Diez ideas para construir un desarrollismo ambientalista

Elisabeth Mohle, Daniel Schteingart


Es posible tender un puente entre dos enfoques en pugna que argumentan desde la urgencia de responder a los grandes desafíos de nuestro tiempo: el bienestar de las mayorías y la supervivencia humana en el planeta.

A menudo el debate entre desarrollistas y ambientalistas se centra en las limitaciones de cada uno de los enfoques. Desde las posturas desarrollistas se suele criticar el sesgo prohibicionista que aparece en muchas demandas ambientales, mientras que desde el ambientalismo se señala la subestimación de la variable ambiental que tienden a hacer los desarrollistas. Esto no es una particularidad argentina, sino un debate global que se puede reducir a las siguientes preguntas: “¿Y ustedes cómo van a hacer para generar empleo y aumentar la calidad de vida de las mayorías?” “¿Y ustedes cómo piensan abordar el cambio climático y la destrucción de la naturaleza?”

Naturalmente, esta discusión existe porque ambas posiciones tienen asidero y las soluciones no son sencillas ni evidentes. Además, ambos enfoques argumentan desde la ansiedad de la urgencia de responder a las problemáticas más acuciantes que enfrenta la humanidad: el bienestar de las mayorías y la supervivencia en el planeta. Sin embargo, consideramos que hay un terreno más que fértil para conciliarlas, salir de esta discusión por arriba y así empezar a construir un modelo de desarrollo para la Argentina que responda a los desafíos que presenta el siglo XXI y sea social, ambiental y económicamente sustentable.

Por un lado, entonces, nos encontramos con que el mundo atraviesa una crisis ambiental sin precedentes donde el cambio climático y la degradación de la naturaleza amenazan a la especie humana. Por el otro, es bien sabido que para reducir la pobreza y crear empleo de calidad, Argentina necesita producir y exportar más: la historia mundial de las últimas décadas muestra que la mejora en las condiciones de vida de las mayorías jamás se dieron produciendo menos, sino todo lo contrario. En un país como el nuestro, la importancia de las exportaciones es fundamental, ya que de ahí viene la sustentabilidad macroeconómica de nuestro crecimiento: los dólares, que permiten financiar el incremento de los salarios (ya que siempre que suben los salarios sube el consumo -parte del cual se abastece con importaciones, que requieren dólares para ser pagadas-).

Sin embargo, el perfil exportador de nuestro país se basa en gran medida en los recursos naturales y sus derivados, como la agroindustria, los hidrocarburos y la minería. De esta manera, el aumento de las exportaciones requiere llevar adelante actividades que conllevan riesgos e impactos ambientales considerables.

De allí surge una de las principales tensiones de esta discusión: reducir la pobreza supone crear empleo y subir los salarios, y todo ello implica producir y exportar más, pero dada nuestra matriz productiva hacerlo sin mejorar las prácticas productivas actuales y sin un cambio estructural en nuestra matriz productiva resulta insostenible en términos ambientales. Dicho en otras palabras, la sostenibilidad macroeconómica necesaria para recrear una sociedad inclusiva y de movilidad social ascendente colisiona a veces con otro tipo de sostenibilidad que también es fundamental: la ambiental.

Ante esta tensión, consideramos que la respuesta no debe ser producir “acríticamente” sin incorporar de manera consciente la variable ambiental, ni prohibir actividades económicas sin reemplazarlas por otras superadoras. En las líneas que siguen, planteamos diez ideas para tratar de pensar cómo resolver esta tensión y así dar lugar a un desarrollismo ambientalista.

1. La ciencia y la tecnología son fundamentales para resolver gran parte de los problemas ambientales actuales

Frente a los potenciales impactos ambientales y sociales de algunas actividades económicas -como la minería, el fracking, la soja, las papeleras, las granjas porcinas, la ganadería y la energía nuclear- la exigencia de una parte del ambientalismo es su prohibición.

Sin dudas esto es una solución efectiva para evitar tales impactos negativos. Sin embargo, acarrea una serie de problemas, entre ellos la no creación (o incluso la destrucción) de los tan necesarios puestos de trabajo directos e indirectos asociados a las diferentes actividades y, dado el mencionado perfil exportador argentino, la dificultad para aumentar las exportaciones, necesarias para desarrollar el país. Además, en algunos casos los productos de estas actividades que se propone prohibir son (o podrían ser) insumos críticos para otras actividades productivas. Por ejemplo, la minería metalífera es un insumo fundamental de prácticamente todo lo que nos rodea, desde la electricidad hasta un celular, una computadora, un microscopio, un tren, una guitarra eléctrica, un satélite o una bicicleta.

La salida alternativa, que permite generar empleo y exportar más a la vez que se reduce el impacto ambiental, requiere del desarrollo de soluciones científicas y tecnológicas para avanzar hacia productos y procesos cada vez más limpios y eficientes. Ejemplos abundan: el caso emblemático es el sector energético, en donde el avance tecnológico de las energías renovables facilitará que el mundo pueda seguir produciendo pero reduciendo drásticamente las emisiones provenientes de la quema de combustibles fósiles. Un caso particularmente interesante para nuestro país es el del hidrógeno verde, que podría permitir en el futuro que Argentina aproveche la Patagonia para que se radiquen allí miles de molinos eólicos que generen energía luego exportable bajo forma de hidrógeno. De este modo, gracias a un avance tecnológico, se podría lograr simultáneamente el objetivo de exportar más y crear puestos de trabajo, mejorando la huella ambiental del sistema productivo.

En otros sectores también están ocurriendo cosas más que interesantes. En el caso del agro, ya hay empresas que están avanzando en el desarrollo de máquinas y drones que utilizan la precisión para reducir el uso de agroquímicos. En el sector de los plásticos, existen empresas dedicadas a la biotecnología que están desarrollando biomateriales que en un futuro no tan lejano irán permitiendo reemplazar los materiales convencionales. Respecto a la ganadería -que, además de cuestiones ligadas a la ética animal, plantea el problema de las emisiones de gases de efecto invernadero provenientes de los eructos de las vacas- está habiendo avances importantes tanto en la producción de “carnes vegetales” como de carne sintética creada en laboratorios, las cuales podrían reducir las emisiones. En el caso de la industria automotriz, se están multiplicando los esfuerzos de innovación para que la movilidad del futuro sea cada vez más a electricidad y/o hidrógeno que a combustión.

El desarrollo científico-tecnológico no sólo está generando productos innovadores y ambientalmente amigables que reemplacen a los existentes, sino también mejorando el modo en que producimos. Por ejemplo, las tecnologías han avanzado en poder monitorear en tiempo real lo que ocurre en la gran mayoría de procesos productivos. Todo ello ha ido gradualmente incrementando el potencial para controlar y prevenir incidentes (tanto ambientales como en materia de seguridad e higiene).

2. Los recursos naturales pueden ser una palanca para el desarrollo

Hay una idea extendida de que los recursos naturales son una maldición para el desarrollo. Esto se debe a que efectivamente la explotación de estos recursos puede propiciar lógicas rentistas, convertirse en enclaves extractivistas y a que tiene impactos ambientales importantes.

Sin embargo, la historia muestra que, bajo ciertas condiciones, los recursos naturales pueden ser una palanca para el desarrollo. Por un lado, países como CanadáAustralia o Noruega están especializados en recursos naturales y se encuentran entre los de mayor desarrollo humano del mundo. A su vez, en América Latina uno de los mayores procesos de movilidad social ascendente reciente, la Bolivia de Evo Morales, se dio asociado al dinamismo de las exportaciones como hidrocarburos, soja y minería, que dan cuenta de más del 75% de las exportaciones bolivianas. Difícilmente Bolivia podría haber registrado las notables reducciones de la pobreza y la desigualdad si las exportaciones de esos productos (claves para financiar las importaciones que todo crecimiento requiere) no se hubieran incrementado. Lo mismo puede decirse de la gran mayoría de los países sudamericanos durante la década de los 2000. Por otro lado, los recursos naturales también son fundamentales para cuestiones ambientales estratégicas como las energías renovables y la movilidad sustentable que van a requerir más minerales como litio y cobre.

La clave con los recursos naturales es el trabajo simultáneo en dos dimensiones: el control ambiental y el desarrollo de la cadena de valor. Por el lado del control ambiental, el desarrollo tecnológico (por ejemplo, a través de tecnologías más limpias o del desarrollo de sistemas de detección de alertas tempranas, hoy mucho más posible gracias al avance en sensores, cámaras de alta definición, información en la nube o Internet de las cosas) permite prevenir incidentes ambientales más que en el pasado. A su vez, un Estado presente, autónomo y capaz es necesario para monitorear y sancionar a las empresas que incumplen las regulaciones ambientales. Aunque el daño y el riesgo nunca se reduzcan a cero, no es lo mismo la producción agropecuaria que aplica agroquímicos bajo rigurosos controles sanitarios que la que expone a trabajadores y comunidades vecinas. Del mismo modo, no es lo mismo la actividad minera que se lleva adelante con tecnologías de avanzada que aquella que a fin de reducir costos sólo invierte lo mínimo indispensable en resguardos ambientales.

La segunda dimensión es el desarrollo de la cadena de valor, tanto hacia adelante (procesando la materia prima) como hacia atrás (desarrollando localmente los proveedores de máquinas, insumos y servicios necesarios para la explotación del recurso natural). No es lo mismo, en términos de generación de empleo, desarrollo de las comunidades locales y generación de divisas, exportar un poroto de soja o maíz en bruto que agregarle valor sea a través de la transformación en aceite o en proteína animal (el maíz es insumo clave en la producción aviar, bovina y porcina). Tampoco es lo mismo cuando los proveedores de esa producción sojera o maicera (semillas, fertilizantes, maquinaria agrícola o servicios satelitales) son importados a que cuando se desarrollan localmente. Agregar valor y desarrollar proveedores permite que una actividad económica multiplique sus puestos de trabajo por cada unidad producida, ahorrar las tan preciadas divisas (sea produciendo aquí lo que antes se importaba o exportando con mayor valor agregado) y conectarlo con el sistema científico-tecnológico local. Si a Australia, Canadá y Noruega les fue bien con los recursos naturales, ello en gran medida tiene que ver con cómo lograron desarrollar sus encadenamientos con el resto del tejido productivo, científico y tecnológico.

3. El desarrollo sostenible requiere de mayores capacidades estatales

¿Por qué razón países como Australia, Canadá o Noruega han podido hacer de sus recursos naturales más una bendición que una maldición? Una de las respuestas reside en el concepto de “capacidades estatales”, y que refiere al poder efectivo que tienen los Estados para poder diseñar y ejecutar políticas públicas coherentes, y para hacer cumplir las regulaciones vigentes y sancionar las malas prácticas. De acuerdo a uno de los mayores especialistas en la sociología política del desarrollo, Peter Evans, el concepto de capacidades estatales alude a la necesidad de que los Estados sean autónomos de los lobbies de los distintos actores sociales, pero a su vez cuenten con cuadros técnicos que conozcan las potencialidades y limitaciones de cada rincón de nuestro entramado productivo, para así diseñar políticas públicas adecuadas.

En este sentido, abordar eficazmente los desafíos del desarrollo sustentable requiere un mejor Estado.

Por un lado, si el Estado no controla ni sanciona, entonces las empresas no invertirán ni un peso en mejorar sus prácticas ambientales. Al contrario, si están sujetas a permanente monitoreo, el incentivo cambia rotundamente. Justamente, la sospecha que expresan muchos movimientos ambientalistas hacia determinadas actividades productivas en parte tiene que ver con una profunda desconfianza hacia las instituciones y el poder regulador del Estado. Creemos que ni la demonización ni la construcción de la narrativa “eldoradista” respecto de las actividades es funcional a un desarrollo sostenible. En todo caso, el foco debería estar puesto en la mejora permanente de las capacidades estatales. En definitiva, el rasgo distintivo de los Canadá, los Noruega o los Australia no es que no exploten sus recursos naturales sino el cómo lo hacen.

Un ejemplo virtuoso en nuestro país es la Ley de Bosques del año 2007. En pleno proceso de boom de commodities y avance de la frontera agropecuaria de manera descontrolada sobre los bosques nativos, una coalición Estado-Sociedad logró sancionar una norma que obliga al ordenamiento del territorio. No se sancionó la ley con ánimos prohibitivos, sino con la intención de producir resguardando el ambiente en el proceso.

4. Hay aprendizajes tanto en las empresas como en el Estado

A veces se tiende a pensar los procesos productivos y las regulaciones estatales como estáticas, pero en realidad tanto las empresas como las instituciones atraviesan procesos de aprendizaje continuos que permiten la transformación y mejora constante tanto de la regulación como de las diferentes actividades económicas.

En esto las demandas sociales son absolutamente fundamentales ya que fuerzan a Estado y empresas a ir mejorando todo el tiempo sus prácticas para producir cada vez con menores impactos ambientales.

En nuestra interacción cotidiana con empresas, hemos podido constatar que la agenda ambiental está mucho más presente de lo que habitualmente se cree. En los últimos tiempos hemos conocido empresas metalúrgicas en donde parte de la generación de energía se realiza a partir de paneles solares en el techo de las fábricas, otras que invierten crecientemente en tratar efluentes, otras de raíz biotecnológica que desarrollan materiales de más fácil degradación, otras que se preocupan cada vez más por la eficiencia energética o mismo empresas proveedoras del sector petrolero que están investigando las potencialidades de las tecnologías de hidrógeno.

Si bien es claro que aún queda mucho camino por recorrer, que aún estamos lejos de que todas las actividades incorporen los más altos estándares, que quedan muchas tecnologías por desarrollar, políticas públicas que implementar y capacidades estatales que construir, gradualmente la preocupación por los impactos ambientales está pasando a ser un nuevo sentido común tanto en el diseño e implementación de las políticas públicas como un pilar inescindible de la gestión de cada vez más empresas.

5. La productividad es un concepto progresista y ambientalista

La productividad es un concepto “maldito” para parte del progresismo y, en las últimas décadas, ha sido hegemonizado desde las ideologías promercado. Probablemente, detrás de esta “sospecha de la productividad” se encuentre lo ocurrido en los últimos 40 años, donde en varios países el aumento de la productividad no fue acompañado por el aumento del bienestar de las mayorías. Un caso testigo es la Argentina de los años ‘90, donde el notorio aumento de la productividad se dio en simultáneo con un aumento del desempleo y la pobreza.

Sin embargo, si bien la productividad no es condición suficiente, sí es requisito absolutamente necesario para mejorar nuestras condiciones de vida: la historia nos muestra que todos los procesos de movilidad social ascendente sostenibles en términos macroeconómicos se dieron con aumentos de la productividad. El caso más paradigmático es el de la Europa de la segunda posguerra, en donde la creación de los Estados de bienestar y la ampliación de las clases medias y la reducción de la desigualdad pudo sostenerse en el tiempo gracias a la incesante mejora de la productividad.

La productividad supone poder hacer más cosas con menos (insumos, tiempo, energía, etc.). Ejemplos abundan: pavimentar un camino de tierra permite reducir drásticamente nuestros tiempos de transporte. Un procesador i7 permite procesar muchísimas más cosas en menos tiempo que un viejo Pentium II, en donde la computadora tardaba un buen rato en arrancar. Una máquina más eficiente permite producir más chocolates en menos tiempo y con menos desperdicio. Tardar menos en hacer un trámite también es productividad. En los últimos 150 años, las jornadas laborales en gran parte del mundo se redujeron a la mitad; ello fue posible -por supuesto- por las luchas de los movimientos obreros que derivaron en cambios regulatorios, pero también por el impresionante aumento de la productividad posibilitado por las mejoras científico-tecnológicas.

El mismo concepto de eficiencia energética o de eficiencia en el uso de recursos es intrínseco a la definición de productividad; de ahí que sea un concepto muy afín a la agenda ambientalista. Por ejemplo, productividad también es que un lavarropas use 10 litros de agua para hacer un lavado en lugar de 100, o que una heladera consuma un tercio de la energía para enfriar la misma cantidad de kilos de comida.

Es por esto que sostenemos que la productividad es un concepto absolutamente apropiable por el progresismo y el ambientalismo, pues justamente la mejora de la productividad es lo que permite que el crecimiento económico y la suba de salarios sean sostenibles tanto en términos macroeconómicos como ambientales. Si la productividad no sube, el aumento de salarios redunda tarde o temprano en una pérdida de competitividad que hace que exportemos menos e importemos más, todo lo cual genera escasez de dólares, devaluación e inflación; al final del partido, los salarios vuelven a retroceder.

¿Por qué razón pueden países como Alemania ser ultra competitivos con salarios altos y jornadas laborales más cortas que casi todo el mundo? Justamente, porque la altísima productividad más que les compensa los costos laborales. Y, a su vez, si la productividad no sube, entonces producir más requerirá cada vez más insumos y energía, poniendo en jaque la sostenibilidad del planeta. Uno de los casos más relevantes en término de su impacto global es China, que entre los años 2000 y 2015 mejoró su eficiencia energética en un 30%; en otros términos, por cada punto del PBI generado, China demandó 30% menos de energía de lo que hacía en el pasado.

Por supuesto, discutir productividad también involucra discutir qué se produce y quién se apropia de los beneficios de la misma, pero si creemos que la productividad es un concepto “maldito” estamos en serios problemas.

6. Economía circular: “Nada se pierde, todo se transforma”

El desarrollismo del siglo XX tendió a considerar lo ambiental como un mero costo que obstaculiza el avance de las fuerzas productivas. Sin embargo, hay un concepto que permite hermanar fácilmente los enfoques desde el desarrollismo y el ambientalismo: el de economía circular. Se trata de un modo de producir en el cual se procura utilizar la menor cantidad de insumos “vírgenes” posibles y minimizar la producción de desechos. Esto se logra a partir de una planificación integral del proceso productivo que ya desde el diseño mismo de materiales y productos apunta a la posibilidad de reinsertarlos dentro del circuito y/o facilitar su reciclaje. El resultado es sumamente positivo, ya que pasar de una economía pensada en términos lineales a una circular posibilita reducir sensiblemente la presión sobre la naturaleza tanto por la extracción de recursos como por la absorción de residuos.

En muchas actividades económicas, la propia idiosincrasia de los procesos lleva a la economía circular. Este es el caso de la fabricación de acero, un insumo fundamental en nuestra vida cotidiana, donde el desperdicio (como un auto o una heladera en desuso que se transforma en chatarra) puede tratarse perfectamente y convertirse en un insumo para volver a fabricar materiales de acero. Otro ejemplo, que además es un hábito incorporado con naturalidad, es el de la industria cervecera, en donde el sistema de envases retornables de vidrio está concebido bajo la lógica de la economía circular. De hecho, históricamente, el uso de envases retornables, como de las bolsas de tela reutilizables, era mucho más extendido que en la actualidad pero por una cuestión de costos logísticos se pasó a los envases descartables. La “minería urbana” -que permite reutilizar los minerales presentes en los electrónicos desechados- es otro caso del potencial de la economía circular.

Así como hay sectores en donde la lógica de la economía circular es la norma, hay empresas que hacen de ella su razón de ser. Una de ellas es Worms, una pyme rosarina que acaba de incorporar una máquina de última generación para la trituración de neumáticos fuera de uso, y reutilizar el caucho para hacer asfalto modificado (por ejemplo, para bicisendas), tejas o ladrillos. En lugar de que los neumáticos acumulen agua (y por ende, riesgos de enfermedades como el dengue) en depósitos al aire libre en los distintos municipios, se tratan y se reutilizan, generando simultáneamente puestos de trabajo, desarrollo local, saneamiento ambiental y, por qué no, también exportaciones.

La economía circular muestra que es factible producir y exportar más, generando puestos de trabajo y desarrollo local, y a la vez resolver problemas ambientales. De cara al futuro, es clave que desde las políticas públicas se premie cada vez más a las empresas que adopten este paradigma.

7. Ciudades sostenibles para todas y todos

Generalmente, las mayores tensiones entre desarrollismo y ambientalismo se dan fuera de lo que ocurre en las grandes ciudades (en cómo se concibe “lo rural” o en cuál es el uso que se debe hacer de los recursos naturales en zonas de baja densidad demográfica). Por el contrario, en la agenda sobre la ciudad que queremos hay muchísimos puntos de contacto. Por ejemplo, la erradicación de basurales a cielo abierto y la gestión eficiente de los residuos elimina la tensión entre ambas posturas, pues implica generación de puestos de trabajo, saneamiento ambiental y reutilización de insumos para otras industrias.

Otro punto de acuerdo entre ambientalistas y desarrollistas es la movilidad del futuro: hoy gran parte de las políticas de desarrollo productivo en el mundo están teniendo como norte la adopción del paradigma de la movilidad sustentable (vía ciudades caminables, mejoras en el transporte público o vehículos eléctricos o a hidrógeno, que reemplazarán al tradicional motor a combustión). No hay nada más afín al paradigma del desarrollismo ambientalista que poder formar parte de la cadena de valor de la movilidad sustentable, a partir de la producción nacional de baterías de litio, de bicicletas eléctricas, de hidrógeno verde o de buses eléctricos, por mencionar sólo algunas iniciativas. Argentina también está empezando a ir en esa dirección.

Otro ejemplo en la misma línea es el concepto de “construcción sostenible”, y por medio del cual se procura optimizar el uso de la energía en las viviendas, oficinas y edificios públicos. La mejora o adopción de cierto tipo de materiales puede permitir retener el calor en un hogar u oficina y, de esta manera, evitar usar tanta calefacción en los meses de frío. Del mismo modo, diseñar las construcciones para aprovechar mejor la luz diurna redunda en un ahorro energético positivo para el ambiente y la economía. Todos estos son ejemplos de que las ciudades del futuro generarán oportunidades para producir, generar empleo y exportar, reduciendo simultáneamente la huella ambiental y la contaminación del aire, mejorando así la calidad de vida de la población.

8. Sustentabilidad macroeconómica y sustentabilidad ambiental deben ir de la mano

Muchas veces se piensa que el desarrollismo es un obstáculo para la sustentabilidad ambiental o que el ambientalismo es una traba para la sustentabilidad macroeconómica. Sin embargo, ambas sustentabilidades pueden (y deben) retroalimentarse.

Cada vez más los países del mundo empiezan a planificar la transición a la sostenibilidad en general y la transición energética en particular y a implementar las metas del Acuerdo de París, por medio de la incorporación de instrumentos como el impuesto al carbono o subsidios a la adopción de la movilidad sustentable, por mencionar algunas iniciativas. A su vez, y como resultado de este cambio de paradigma, las inversiones y los acuerdos comerciales comienzan a incorporar cada vez más criterios ambientales como dimensión determinante.

Este último punto es fundamental: o nos adaptamos a los nuevos estándares ambientales, o tendremos serios problemas para exportar a ciertos mercados o para recibir inversiones. Es decir, si no incorporamos la sustentabilidad ambiental a tiempo tendremos serios problemas de sustentabilidad macroeconómica. No sólo se nos pueden cerrar mercados e inversiones (o que otros países nos “ganen de mano” y perdamos oportunidades para exportar), sino que el cambio climático puede repercutir muy negativamente en nuestra producción agropecuaria y, por ende, en gran parte de nuestras exportaciones. A su vez, las políticas de promoción de la eficiencia energética pueden redundar en una mayor sostenibilidad macroeconómica ya que se reduce la necesidad de importar y/o subsidiar el consumo energético en hogares e industrias.

Por último, volvernos más sostenibles en términos ambientales requiere que crezcamos. Un país empobrecido es un país con miles de demandas por satisfacer (entre ellas la ambiental) y con escasez de recursos y poder de fuego para hacerles frente. No es casualidad que países como Dinamarca, Suecia, Austria o Finlandia sean los que mejor puntúan en el “Índice de Crecimiento Verde” (que mide cómo los países están cumpliendo con metas como las de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el Acuerdo de París o las Metas de Aichi para la Biodiversidad y cómo están en materia de eficiencia en el uso de recursos, en protección del capital natural, en oportunidades económicas verdes o en inclusión social) y que, por el contrario, los de peor desempeño sean Sudán, Irak, Argelia, Nigeria o Burundi.

Con esto obviamente no pretendemos desconocer la responsabilidad particular de cada país en la crisis ambiental actual, ni la imposibilidad -en términos de sostenibilidad del planeta- de que países como Argentina emulen tal cual el sendero de desarrollo que hicieron los países desarrollados en el pasado. Pero sí pensamos que un país sin recursos y sin una macroeconomía estable difícilmente podrá llevar adelante la compleja transformación estructural de la economía que requiere una transición justa a la sostenibilidad.

9. No hay desarrollo sostenible sin decisión política

Ahora bien, todo lo anterior es esencial, pero no sucederá por arte de magia: se requiere capacidad y voluntad política para efectivamente hacer políticas de desarrollo productivo sostenibles. Son estas políticas las que permitirán congeniar la mejora de vida de la población que el desarrollo acarrea junto con la sustentabilidad tanto ambiental como macroeconómica.

Todos los actores sociales, incluidas las empresas, operan en esquemas de incentivos fijados en gran medida por el sector público. En ese sentido, si bien gran parte del cambio de paradigma es de índole cultural, las políticas públicas son esenciales para tomar las demandas de la sociedad civil y encauzarlas hacia un modelo de desarrollo que congenie la movilidad social ascendente y la sostenibilidad ambiental. Esto va desde las exigencias a las empresas de invertir en y producir con los más altos estándares hasta las campañas masivas de separación de residuos y eficiencia energética. De esta manera el Estado debe gradual pero firmemente virar el esquema de incentivos actual hacia una economía circular, descarbonizada, eficiente, con menor impacto ambiental y con mayor productividad.

Si bien no es un juego de suma cero, sería ingenuo pensar que la transición al desarrollo sostenible estará exenta de tensiones: inevitablemente habrá actores que, si no logran adaptarse o reconvertirse, resultarán perdedores. Y ahí pesa la autonomía estatal y la agencia de los decisores para no sucumbir frente a los lobbies de aquellos sectores que se rehúsan a mejorar sus prácticas productivas y ambientales. Porque, aún si hay una tendencia global de giro hacia la economía verde, la voluntad política y la presión social con el cambio cultural necesario continúan siendo un factor determinante, no sólo para llamar la atención sobre la urgencia de la cuestión, sino también para evitar el surgimiento de líderes que desconocen la crisis ambiental. Ya vimos cómo incluso en un período presidencial personajes como Bolsonaro y Trump pueden revertir años de acumulación de capacidades y políticas.

10. El desarrollo sustentable puede y debe ser un motor del desarrollo nacional

Aún si esta incorporación de lo ambiental puede aparecer a primera vista como un nuevo escollo al desarrollo, lo cierto es que si el Estado interviene correctamente se pueden generar muchísimas oportunidades para que resolvamos el desafío ambiental a partir de la mejora de la institucionalidad así como la generación de nuevas tecnologías y actividades económicas. En este sentido, la jerarquización de la cartera ambiental y la continua ampliación del marco regulatorio ambiental resulta en una gradual mejora reducción de los impactos de las actividades productivas. Asimismo, las líneas de trabajo actuales como el Gabinete de Cambio Climático, la electromovilidad, el hidrógeno verde, la economía circular, el fortalecimiento de las cooperativas de reciclado, el programa Pampa Azul (tendiente al desarrollo sostenible del Mar Argentino) y el Plan Federal de Erradicación de Basurales a Cielo Abierto, entre otras, van en esta dirección.

Muchos países están diseñando e implementando planes de transición a la sostenibilidad. Podemos mencionar los Objetivos de Desarrollo Sostenible impulsados por la ONU a nivel global, la propuesta de la innovación orientada por misiones, de Mariana Mazzucato; el Pacto Verde Europeo (2019) para la transformación de la economía y la integración de la sostenibilidad en todas las políticas de la Unión Europea, y los planes nacionales y/o sectoriales de descarbonización, crecimiento verde o desarrollo sostenible de Alemania, Austria, Canadá, Finlandia, Francia, España y Nueva Zelanda y California, entre otros. También países de la región, como Chile, Costa Rica, Colombia y Uruguay, empiezan a avanzar en esta dirección al igual que Argentina.

En todos los casos, la sustentabilidad se piensa no sólo en función de la protección ambiental, sino del desarrollo económico y la inclusión social. Del mismo modo, aquí creemos que es posible relajar la tensión entre ambiente y desarrollo si planificamos una transformación en la estructura productiva en donde se incentive que las empresas puedan generar simultáneamente más puestos de trabajo y exportaciones con una cada vez menor huella ambiental. Si logramos eso, habremos logrado el tan ansiado objetivo de construir una economía que proteja el ambiente y, a la vez, aumente año tras año el bienestar de las mayorías.

Elisabeth Mohle, Analista de Política Ambiental. Licenciada en Ciencias Ambientales, magíster en Políticas Públicas y doctoranda en Ciencia Política en UNSAM.

Daniel Schteingart, Director del Centro de Estudios para la Producción (CEP-XXI) en el Ministerio de Desarrollo Productivo.

 

Cenital - 13 de marzo de 2021

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