. Trump, como nadie, representa la época. Pero no puede encarnar el futuro. Nunca tuvo tanto poder como ahora, y jamás lo volverá a tener. Limitado en parte por la constitución –asunto con solución–, pero sobre todo por su edad –al finalizar su mandato en enero de 2029, tendrá 82 años y 7 meses–, es puro presente, vehículo del cambio, pero no destino. Es el eslabón que conecta dos mundos, uno conocido y otro de formas inciertas. Lo que viene no es necesariamente parecido a él: el proceso apenas comienza, el mundo ha iniciado un reset, ahora nos toca atravesar el trayecto. Nada de todo esto implica necesariamente una mejora ni tampoco un empeoramiento. La Gran Transición no garantiza nada. Es una reconfiguración, y como tal, asume riesgos. No se trata de un asunto técnico ni teórico, sino, lisa y llanamente, de poder. Como en 1814, cuando en el Congreso de Viena se redefinieron las fronteras europeas tras el colapso napoleónico, se explora un nuevo equilibrio entre potencias. Como en el período de entreguerras, tras la caída de los imperios, cuando la alta fragilidad económica y el fracaso de aquel orden liberal recalentó ideologías antiliberales. O como en Yalta, en febrero de 1945, cuando Roosevelt, Churchill y Stalin se repartieron el mundo en esferas de influencia. Trump, Xi Jinping y Putin rediseñan hoy el mundo, se reparten las áreas de control y establecen una nueva dinámica de poder.
El declive estadounidense y occidental es de poder, de sistema, y cultural. El poder brota en Asia, la democracia liberal ya no garantiza progreso, y la modernidad no nos hizo más felices.
Toda época enseña huellas, signos de su tiempo que obran como pistas y permiten pescar en tiempo real el clima de su generación. Bajar impuestos, desmantelar la burocracia o el descreimiento de la política tradicional son buenos ejemplos contemporáneos, como también lo son el bienestar social, el nacionalismo y la economía dirigida. Sin embargo, de todos los conceptos que condensan el ethos de nuestro tiempo, destaca uno frente a los demás: eficiencia.
La eficiencia, gran relato de la modernidad, trajo horizontes ideales de emancipación y desarrollo. Seteó una visión determinista del progreso que interpretó al iluminismo liberal como la nave que nos llevaría rumbo a un estado superior de bienestar inevitable. La esperanza se mide en posibilidades y el progreso se tornó improbable; la expectativa, nostalgia. Entonces llegó una auditoría sobre el rendimiento, que no es un regreso a Ford, sino una corrección necesaria del ideal del Estado. Además, funciona como mito redentor. Eliminar el gasto innecesario, expulsar inmigrantes o automatizar procedimientos, prometen solucionar el malestar; pero si no lo consiguen, que al menos haya sangre (ajena). De máxima, lo que se busca es la “Amazonificación” del Estado, que cumpla lo que promete.
El mundo ha iniciado un reset, ahora nos toca atravesar el trayecto. Nada de todo esto implica necesariamente una mejora ni tampoco un empeoramiento. La Gran Transición no garantiza nada. Es una reconfiguración, y como tal, asume riesgos. No se trata de un asunto técnico ni teórico, sino, lisa y llanamente, de poder.
Lo que no funciona y el terror al cambio
Nunca como hoy estuvo tan cuestionada la democracia liberal. La insatisfacción, la incertidumbre, y la rabia empujan a buscar respuestas fuera.
En palabras de Viktor Orbán: “el Estado iliberal no rechaza principios fundamentales del liberalismo como la libertad, pero no los adopta como elementos centrales de la organización estatal. En cambio, aboga por un enfoque que prioriza los intereses nacionales y una comunidad cohesionada, en contraposición al individualismo liberal. Propone una organización estatal basada en valores nacionales y conservadores, inspirándose en modelos como Rusia, China, Turquía o Singapur”.
La tensión presiona sobre ambos factores: “democracia” y “liberal”.
Durante el siglo XX, la expansión de la democracia de masas transformó en buena medida a los procesos electorales en una cuestión de marketing. La digitalización de la vida llevó esta lógica aún más lejos: la comunicación política se volvió microsegmentada, basada en datos personales, diseñada para provocar emociones intensas y generar impactos en lapsos cada vez más breves, amplificada por algoritmos. Este proceso acelera la descomposición de un sistema que se ofrece como aquel en el que “el poder reside en el pueblo” pero que se desnuda como fallido. La transparencia, paradigma republicano, parte del supuesto que el debate público es legítimo siempre que sea visible y equitativo. Pero la publicidad digital, por su naturaleza, no lo es. Influye en el debate sin que el público se percate. Y quien tiene más presupuesto puede conseguir objetivos más grandes. Hace solo 20 años, antes de que existieran las redes sociales, todos los mensajes eran de carácter público, dado que se lanzaban por medios masivos.
Hoy, la microsegmentación permite que el mensaje sea privado y a escala 1:1, permitiendo decir a cada votante lo que quiere oír, pudiendo afirmar todas las cosas al mismo tiempo sin riesgo ante la contradicción. Si la influencia de las campañas en redes sociales modifica el resultado de las elecciones y esto solo depende de una robusta inversión, ¿Cuál sería la superioridad moral de esta democracia? ¿Tendríamos que prohibir la publicidad electoral online? ¿Cómo podrían los demás países intervenir los algoritmos de las empresas privadas de Silicon Valley? Parece que se te está colado un poco de peronismo en tu democracia liberal. La opinión pública no controla al régimen: el régimen controla la opinión pública. Así, en lugar del pueblo eligiendo otro gobierno es cada vez más fácil para el gobierno elegir un nuevo pueblo. Alguien podía objetar que la constante irrupción de cisnes negros reciente es la demostración empírica de que lo anterior es una falacia. No nos engañemos: el líder carismático sigue siendo necesario, pero manda el sistema. Desde hace 15 años ningún resultado electoral se explica sin redes sociales, dirigidas por quienes dominan el debate público.
Por el otro lado, la dimensión liberal, la que debiera limitar el poder a través de instituciones, se ha vaciado de contenido. El liberalismo busca proteger al individuo del poder. Alertando sobre sus peligros, pretende defendernos introduciendo contrapesos. Pero en la práctica, las instituciones han estado funcionando como meras puestas en escena que encubren las tramas del poder. Las instituciones velan por mantener el statu quo, pero el cuadro de situación tiene perdedores que quieren romperlo.
El liberalismo ha perdido su ventaja competitiva frente a modelos de gobernanza centralizados y tecnocráticos, capaces de actuar con rapidez y eficacia. Ni las instituciones, ni la burocracia, ni la libertad garantizan éxitos económicos (muchísimo menos existenciales). El desarrollo ha sido y es un producto del poder, no de la democracia liberal. La democracia liberal nace como una forma de disfrutar el poder: Imperios hacia fuera, democracias liberales hacia adentro. Luego, con el tiempo, nos convencimos de que podía ser un medio adecuado para el desarrollo, pero nunca un fin. Se suponía que nos convenía porque nos haría más ricos, más prósperos, más felices. Pero entonces se tornó un objetivo en sí mismo. Probablemente, si tenés menos de 40 años esto no te parezca tan loco, pero si tenés más de 40 estés ofendido. Suerte con eso. Si tus análisis y pronósticos coinciden demasiado con tus gustos, es posible que te estés engañando.
El liberalismo ha perdido su ventaja competitiva frente a modelos de gobernanza centralizados y tecnocráticos, capaces de actuar con rapidez y eficacia. Ni las instituciones, ni la burocracia, ni la libertad garantizan éxitos económicos (muchísimo menos existenciales). El desarrollo ha sido y es un producto del poder, no de la democracia liberal.
Como diría Diego Vecino: El neoliberalismo entretuvo a los occidentales durante los últimos 40 años con la ilusión de elegir relatos antagónicos pero absolutamente iguales en el fondo y en resultados. El futuro llegó, y no trajo dicha. El presente presiona deconstruyendo el pensamiento único y caen paradigmas incuestionables. Sobre el tendal se lamentan dos tipos de melancólicos: los conservadores, que añoran un pasado imposible de recrear, y que apuestan por una vuelta a las tradiciones; y los liberal-progresistas, que se enfocan en las formas. No habrá marcha atrás ni ralentización: nada detendrá el vertiginoso avance hacia el futuro, sea cual sea su forma. Del laberinto se sale por arriba.
La élite cultural –de la que vos y yo formamos parte– proclama que la democracia liberal es buena e indispensable. Señala que los enemigos de ella son malos y perversos. Pero omite que esto que llamamos democracia liberal es una farsa. Se trata en realidad de una oligarquía gerencial, una estructura de poder concentrado en redes burocráticas, mediáticas y económicas, desconectada de las bases, de las distintas velocidades de la sociedad, y del ruido de los que están crujiendo.
Occidente es hoy un lugar más decadente, más infeliz, económicamente más desigual y culturalmente más mediocre que hace 40 años. El gobierno del pueblo no es tal cosa, y esa es la cruel paradoja: en nombre de algo que llamamos democracia liberal se esconde una inercia autodestructiva. El resultado es una democracia ritualizada, en la que la liturgia del voto en la urna sirve más para reafirmar una identidad política que para transformar la realidad. Y quizá por eso mismo, la posibilidad de incidir en lo fundamental no solo parece remota, sino que además es irrelevante.
“Un gobierno para el pueblo, sin el pueblo. Tal el precio que debemos pagar por la eficiencia. Lo que sea que gobierne mejor, es lo mejor: si no podés aceptar esta regla de Pope significa que tu visión del gobierno y del poder no es instrumental sino mística”, escupe en tu cara Curtis Yarvin. Cuesta acostumbrarse a la idea, pero más triste es aferrarse al titanic y gritarle nazi a un iceberg. Algo no va bien, amigo.
La democracia ya no es “el peor sistema de gobierno, excepto por todos los demás”. Por primera vez, regímenes autoritarios demuestran una eficiencia económica y administrativa que desafía la premisa liberal de que la democracia es inherentemente superior en términos de desarrollo.
En el siglo XX, las democracias tuvieron más éxito que las dictaduras porque eran más eficientes para procesar información: distribuían decisiones entre diversos agentes e instituciones, lo que evitaba la sobrecarga del poder central. Con el desarrollo digital, lo que antes era una desventaja de los regímenes autoritarios —la concentración de datos— se torna ventaja. Hoy, un sistema centralizado recolecta y analiza volúmenes de datos a una escala impensable en el pasado, habilitando decisiones estratégicas rápidas y dirigidas. China es un régimen autoritario que integra capacidad tecnológica y control estatal para dirigir su economía hacia objetivos determinados maximizando eficiencia. La combinación de IA, big data y planificación central es un turbo hacia el desarrollo. En Estados Unidos lo tienen claro. Las fronteras entre Silicon Valley y el Pentágono se están desdibujando hace rato. Empresas como Google, OpenAI, o Anthropic están trabajando para el Ejército, son una agencia más, un anexo. Sería ingenuo creer que estas empresas podrían estar desvinculadas del Estado y es otra mentira de la democracia liberal el intentar convencernos de que lo están.
En el esquema republicano de poder descentralizado todos creen que hay un otro que se está aprovechando: los grupos económicos concentrados, el líder populista de turno, los poderes fácticos, los inmigrantes, etc. El poder siempre es El Otro. En China, en Rusia, en Hungría o en Turquía, no. El poder es uno solo. Así, nos adentramos en un paradigma de autoritarismo moderno o neoautoritarismo pragmático, que otorga un papel central al control político con cierta discrecionalidad y de alta racionalidad instrumental. De fuerte intervención estatal, planifica y controla los sectores estratégicos y dirige la batuta de la economía. Frente al nuevo paradigma, eso que llamamos democracia liberal transiciona. O se adapta o muere. No basta con ser moralmente superior, debe dar respuestas. Un sistema que no soluciona los problemas es un cáncer. El desarrollo acelerado de la inteligencia artificial amenaza con transformar radicalmente las relaciones laborales, eliminando numerosos empleos, reconfigurando la actividad y misión de la vida humana. El descrédito en los partidos tradicionales, los medios, las instituciones, y, en definitiva, la percepción de que sólo la élite se beneficia a costa de la mayoría son síntomas de una época extraviada. En última instancia, se trata de una crisis de sentido: la sensación de que el sistema ya no responde a las necesidades, deseos ni valores.
En el esquema republicano de poder descentralizado todos creen que hay un otro que se está aprovechando: los grupos económicos concentrados, el líder populista de turno, los poderes fácticos, los inmigrantes, etc. El poder siempre es El Otro. En China, en Rusia, en Hungría o en Turquía, no. El poder es uno solo.
La intemperie
El estilo de vida hipermoderno atraviesa una crisis y su preeminencia cultural languidece. Se vació de sentido. Es el crepúsculo de un modo de vivir centrado en el goce –que, como define Lacan, es una experiencia que trasciende el principio del placer, una transgresión que lo convierte en dolor. Alejados de toda oportunidad de trascendencia, nos volvimos una audiencia senil, asilados, adormecidos, medicados. Si naciste en una gran ciudad a partir de los ‘80 lo podés sentir en el cuerpo: estamos rotos. Mayor abundancia material y mayor libertad no es igual a mayor felicidad. Podemos hacer lo que queramos y tenemos muchas cosas, pero estamos espiritualmente muertos. Los smartphones son muy útiles pero no nos hicieron una especie más realizada ni satisfecha. En tal sentido, el crecimiento del PBI es una variable hedonista, no contempla la miserable experiencia que puede ser mal vivir.
La vida urbana contemporánea nos hizo multiculturales, tolerantes, abiertos –que está fantástico–, pero con ello borroneó la posibilidad de una identidad, nos alejó del sentimiento de pertenencia. El liberalismo que fundamentó el proyecto democrático occidental ha actuado como agente disolvente de identidades que brindaban cohesión social y cultural, pero no rellenó el hueco que dejó. Es la fístula de un absceso. Ésta disolución construye el individualismo radical. “Solo creo en Yo”. Las necesidades básicas resueltas arrojan la vida al ocio y al entretenimiento. El mundo desarrollado nos distancia del proyecto de reproducción y crianza, último reducto de voluntad de la especie, exaltando el capricho individual. Estamos solos, desamparados. Así te roban en Palermo.
Lipovetsky lo anticipó a la perfección cuando el asunto recién comenzaba, en La era del vacío, de 1983.
En sociedades colectivistas la felicidad se asocia a la armonía social, estabilidad y seguridad. Valoran más la felicidad de bajo nivel de excitación (paz, satisfacción interna), mientras que la cultura occidental puso el énfasis en la autonomía, la libertad, la exaltación individual y se obsesionó con las emociones de alta intensidad (placer inmediato, dopamina). La primera es una búsqueda estática, modesta y relacional. La nuestra, una de libertad, individualista y eufórica.
Quizás la libertad no es hacer lo que quiero todo el tiempo sino una fuerza de disciplina interior. En una de esas un individuo “libre” es, en realidad, alguien capaz de actuar incluso cuando no le apetece: hacerse cargo del deber. Puede que alguna forma de compromiso deba imponerse frente a la urgencia del placer.
La hipermodernidad, madre del orden mundial que muere, es productora de un fracaso psicológico y social profundo. Diluído el sentido en la multiplicidad de opciones y promesas de satisfacción instantánea, el individuo hipermoderno es más libre –curiosamente, libre de elegir todos los mismo–, pero está más solo. Es más autónomo, pero más ansioso. Está más comunicado, pero se encuentra desamparado.
La cultura del consumo, la exaltación del yo, el imperio de la imagen y la búsqueda incesante de placer han generado un vacío existencial, un desasosiego. La promesa de libertad sin límites y goce sin restricciones ha dejado tras de sí una estela de insatisfacción, fragilidad emocional y soledad. La experiencia de la vida se empobreció: no somos más felices, sino lo contrario. La transgresión, fuerza impulsora de la modernidad, se quedó sin propósito y nos condujo a una espiral que agota lo prohibido sin producir libertad. La cultura de autoexplotación, entretenimiento y drogas recreativas para tolerar la vida nos empujan a una falsa libertad que finalmente funciona como régimen de control, ya que transforma el deseo en compulsión, nos esclaviza.
Quizás la libertad no es hacer lo que quiero todo el tiempo sino una fuerza de disciplina interior. En una de esas un individuo “libre” es, en realidad, alguien capaz de actuar incluso cuando no le apetece: hacerse cargo del deber. Puede que alguna forma de compromiso deba imponerse frente a la urgencia del placer.
Fuente: Panamá - Agosto 2025