Estado y sociedad - Ajuste estructural y reforma del estado en la Argentina de los '90*

Realidad Económica 160/1 [b]Mabel Thwaites Rey**[/b] [i]El ajuste neoliberal llevado a cabo en la Argentina de la última década involucra una serie de procesos que han producido una transformación sustancial de la relación estado-sociedad vigente en el país durante medio siglo y un cambio profundo en la correlación de fuerzas sociales desfavorable a los sectores populares. Cuando este proceso comenzó se abrieron muchos interrogantes acerca de sus consecuencias y aunque sus implicancias profundas todavía no finalizaron, es posible señalar algunos efectos en la estructura social que han dejado las políticas impuestas. En conjunto, puede decirse que no sólo cambiaron las fronteras del estado en relación con la sociedad -quién ejecuta cada tarea-, sino las posibilidades mismas de las distintas clases y grupos de la sociedad de hacer ingresar a la agenda pública sus propias demandas.[/i]

I. Argentina en la senda del ajuste neoliberal

El ajuste estructural de inspiración neoliberal llevado a cabo en la Argentina por el gobierno justicialista a partir de mediados de 1989 consiste, en realidad, en una serie de procesos que han producido una transformación sustancial de la relación estado-sociedad vigente en el país durante medio siglo y un cambio profundo en la correlación de fuerzas sociales desfavorable a los sectores populares. Lo que se ha dado en llamar "Reforma del Estado" tiene en la política de privatizaciones una de sus partes sustantivas, pero no se resume en ella, porque también forman parte de esta transformación otras facetas que, aunque estrechamente relacionadas por ser partes de un único proceso, son diferentes. Estas facetas comprenden lo relativo a la reorganización y el ajuste de las administraciones centrales y provinciales, lo atinente a la reestructuración de las relaciones capital-trabajo -que tiene en la "flexibilización laboral" un nudo central-, los avances desreguladores y la apertura al mercado mundial, lo relativo al sistema previsional y a la estructura tributaria y, como uno de sus rasgos más sustantivos, la subordinación de la moneda nacional -el peso- al dólar, a partir de la "ley de convertibilidad".

Este esquema antinflacionario de estabilización de precios le puso el corsé más importante a la autonomía monetaria del estado y es el que plantea uno de los mayores dilemas a la hora de diseñar políticas económicas de alternativa y superadoras del diagnóstico neoliberal hegemónico.

Puede afirmarse que la actual política, en su conjunto, es la culminación de tendencias estructurales gestadas desde mediados de la década de los '70 en tensión con las crisis y mutaciones de la economía mundial, e importa una verdadera estrategia político-económica que resitúa las bases de la dominación social, define nuevas formas de legitimación-deslegitimación estatal, implica un cambio profundo de las fronteras entre el estado y la sociedad y de los vínculos entre los distintos grupos, clases y actores sociales que se habían configurado durante largas décadas en la Argentina. También implica un cambio cualitativo en la relación del estado nacional vis à vis el mercado mundial, que obliga a una redefinición de los términos tradicionales de los conceptos de soberanía y autonomía estatal. Porque el avance del proceso de mundialización capitalista conocido como "globalización" ha cambiado los escenarios materiales y simbólicos sobre los que se construyeron las relaciones entre los estados y al interior de ellos en la etapa que siguió a la segunda guerra mundial. La crisis del modelo de estado benefactor y el auge de la lectura -y el recetario- neoliberal se esparcieron por el mundo junto con una visión hegemónica que sirvió para acotar sustancialmente los márgenes de elección y decisión autónoma.

Esta mutación cualitativa en la economía mundial implica que, aunque la mayor parte de la actividad económica sigue teniendo carácter nacional o local, el núcleo básico, el que marca los ritmos y orientaciones de inversión e influye sobre los mercados, es global. Esto quiere decir que tiene la capacidad de funcionar como una unidad en un ámbito que abarca todo el planeta, a través de sistemas de información y redes de transporte informatizados. Decimos que el cambio es cualitativo, porque si bien la economía capitalista desde sus orígenes es un sistema global y la referencia al mercado mundial ha signado el funcionamiento de las economías nacionales desde un principio, la forma en que ese mercado mundial influye en el decurso cotidiano de cada estado nacional hoy resulta mucho más significativa. La globalización de los mercados financieros, facilitada por la tecnología de las comunicaciones, permite escindir hasta límites insospechados al capitalista como agente económico territorialmente situado, del capital como fuerza monetaria que circula velozmente y sin restricciones. Así, el horizonte de inversiones para los dueños del capital ya no tiene las mismas fronteras precisas de antaño y puede mudarse con la velocidad que permiten las teclas de una computadora. Esta volatilidad del capital es uno de los aspectos que le plantea más problemas a los estados nacionales, que se ven compelidos a capturar una porción del capital que circula para hacerlo productivo y, con ello, reproducir el orden social al interior de su espacio territorial. Pero los estados, como la actual crisis mundial lo está testificando, suelen resultar impotentes para controlar los flujos financieros y monetarios que determinan sus economías, así como los flujos de información mediática, y de ahí la crisis de su propio papel institucional y el debate en torno a qué funciones le caben -o conserva- al estado nacional en un mundo globalizado. Más aún, el papel que juegan organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en la definición de las políticas económicas y sociales de los países endeudados pone seriamente en cuestión la capacidad de los estados para diseñar estrategias autónomas. Claro que esta impotencia también suele servir de excusa para imponer políticas específicas que no son, ni mucho menos, inexorables como se las presenta, sino que expresan las relaciones de fuerzas que se dan en el seno de la sociedad. Quiénes ganan y quiénes pierden con cada decisión no es el resultado de una suerte de devenir "natural" de determinaciones "económicas", sino la expresión compleja de relaciones de poder.

Puede decirse que la deslegitimación explícita de la intervención estatal, característica del discurso y la práctica dominantes en la Argentina de los '90, no puede ser atribuida, exclusivamente, a la voluntad política de un jefe de estado o de un gobierno, más allá de la innegable responsabilidad que a éstos les competa por las opciones y lineamientos impulsados, sino que remite a significativas modificaciones en la lógica de funcionamiento de "lo público" que se vinieron gestando durante varios lustros, al compás -desacompasado- de los cambios en el escenario mundial. En efecto, el tema del papel del estado y las privatizaciones comienza a aparecer en el discurso público luego de 1976, en virtud de los alineamientos ideológicos de la conducción económica de la dictadura militar, a la par que como resultado de las transformaciones estructurales operadas y a operarse a lo largo del gobierno dictatorial (Thwaites Rey y López, 1990a y 1990b, Schvarzer, 1983)1.

No obstante, es recién a partir de la verificación de la quiebra definitiva del modelo sustitutivo de importaciones y de la crisis de la deuda externa latinoamericana de 1982 -con las consecuencias que su "resolución" parcial trajo-, y más precisamente bajo el gobierno democrático del Dr. Raúl Alfonsín, que se inicia un proceso en el que la reducción del tamaño y la transformación de las funciones del estado cobran singular significación y aparecen en la agenda pública como "La cuestión socialmente problematizada" por excelencia. Este proceso culmina con la denominada "Reforma del Estado" -legislación mediante- emprendida por el actual gobierno del presidente Carlos Menem, que lleva adelante el más audaz y radicalizado proceso de ajuste del aparato estatal jamás conocido en la Argentina: en pocos años se privatizaron la empresa de aeronavegación, los teléfonos, mil kilómetros de la red vial, la generación y distribución de electricidad, la distribución y el transporte del gas, la red de distribución de agua y sistema cloacal, cuatro empresas petroquímicas, las principales líneas y ramales ferroviarios de pasajeros y de cargas, tres elevadores terminales de puertos, dos acerías, tres fábricas militares, una empresa carboquímica, el mercado de hacienda, dos canales de televisión, un hipódromo y un hotel; se concesionaron cincuenta y nueve áreas marginales de la Secretaría de Combustibles y se celebraron contratos de explotación en 8 áreas centrales, amén de la trascendente privatización parcial de la mayor petrolera estatal (YPF). A ello se le agregan las recientes y muy polémicas privatizaciones del Correo argentino y de la red de aeropuertos de todo el país, mientras están pendientes las ventas de la central hidroeléctrica binacional Yacyretá y de las centrales nucleares.

En tanto el capitalismo es un modo específico de organización social de la producción y reproducción material, que tiene requisitos históricos y formas de desarrollo definidos, el estado tiene un papel esencial en garantizarlos, por lo que su estructura institucional y sus modos de intervención se transforman a medida que cambian las formas de acumulación de capital. Pero no se trata de una reproducción económica en sentido restringido, sino que involucra el conjunto de la vida social. En tal sentido, puede interpretarse que el proceso de reforma estatal encarado en la Argentina se ha orientado a tornar funcionales las estructuras estatales para las nuevas formas de acumulación exigidas por la reestructuración del capital global, en el contexto de una correlación de fuerzas claramente desfavorable a las clases subalternas. El viejo andamiaje, asociado a un modelo de acumulación en estado de crisis terminal, ya no era funcional a los requerimientos de valorización y circulación capitalista prevalecientes. De ahí que apareciera como necesaria para el capital, en beneficio de sus intereses estratégicos, una transformación profunda de las múltiples redes que atan la relación estado/sociedad en la que se imbrican asimétricamente las distintas clases y sectores sociales. (Thwaites Rey, 1994). Asimismo, otro componente central para entender esta transformación es el peso que había adquirido la deuda externa, convirtiéndose en un condicionante insoslayable a la hora de definir estrategias económicas.

La instalación del mercado como el asignador principal de recursos, en detrimento de la definición estatal, apareció como el mecanismo más genuino y legitimador de una suerte de "vuelta a la sociedad" frente a la voracidad de un estado elefantiásico y depredador. Sin embargo, la centralidad del mercado no equivale el predominio de la sociedad civil entendida como un todo homogéneo, sino la preeminencia de ciertos grupos en el interior de aquélla. La restricción de la acción estatal supone la reducción de otros grupos y actores sociales para hacer valer sus intereses por fuera de la relación de fuerzas estrictamente económicas impuestas por el mercado. De donde se sigue que "naturalizar" la economía y reificar al mercado es un operativo fuertemente ideológico y político, aunque pretenda lo contrario como recurso fetichizador.

Al comenzar, hace casi una década, este proceso de transformación se abrieron varios interrogantes acerca de sus consecuencias. Hoy se pueden señalar algunos efectos en la estructura social que han dejado las políticas impuestas sin que, sin embargo, pueda darse acabada cuenta de los impactos económicos, sociales, políticos, ideológicos y culturales que tendrán en el mediano y el largo plazo. Como en todo proceso en marcha, las tendencias y contratendencias, las luchas, las presiones e, incluso, el azar y las circunstancias no controladas suelen obturar la posibilidad de dimensionar el conjunto. Además, a ello se le agrega la dificultad para obtener datos fehacientes y confiables que permitan medir con cierto grado de rigor tales impactos. No obstante, pueden perfilarse algunas líneas cuya elucidación, eso sí, resulta relevante -e imprescindible- para el diseño de estrategias políticas. Para pensar en transformar una realidad existente es necesario identificar sus nudos principales, el núcleo de sus contradicciones, sus fortalezas y debilidades. Sólo desde allí podrá intentarse una respuesta que resulte medianamente exitosa, o al menos validable.

En primer lugar, cabe destacar que la transformación en la materialidad del estado, es decir, en sus aparatos y funciones, es a la vez efecto y causa de los profundos cambios operados en la sociedad civil. Porque la reapropiación por parte del "mercado" de tareas realizadas por el estado supone un reacomodamiento de las relaciones de fuerzas sociales de importante magnitud. Hacia "atrás", significa la consagración de un determinado nivel de las relaciones de fuerzas dado -lo que permite imponer cierta redefinición y no otra- y hacia "adelante", porque los cambios operados, a su vez, inciden en su devenir al prefigurar nuevas correlaciones de poder. Así, no sólo cambian las fronteras del estado en relación con la sociedad, lo que equivaldría a decir que cambian los ejecutores de determinadas tareas, sino las posibilidades mismas de las distintas clases y grupos de la sociedad de imponer como cuestiones de la agenda pública determinados problemas sociales.

II- Algunos impactos de la política de reforma del estado y privatizaciones

Los manuales y la realidad

Las recomendaciones sobre privatizaciones y reforma estructural del estado que empezaron a difundirse en los años ochenta partían de la premisa, en parte ideológica, en parte pragmática, del agotamiento del modelo de intervención estatal, por lo que la "vuelta al mercado" y el achicamiento del aparato estatal y el traspaso de bienes y servicios a manos privadas se consideraba un instrumento fundamental para ganar en eficiencia y optimizar recursos. De ahí que los "manuales privatizadores" establecieran criterios tendientes a que el traspaso de bienes a los privados redundara en un mejor resultado en términos de calidad y costo de los bienes y servicios.

Más allá de lo cuestionable de tales criterios neoliberales, es interesante constatar que quienes adujeron estar de acuerdo con ellos no pudieron siquiera cumplirlos mínimamente. El ejemplo de la Argentina, en este sentido, es paradigmático. Aquí, y a despecho de cualquier retórica justificatoria, la decisión de privatizar y de eliminar personal del sector público estuvo impulsada por la necesidad de reducir el déficit fiscal y hacer frente al endeudamiento externo e interno. No obstante que éste fue el objetivo liminar del proceso privatizador, en un principio no fue tan claramente reconocido, cuando la justificación de la privatización se debió basar sobre los criterios de obtención de eficiencia propios de los "manuales". En rigor, esta justificación tenía el sentido de tornar políticamente viables los traspasos. Luego, con el correr del tiempo, privilegiar el pago de deuda y el cierre de las cuentas públicas se convirtió en parte del discurso explícito, abandonándose casi toda referencia al objetivo de mejorar los servicios que, bueno es decirlo, fue considerado un beneficio adicional que vendría como consecuencia necesaria de las reformas pro-mercado y la gestión privada.

Por eso el objetivo de generar el superávit pactado con el FMI pugna siempre por subordinar a cualquier otro y la urgencia fiscal y la necesidad de pagar la deuda externa siguen en el primer plano como objetivos rectores de la política. En ese afán de obtener recursos que caracteriza al proceso privatizador argentino, el estado transfirió hasta sus espacios de apropiación de renta, como es el caso del petróleo, y privatizó YPF. Esto no ha ocurrido en países como Chile, que retuvo el cobre en manos estatales, o México y el Brasil, que aún manejan la parte sustantiva del negocio petrolero2.

Es indudable que todo el proceso privatizador analizado, con sus diferentes etapas, está animado por un "ethos" que lo define y singulariza de otras experiencias mundiales, relativizando en cierto modo los parámetros teóricos universalizados que se utilizan para evaluar los procesos concretos. Sin embargo, y en tanto que precisamente muchos de esos principios teóricos fueron invocados para legitimar la transformación encarada, vale la pena tenerlos en cuenta y confrontarlos con la realidad.

El objetivo de obtener recursos inmediatos para el fisco, achicar el déficit fiscal y afrontar la deuda externa, generó varias cuestiones a lo largo de todo el proceso reformador-privatizador. Por una parte, la inmediatez hizo que se dejaran de lado casi todas las recomendaciones de los "manuales". La primera, la de empezar por aquelllas industrias que, potencialmente, estaban en condiciones de operar en entornos competitivos, preparando el terreno y la experiencia necesarios para encarar privatizaciones más complejas -como son las de servicios monopólicos-. En cambio, en la Argentina se optó por empezar por los servicios públicos. La segunda, la de sanear y reestructurar las empresas antes de la venta, como forma de maximizar su precio (tanto en efectivo como en bonos de deuda). Contrariamente, se las dejó caer a límites extremos, en parte por carencia de recursos públicos y en parte como estrategia de viabilización de la opción privatizadora, tanto hacia la sociedad en general como para minar la voluntad de los propios empleados públicos que se oponían a ella.

Asimismo, para mejorar las posibilidades de obtener mayores ingresos con las ventas, se conservaron los privilegios monopólicos de la mayoría de las empresas vendidas y se otorgó una serie de condiciones ventajosas para los adjudicatarios. Al reducir de esta manera el riesgo sectorial y garantizar a los inversores un horizonte previsible y tranquilo para la amortización del capital, se apuntó a obtener mejores precios, lo que no sólo se verificó en la primera oleada de privatizaciones, sino que incluso alcanzó a las siguientes. De este modo, se sacrificó deliberadamente el objetivo declamado de privilegiar los intereses de los usuarios, en pos de asegurar mejores condiciones de venta. En esta elección se reconoce el "fundamentalismo de mercado" de las autoridades económicas y también sostenido, con mayor o menor convencimiento, por un espectro amplio de políticos3. Este credo neoliberal tiene como premisa básica que, cuantos menores regulaciones y controles, la economía funciona mejor, se logra una distribución de premios y castigos más justa y se aumenta la eficiencia asignativa de recursos, por lo que el estado debe limitar su intervención a la mínima expresión de fijar unas pocas reglas bien claras y estables.

El fortalecimiento de los sectores clave como seguridad, salud y educación, que sobrevendría a la retirada del estado de las áreas productivas, fue una de las razones principales esgrimidas para justificar las privatizaciones. Sin embargo, la crisis profunda que padecen estas áreas es una muestra clara del incumplimiento de las promesas justificatorias. La educación pública, a partir de la Ley Federal de Educación de 1993, fue masivamente transferida a las provincias, que debieron hacerse cargo de solventarla sin contar con los recursos suficientes para afrontar mínimamente no ya las exigencias de modernización pedagógica proyectada, sino los aspectos más elementales para el funcionamiento escolar. La exigüidad de los salarios docentes expresa, sin dudas, la indiferencia oficial frente al deterioro de uno de los sectores clave para el desarrollo: la educación. La magnitud que ha adquirido la protesta que iniciaron los docentes de todo el país en abril de 1997 revela la importancia que la sociedad está asignando a esta actividad4. Sin embargo, la indefinición en torno del financiamiento educativo expresa claramente la falta de voluntad política para resolver este tema central.

Déficit fiscal, deuda externa y gasto público

Una primera cuestión que aparece es la relativa al efecto fiscal que produjeron las privatizaciones. En tal sentido, es indudable que el fisco dejó de destinar recursos a sostener los déficit de las empresas, así como que se libró de la obligación principal de encarar inversiones de las que era socialmente responsable. Por otra parte, a cambio de los activos físicos y, fundamentalmente, del derecho a operar en condiciones monopólicas y/o en mercados protegidos, el estado obtuvo divisas en efectivo, títulos de la deuda pública -con el consecuente ahorro de intereses- e ingresos tributarios procedentes de las empresas privatizadas.

En cuanto a lo obtenido en efectivo, como no fue a una cuenta especial claramente identificable -como también recomiendan todos los "manuales"- no se pudo establecer su destino ni verificar que, como se prometió al comienzo del proceso, se hubieran utilizado para fines sociales previamente establecidos, tales como la mejora de la salud y la educación y, fundamentalmente, de las retribuciones a los jubilados. En cambio, el dinero en efectivo fue a parar a rentas generales, por lo que es difícil establecer su destino concreto, aunque es verosímil que se utilizó para gastos corrientes, ayudando a equilibrar el déficit presupuestario, y para el pago de intereses de la deuda. Esto, sin dudas, constituye una descapitalización importante para el estado no aconsejada por ningún "manual privatizador".

Como afirma Basualdo "a pesar de la subvaluación de los activos estatales, los ingresos provenientes de las privatizaciones son un elemento clave para modificar la situación de las finanzas públicas a partir de 1990 (...) Desde el cuarto trimestre de 1991 las privatizaciones tienen una incidencia que si bien oscila entre el 16% y el 64% del resultado total trimestral, representa el 35% del resultado total promedio obtenido entre el cuarto trimestre de 1991 y el tercero de 1993". (Basualdo, 1994, p. 42)

Según buena parte de los analistas, el aporte positivo del programa de privatizaciones a las finanzas del estado hubiera tenido sentido de haberse articulado con una política de financiamiento que, luego de un período de transición, pudiera por sí misma obtener un resultado positivo suficiente como para enfrentar los compromisos del sector público. Por lo contrario, desde el punto de vista fiscal las privatizaciones resultaron -y siguen siendo- sólo un paliativo en el corto plazo, ya que no dieron lugar a un sistema de financiamiento público autosustentable en el tiempo5. Porque pese al total de cerca de U$S 15.000 millones -en efectivo y en títulos- que se calcula que se obtuvieron por privatizaciones, a 1997 se estimaba que el patrimonio del sector público había bajado en unos U$S 54.000 millones durante la vigencia del plan de Convertibilidad.

Es relevante tomar en cuenta que esta reducción de la deuda externa fue superada por el nuevo endeudamiento que se concretó durante el período de las privatizaciones. Datos oficiales muestran que la deuda pública en dólares pasó de U$S 56.708 millones en 1990 a U$S 74.215 millones en marzo de 1995 (Marcó del Pont, 1995) y hacia mediados de 1997 ya llegaba a los U$S 96.731 millones. El 90% de esa deuda es en moneda extranjera, correspondiendo el 61,8% a títulos públicos (Bradys, Eurobonos, Bonex, Bocon y otros), el 16,8% a endeudamiento con organismos multilaterales y el 9,6% con gobiernos y acreedores oficiales6*.

Aparte de la venta de activos públicos, en 1992 la Argentina ingresó al Plan Brady, que a juicio del gobierno constituía el mecanismo más apropiado para superar la carga de la deuda. Esta decisión estratégica de ingresar al Brady tuvo importantes consecuencias económicas de largo plazo, debido tanto a las condiciones aceptadas en términos de superávit fiscal comprometido, como a los cambios operados en la estructura de la deuda según el tipo de acreedor. La deuda con la banca comercial (unos U$S 20.000 millones) quedó renegociada a 30 años y respaldada por las garantías del Brady, pero como contrapartida el estado debe abonar sin atrasos los correspondientes intereses anuales y sin contar con activos públicos como respaldo último del endeudamiento. (Marco del Pont, 1995)

Como es evidente, el Brady no ha resuelto la cuestión de fondo, ya que fue diseñado para solucionar el problema de los acreedores y no para mejorarles la vida a los deudores. De hecho, con este plan la deuda sólo se redujo en U$S .300 millones, una cifra poco significativa si se la compara con el monto total que actualmente tiene. No obstante, es de destacar el valor político de las privatizaciones y del ingreso al plan Brady en términos de la comunidad económica internacional. Porque el ingreso al Brady abrió la posibilidad de resultar "confiables" para el mundo y recibir nuevos créditos. Claro que hasta esta ventaja se opaca al comprobar la volatilidad del movimiento de capitales del mundo actual y la magnitud del nuevo endeudamiento argentino.

Hay varios componentes que explican el crecimiento de la deuda: por una parte, la consolidación de todas las deudas que tenía el estado. La documentación de deuda flotante que se transformó en fija, con proveedores del estado y con los jubilados, implicó un aumento significativo de las cifras. Entre 1992 y 1994 el estado emitió nuevos bonos de deuda que reconocían créditos a diversos acreedores y todo el paquete se unificó como deuda pública, sin discriminar entre interna y externa. Pero también se explica este crecimiento por el aumento del gasto público frente al retraso en la recaudación impositiva y, consecuentemente, del déficit fiscal que continuó exigiendo mas endeudamiento para hacer frente a viejos y nuevos compromisos.

En cuanto a la transferencia de los pasivos a los privados, que es otra forma en que la privatización reduce la deuda externa, únicamente formaron parte de las privatizaciones del servicio eléctrico y la distribución de gas, los cuales ascienden, en conjunto, a U$S1.571 millones. El resto de la deuda en cabeza de las empresas quedó a cargo del estado nacional, que debe hacerse cargo de ella con recursos genuinos. Esto abre un serio interrogante respecto de la magnitud y al destino de la deuda no transferida a compradores privados, que hasta mediados de 1993 (incluida YPF) ascendía a U$S 20 mil millones a cargo del Tesoro Nacional. (Basualdo, 1994)
Por otra parte, también cambió significativamente la composición de la deuda externa entre la pública y la privada. Esta última aumentó como consecuencia de que las empresas, mayoritariamente, tomaron préstamos del exterior para comprar los activos públicos. Así, los niveles de endeudamiento de los grandes grupos de origen local y el grado de participación que tuvieron en el conjunto de las privatizaciones muestran que su capacidad de compra no se basó sobre la inversión de recursos propios ya acumulados, sino en la toma de créditos en el mercado internacional, posible por el volumen e importancia de sus activos. De este modo, los consorcios adjudicatarios de empresas privatizadas se han convertido en los conductores del nuevo ciclo de endeudamiento y en los que determinan los cambios en las formas de éste, al contraerlo también mediante la emisión de bonos y de obligaciones negociables que se cotizan en bolsa.

La duda que surge al respecto radica en que, en la medida en que los que están involucrados son servicios públicos, qué pasará si los privados no cumplen con sus compromisos. Allí, y pese a no ser garante directo, el estado argentino se verá ante el dilema de dejar caer la empresa y con ella los servicios, o asumir el costo económico de asegurar su funcionamiento. Todo esto sin que el estado se haya reservado ninguna facultad de fiscalización sobre un aspecto tan crucial como es el endeudamiento.

Por otra parte, como la mayoría de los consorcios están conformados por firmas y bancos extranjeros, a quienes se le devengan utilidades que se remiten al exterior, se incrementa de este modo la carga financiera del balance de pagos. Porque bueno es recordar que uno de los propósitos de los acreedores externos que participaron en las privatizaciones ha sido, precisamente, cobrar mejor y más rápido, cambiando sus devaluados papeles por acciones en empresas rentables. Así, sus intereses están dirigidos a apropiarse lo más rápido posible de las utilidades generadas y la política del gobierno se ha encaminado a facilitar tal apropiación.

Párrafo aparte merece el tema del gasto público; uno de los principales problemas de todo el período es su inflexibilidad a la baja y la permanente evasión fiscal, lo que obliga a constantes ajustes y recortes indiscriminados y a sucesivas negociaciones con el Fondo Monetario Internacional, que suma exigencias macroeconómicas para acordar los préstamos imprescindibles para la continuidad del programa. El principal componente del gasto público es el Sistema de Seguridad Social (SSS). Así, en el período 1991-1994, mientras el gasto del Sector Público Nacional -que comprende la Administración Central, los Organismos Descentralizados y las Empresas Públicas- respecto del gasto total desciende del 27,6% en 1991 al 21,7% en 1994, las erogaciones al SSS aumentan del 24,5% al 31,1% en el mismo período7. De ahí que uno de los objetivos de la llamada "Segunda Reforma del Estado" negociada con el Fondo Monetario Internacional a partir de 1995, fuera la reducción de estas erogaciones, así como el reordenamiento y recorte de gastos de las provincias -vía privatizaciones y achicamiento de las plantas de personal estatal-. A partir de 1995, el agotamiento de las privatizaciones y el fin de la reactivación económica de la primera etapa de la Convertibilidad, a causa de la saturación de la demanda, tienen un efecto muy fuerte en las cuentas públicas, ya que la fuente principal de recaudación está en los impuestos al consumo. Esto obliga a impulsar nuevos ajustes de gastos en el sector público, nuevamente animados no por un proyecto racional de tornar eficiente las estructuras estatales sino por la lógica inmediatista de cerrar las cuentas fiscales.

En tal sentido, el acuerdo con el FMI de agosto de 1997, encaminado a destrabar las negociaciones por un crédito de facilidades extendidas por 1.000 millones de dólares -una suerte de "paraguas político" para los últimos dos años del gobierno de Carlos Menem-, impuso nuevos recortes del gasto público y un freno a la posibilidad de utilización con criterios de política electoralista de corto plazo los nuevos fondos a obtener -por ejemplo, con la venta del Banco Hipotecario Nacional-. El compromiso es que las inversiones en infraestructura proyectadas sólo puedan ejecutarse si se reducen otros gastos del estado o se aumenta la recaudación impositiva.

Privatizaciones y tarifas públicas

Para analizar la cuestión de las tarifas8 es preciso tener en cuenta que, durante la gestión estatal de los servicios, las tarifas estaban sujetas a determinaciones políticas y poco tenían que ver con la estructura de costos; principalmente, eran usadas como mecanismos de regulación inflacionaria o de redistribución de ingresos entre los sectores sociales. Por eso hay que destacar que se mantuvieron muy deprimidas hasta el momento de la privatización, elevándose antes de entregar las empresas a los privados. Tales fueron los casos de las primeras privatizaciones: teléfonos, transporte aéreo, rutas concesionadas y ferrocarriles. La reacción adversa que esto generó dio lugar a la modificación de los contratos y de los marcos regulatorios a pocos meses de haberse completado las transferencias y llevó a sucesivas negociaciones con las adjudicatarias para lograr reducir las tarifas, empresa que no fue muy exitosa para el gobierno, ya que a cambio de resignar la regla de indexación prevista en los contratos originales, los privados obtuvieron la eliminación de impuestos y dolarizaron las tarifas. (Gerchunoff y Canovas, 1995)

En las privatizaciones posteriores, los ajustes tarifarios no tuvieron la misma magnitud, aunque también se hicieron importantes incrementos. En tal sentido, el ministro Cavallo puso en marcha, a comienzos de 1991, un proceso de ajuste tarifario que permitió colocar las tarifas públicas, especialmente las de luz y gas, en niveles compatibles con los costos. Así, los aumentos dispuestos ese año y el siguiente redundaron en un incremento de las tarifas por encima de los ajustes inflacionarios. En el caso del gas, por ejemplo, entre marzo de 1991 y enero de 1993 -cuando se privatizó la empresa-, la tarifa promedio se incrementó en un 29% (Azpiazu, 1998).

Resulta significativo que la fijación inicial de tarifas haya resultado, comparativamente con el resto del mundo, muy alta, con el propósito de obtener mejores ofertas de los adjudicatarios que redundaran en mayores ingresos para el fisco. En los sectores eléctrico y gasífero, el límite último estuvo dado por la necesidad de no afectar excesivamente a los productores de bienes que utilizan con intensidad esas fuentes de energía. De cualquier modo, la incidencia de los costos de estos insumos en muchas industrias devino uno de los puntos de discusión más importantes desde fines de 1994. La tarifa que abonan los usuarios de ambos servicios, en forma simplificada, es el resultado de la suma del precio del gas o la electricidad negociados en el nivel mayorista y las tarifas, fijadas en dólares, por los servicios de transporte y distribución establecidas por el ente regulador. Esta fórmula general, sin embargo, se especifica para cada uno de los tipos de usuario: industriales, comerciales y residenciales.

Mientras la desregulación del sector de generación implicó la introducción de la competencia entre distintos productores -por lo que el precio del insumo se fija de acuerdo con el esquema productivo del sector-, el sistema elegido para las tarifas de distribución -donde no hay competencia- es similar al que se utiliza en Gran Bretaña. El método regulatorio británico "cap price" implica que se fijen precios máximos por un período determinado, aplicados al servicio siguiendo una fórmula relacionada con un índice de precios y un factor de productividad. Esto apunta al control por resultado, dejando que el incentivo de los operadores sea mejorar la eficiencia de modo tal de poder apropiarse de las utilidades obtenidas por encima de las previstas por el regulador. En el largo plazo, los consumidores deberían beneficiarse, ya que cuando se renegocia el precio tope, el regulador tiene una mejor idea de qué tipo de rendimiento es razonable. Teóricamente, el gobierno puede asegurar una ganancia en el corto plazo, acordando previamente que la mitad de todo nuevo beneficio sea trasladado a los consumidores, algo que en el caso argentino no se hizo9.

En cuanto al sector de aguas y servicios cloacales, a pesar de no fijarse un sistema de precio tope, se acordó partir de la tarifa vigente al momento del traspaso, establecida en función de la superficie cubierta de los inmuebles y no de la cantidad de agua consumida, y a ir colocando paulatinamente medidores, empezando inmediatamente por los usos industriales y comerciales. Porque la intención final declarada es que los usuarios paguen por el agua que efectivamente consumen y no por la superficie que ocupan sus inmuebles, para estimular el ahorro de agua en un país donde quienes disponen de ella la utilizan desmedidamente y faltan millones por abastecer. Sin embargo, tanto la actualización de la información respecto de los metros cuadrados cubiertos -efectuada por relevamiento fotográfico aéreo y luego inspección domiciliaria-, como la aplicación del cargo universal por conexión, determinaron un muy fuerte aumento en la tarifa para la mayor parte de los consumidores. Esto no parece un avance hacia el pago del servicio según lo consumido, sino que refuerza el criterio anterior de pago según la capacidad contributiva exhibida por los metros cuadrados de la propiedad.
Por otra parte, aún está en discusión la incorporación de otros cargos, producto de una renegociación de inversiones en infraestructura encabezada por la Secretaría de Medio Ambiente de la Nación -de la que el ETOSS estuvo excluido-, y de la actualización contractual por mayores costos. Con el agravante de que, a diferencia de la luz o el gas, no es posible regular su uso de acuerdo con las posibilidades económicas o necesidades efectivas del consumidor.

En materia de teléfonos, en el período comprendido entre agosto de 1989 -cuando se sanciona la ley de Reforma del Estado y se decide la privatización de ENTEL- y noviembre de 1990 -cuando se produce el traspaso- los teléfonos sufrieron un incremento sustantivo, que significó una virtual transferencia de recursos desde los abonados hacia las empresas licenciatarias (Azpiazu, 1998). No obstante, desde 1992, las dos empresas telefónicas privadas plantearon a la autoridades la necesidad de rebalancear las tarifas, algo que fue autorizado en 1997 por la Secretaría de Comunicaciones. Esta autorizó a las empresas a reestructurar el sistema tarifario, algo muy cuestionado por gran parte de los usuarios. Tras un debate de más de dos años y luego de dos audiencias públicas donde se impugnó severamente el criterio de las privadas y se logró retrasar la decisión, el gobierno finalmente hizo suyo el reclamo empresario y por decreto aprobó el nuevo cuadro de tarifas. Ello implicó importantes aumentos en los ya onerosos precios de las comunicaciones urbanas, que representan la porción más relevante del tráfico comunicacional, con el argumento de permitir, mediante el mecanismo compensatorio llamado "rebalanceo", bajar los altísimos costos de las llamadas internacionales e interurbanas. El nuevo esquema perjudica sobre todo a las casas de familia y los pequeños comercios, que no tienen volúmenes significativos y constantes de llamadas a otras ciudades del interior o del exterior del país, y se comenzó a aplicar parcialmente, pese a la batalla judicial entablada en torno a la validez del decreto que autorizó el aumento tarifario10. Finalmente, la disputa legal finalizó con la convalidación de la Corte Suprema de Justicia de los ajustes decretados, dando lugar a una inmediata presión de las telefónicas sobre los deudores que habían decidido no pagar hasta que se aclarara la situación legal11.

También las tarifas de ferrocarriles y subtes, así como los peajes en las rutas nacionales concesionadas, sufrieron aumentos considerables a costa de los usuarios y en beneficio de los concesionarios.
Por otra parte, es preciso subrayar que en todos los procesos de renegociación contractual -aguas, ferrocarriles, rutas, gas- posprivatización, la constante es que las inversiones para mejorar la eficiencia de los servicios saldrán de los bolsillos de los usuarios vía aumento de tarifas, cobrado -en la mayoría de los casos- con anterioridad a la ejecución de las obras.

La cuestión de la regulación

Otro aspecto significativo del proceso privatizador es que no se garantizó que previamente quedara establecida una regulación efectiva, tanto en lo que respecta a los marcos regulatorios como a los entes. Porque la regulación, de acuerdo con la filosofía económica dominante en el gobierno, debía ser una actividad residual y mínima, en la medida en que se partía de la convicción de las ventajas que ofrece darle garantías casi absolutas a los mercados y, fundamentalmente, del criterio pragmático de establecer los contratos casi formalmente, para luego negociar sobre la marcha las condiciones de funcionamiento de cada sector privatizado. La principal consecuencia de esta situación es que las empresas usan el argumento de la "seguridad jurídica" para preservar aquello del contrato que les conviene y el de la "flexibilidad" cuando pretenden modificaciones a su favor12.

Esto, además de ser una táctica común en los negocios, arraiga precisamente en la forma en que se hicieron los contratos de traspaso: como marco global "formal", necesario pero "negociable" según las circunstancias13. El cumplimiento de esa cláusula no escrita de flexibilidad es lo que las empresas constantemente le reclaman al gobierno más allá de la letra de los contratos, por eso prefieren negociar directamente con las autoridades económicas y eludir a los entes reguladores específicos, en los casos en que éstos intentan conservar ciertos márgenes de autonomía para aplicar la letra de los contratos por sobre las presiones políticas.

Muchos de los problemas que hoy aparecen, y que seguirán apareciendo en el futuro, tienen que ver con esta situación. Por eso, además de ser cuestionable la decisión en sí de la mayoría de los traspasos, desde la propia lógica con que fueron encarados son, a todas luces, impugnables. El desajuste inicial existente entre el traspaso de los servicios públicos a manos privadas, la creación de los marcos regulatorios y la puesta en funcionamiento de los entes reguladores, resulta uno de los condicionantes centrales para el ejercicio de la potestad controladora estatal y está en la base de muchos de los reclamos actuales de las prestadoras privadas de los servicios. (Thwaites Rey, Castillo y López 1985).

Mientras que el servicio telefónico, aerolíneas y el sector ferroviario fueron privatizados sin que existiera un marco regulatorio para la actividad ni la conformación del Ente, las privatizaciones en el sector del gas y la electricidad fueron realizadas una vez sancionados por ley los marcos, pero antes de constituirse los entes respectivos. Solo en el caso del servicio de aguas y redes cloacales se contó con el marco regulatorio sancionado y el ente funcionando, aunque escasos días antes de la entrega del servicio al concesionario privado. Esto se debe a que, además del apuro por sacarse de encima el peso de las empresas y allegar recursos para solucionar el déficit, subyacía a la conducción económica la creencia de que la regulación -y por ende los entes- era enunciada para guardar las formas antes que para garantizar un control real. Asimismo, en materia regulatoria quedó expuesto con claridad el bajo nivel de participación que obtuvo el Parlamento durante el proceso de privatizaciones. Ello llevó al extremo de volver a ignorar al reticente Congreso para vender el Correo y los Aeropuertos. En estos casos tampoco se establecieron los marcos regulatorios ni se organizaron los entes previo al proceso privatizador, no obstante contarse con una experiencia de varios años en materia privatizadora.

A la falta de legitimación inicial se suma la excesiva injerencia de los funcionarios del Ejecutivo -a través del Ministerio de Economía- para la designación de los miembros del Directorio de cada uno de los entes, contraviniendo toda la teoría vigente en materia de regulación, para la cual el principio de autonomía política de los órganos reguladores resulta una condición primordial. Para los nombramientos de los cuerpos directivos de varios entes el Congreso de la Nación no ha tenido participación alguna y sus miembros sintonizan en línea directa con los requerimientos del Ejecutivo14. En todos los casos, con los matices de rigor, se advierte una marcada subordinación de los entes a las directivas políticas inmediatas de la cartera económica, que no ha ocultado su intención de retener bajo su órbita el máximo poder de negociación político-económico con los privados, reservando a los entes un mero rol mediador o arbitral entre prestadores y usuarios, lo que supone abandonar la defensa explícita de éstos.

Lo anterior resulta más preocupante aún, si se tiene en cuenta que los que se han privatizado son negocios y empresas estratégicas y monopólicas (naturales o legales, preexistentes o creados) donde no operan ciertos mecanismos reguladores del mercado competitivo que atenúen la desprotección de la sociedad y donde prácticamente se ha excluido la participación de los usuarios en aspectos clave que hacen a la prestación de los servicios públicos. Surge, entonces, una profunda inquietud sobre el impacto sobre tarifas y calidad de las prestaciones, en la medida en que las empresas son operadas con la lógica de rentabilidad máxima que rige las leyes del mercado.

Y existe aquí otro problema adicional, cual es la dinámica de intereses que confluyen en el interior de los consorcios adjudicatarios. Mientras la lógica de los bancos extranjeros los lleva a maximizar la liquidez de corto plazo para reemplazar el servicio de los viejos títulos de la deuda por la remisión de utilidades al exterior, en el caso de los operadores internacionales prima el procurar que la empresa maximice beneficios y que se adecue a su estrategia en el nivel internacional. En tal sentido, probablemente sean las más preocupadas por el cumplimiento de las regulaciones vigentes, mientras que las empresas argentinas van a interesarse tanto por las utilidades de la firma privatizada como por que ésta se comporte de la manera que resulte más redituable a sus propios intereses. (Gerchunoff y Canovas,1995, p. 492)

Otro aspecto relevante de los déficit regulatorios es la permanente renegociación de los contratos de casi la totalidad de los servicios privatizados. Aquí se da la paradoja de que, aduciendo la seguridad jurídica, las empresas se resisten a renunciar a cualquier privilegio contractual que hayan obtenido inicialmente, o que se haya configurado en el transcurso de la ejecución del contrato. Al mismo tiempo, plantean la necesidad de renegociar en su beneficio aquellas cuestiones que les son perjudiciales. Claro que el problema no reside sólo en las empresas, cuyo objetivo obvio es obtener la mejor rentabilidad, sino en las autoridades públicas -teóricamente encargadas de velar por los intereses de los consumidores en general- que receptan íntegramente las exigencias empresarias. El ejemplo más palpable es la ausencia de control en la estructura de costos de las empresas, que está en la base de todos los reclamos de aumentos tarifarios. Si no se pueden determinar los costos reales de la prestación del servicio, mal se podrá establecer la tarifa adecuada en función de éstos. Para poder hacerlo, y negociar desde una posición de mayor fortaleza con las empresas, el estado debería proponerse que sus órganos de regulación y control estuvieran dotados de los recursos técnicos necesarios para ejercer sus funciones, algo que, hoy por hoy, está completamente alejado de la visión dominante en las autoridades económicas nacionales.

Lejos de eso, la mayoría de los procesos de renegociación contractual no han sido encarados por los entes respectivos, que se supone que deben conocer técnicamente en profundidad la realidad de la actividad regulada. Como siempre han primado criterios políticos de negociación directa desde el Ejecutivo, sea el Ministerio de Economía o el de Recursos Naturales y Medioambiente, prácticamente el conjunto de los contratos han sido modificados de manera sustantiva, implicando, de hecho, nuevas obligaciones que hubieran ameritado el llamado a nuevas licitaciones. La base de todas las renegociaciones ha sido canjear mejoras en los servicios a cambio de mayores plazos de duración contractual y, sobre todo, a costa de las tarifas que deben pagar los usuarios. La constante es que las inversiones se realicen en función de lo que previamente las empresas recauden de los usuarios vía incrementos tarifarios, eliminando todo riesgo empresario.

La concentración de la propiedad

Esto nos lleva a otra cuestión que aparece con nitidez en el proceso privatizador argentino, cual es la relativa a la concentración económica y al desbalance de poder social que trae aparejado. Esto tiene su historia. La tendencia a la primacía de la valorización financiera, que se viene profundizando desde mediados de los setenta, ha conllevado la desinversión productiva, la consecuente desindustrialización y con ella la pérdida de poder relativo de los trabajadores, de sus organizaciones sindicales y de las instituciones estatales sostenedoras del "compromiso" estatal de socialización de la fuerza de trabajo. En América latina en general, y en la Argentina en particular, esta tendencia se fue desarrollando paulatinamente, a partir de la quiebra violenta producida por la dictadura militar, que tuvo como objetivo primordial cambiar radicalmente las bases mismas del modelo económico social preexistente ya en crisis. La estructura estatal, a partir de entonces, sirvió para la valorización individual de algunos pocos grandes grupos que acrecentaron su poder relativo. Esto se produjo utilizando la capacidad económica del estado en favor de esos pocos grupos mediante múltiples formas de contratos, subsidios y exenciones impositivas, que terminaron comprometiendo las finanzas públicas y derivaron en una crisis fiscal sin precedentes. Cuando el proceso de succión quedó concluido y sobrevino la explosión de la crisis ante la incapacidad de hacer frente al endeudamiento externo, la solución reclamada por los acreedores, es decir, el canje de deuda por activos públicos, devino como el corolario natural e insoslayable. Su correlato necesario fue el reparto de las principales áreas estatales entre los capitales concentrados operantes en el país -tanto de origen "nacional" como "extranjero"-, sin ningún otro objetivo más que la valorización rentable y el mínimo riesgo, cual es la tónica de los tiempos.

En efecto, los grandes adjudicatarios de la mayoría de las privatizaciones más atractivas por su alta rentabilidad han sido un puñado de grupos económicos de origen nacional (destacándose Pérez Companc, Techint, Soldati, Astra y Roggio, entre otros) asociados a importantes empresas extranjeras en carácter de operadoras experimentadas y responsables de la administración del negocio -muchas de ellas estatales- y bancos acreedores internacionales que financian la operación y proveen los títulos de la deuda pública requeridos, acentuando considerablemente la tendencia preexistente a la concentración económica y a la integración selectiva al mercado mundial.

Por otra parte, es de destacar que esta concentración adquiere una mayor importancia si se toma en cuenta que, además de referirse a actividades monopólicas, tiene la característica de que varios de los grupos inicialmente se diversificaron en distintos rubros, integrándose en un amplio espectro de actividades de producción de bienes y servicios que les otorgó una capacidad de negociación adicional. Este cuadro se complejiza aún más con el reciente pero impetuoso proceso de venta de empresas productivas y de servicios de capitales locales a grandes firmas internacionales, perfilándose un nuevo escenario con actores económicos sin lazos sociales y políticos preestablecidos en la sociedad argentina, que agrega nuevos ingredientes al ya fuerte desbalance de poder entre los grandes grupos y el resto de la sociedad. Resulta previsible que, en situaciones de conflicto, este grado de concentración al interior de las empresas privatizadas y respecto del tipo y cantidad de actividades involucradas redunde en la debilidad estatal para imponer reglas favorables al conjunto de la sociedad, máxime si se considera que otro aspecto clave del proceso de reforma estructural ha sido el voluntario acotamiento de la capacidad estatal para definir y hacer cumplir reglas de juego que garanticen los derechos de la mayoría de la población. Una de las paradojas de este proceso es que, si bien el Ejecutivo logró acumular un poder sin precedentes respecto de los otros poderes del estado y a la sociedad misma, que le permitió imponer condiciones transformadoras y fuertemente disciplinadoras venciendo todas las resistencias, su amalgama con los grupos de poder redundó en una escasa autonomía para imponerles reglas básicas como "capitalista colectivo ideal".

El poderío de los grupos más concentrados se ejemplifica también en la gran debilidad de la difusión de la propiedad accionaria a través del mercado de capitales, lo que oportunamente fue propagandizado como "capitalismo popular". El desbalance también se pone de relieve con el malogrado destino de los Programas de Propiedad Participada. En la ley de Reforma del Estado se estableció como requisito para la privatización la reserva de un 10% del capital accionario en manos de los trabajadores. Amén del efecto legitimador hacia el público en general, esta disposición fue una de las monedas de cambio a la dirigencia sindical para facilitar las privatizaciones. Pero una vez puestos en marcha los procesos concretos, se advirtieron de inmediato las enormes dificultades para definir los criterios de distribución, administración y control de esas acciones con un sentido satisfactorio para las pretensiones de los trabajadores. A la demora con que fueron implementados la mayoría de los "programas de propiedad participada" (PPP), se le sumó la directa desnaturalización que sufrieron muchos de ellos, y la virtual ausencia de los representantes de los trabajadores en los directorios de las empresas, desnaturalizando así el propósito declarado de dar participación a los empleados en la conducción de las empresas privatizadas. En la actualidad, de los 45 programas que se constituyeron, un cuarto se ha cerrado antes de tiempo, incluyendo los más importantes, como YPF y los telefónicos.

El impacto sobre los trabajadores y la sociedad

El proceso de desmantelamiento del sector público empresario (vía privatizaciones) y de descentralización hacia las provincias de la infraestructura social del estado nacional, implicó una profunda "racionalización de personal" que ha significado una pérdida de capital humano y de "saber hacer" invalorables. El esquema de los "retiros voluntarios" masivos e indiscriminados, sin ningún criterio de preservación de las funciones que se cumplían ni de la capacitación e idoneidad, redundó en el éxodo de buena parte del personal técnico más capacitado e implicó un disparatado despilfarro de recursos humanos. Este proceso se realizó avasallando los derechos de los trabajadores a partir de crear condiciones laborales signadas por el desgaste físico y psíquico cotidiano, como mecanismo para impulsarlos a trocar su empleo estable por la indemnización del denominado "retiro voluntario" que, en los hechos, constituyó una cesantía inducida, con el agravante de que quienes se acogían al sistema renunciaban a la posibilidad de ser incorporados nuevamente al estado por varios años. (Informe IDEP, 1993)
Testimonio del desbalance de poder social lo constituye la debilidad con que los trabajadores estatales pudieron enfrentar un proceso que los golpeó -y golpea- duramente por los despidos masivos, en un contexto en que el que el mercado de trabajo se caracteriza por su incapacidad para absorber la nueva mano de obra que vegetativamente se incorpora año tras año, más la expulsada por el estado, con el consecuente crecimiento de la desocupación. De algún modo, la resistencia pudo encarnarse brevemente en algunos sectores, como la huelga de los telefónicos de 1990, la cruzada de la comunidad de San Nicolás en 1990-91, indisolublemente ligada al destino de SOMISA, las combativas huelgas ferroviarias de 1991 y las protestas de los trabajadores aeronáuticos en 1992 y 1993, por mencionar las más significativas. Pero todas ellas, en la medida en que no lograron articularse entre sí y con otros sectores de la sociedad, quedaron finalmente aisladas y fueron derrotadas.

La racionalización del personal de las empresas públicas y en la administración central implicó la drástica reducción de alrededor de 535.000 puestos de trabajo entre 1989 y 1995 pero, aunque no hay datos precisos, esta cantidad creció aún más con las los despidos de personal de las empresas ya privatizadas. Asimismo, en esos mismos años se iniciaron una serie de reformas administrativas encaminadas a poner fin a la estabilidad y el derecho a la carrera de los agentes públicos, promoviéndose, a su vez, un fuerte proceso de dispersión salarial tendiente a profundizar la fragmentación de la planta. Estos mecanismos tuvieron como fin suprimir la independencia de criterio del empleado público y propender a configurar una dotación dócil frente a las exigencias del gobierno de turno". Como se afirma en un trabajo de la Central de Trabajadores Argentinos, "la destrucción de la estabilidad y la normativa para el ingreso, promoción y escalafón salarial del empleo público, no sólo es nefasta para las condiciones laborales de los empleados estatales, sino que supone el avasallamiento de la independencia del criterio del funcionario público y la pérdida de transparencia de los actos que produce"15.

Tampoco se compensó adecuadamente a los empleados despedidos, a los que sólo se indemnizó sin brindarles posibilidades de capacitación y reinserción laboral. La inmensa mayoría de los estatales despedidos, de este modo, utilizó el dinero obtenido para emprender negocios de escasa o nula rentabilidad -como la instalación de pequeños comercios minoristas- sin ningún asesoramiento respecto de su viabilidad económica, lo que redundó en quiebras masivas y, como corolario, en la pauperización de las familias afectadas en un entorno de desocupación creciente, de flexibilización y fuerte precarización del mercado de trabajo.

Precisamente, el espectacular aumento en los índices de desocupación que se verifican en 1997 -16,1 % en el mes de mayo- tienen en la reducción del aparato estatal y en la disminución drástica del personal de las empresas públicas, tanto pre como post privatizaciones, una causa significativa. Agotados los recursos que le permitieron a los ex empleados estatales sobrevivir algún tiempo y tener la ilusión de que podrían desempeñarse en forma independiente, la realidad los enfrenta hoy con la necesidad de conseguir nuevamente trabajo, pero en condiciones mucho más desfavorables.

La situación es más grave aún si se toma en cuenta que, a partir de 1991, el mercado de trabajo comenzó un inexorable proceso de desregulación legal para favorecer a los empresarios y de desarticulación del viejo sistema de relaciones laborales protector, que fue el que permitió ampliar el mercado interno y cohesionar el tejido social (Godio, 1997). La flexibilización laboral no supuso, como se pregonó, una adaptación a las nuevas condiciones tecnológicas del trabajo, ni fue impuesta por mejoras organizacionales para aumentar la productividad laboral.

La desocupación y la precarización laboral, con los abusos que ello conlleva, constituyeron una respuesta disciplinadora muy fuerte del polo del capital -cuyos intereses se encarnaron plenamente y virtualmente sin mediación en el estado- hacia los trabajadores. De modo que las constantes demandas empresarias para eliminar todos los "costos" laborales, incluidas las organizaciones sindicales, con el horizonte puesto en la soñada relación contractual "uno a uno" de los albores del capitalismo, son más de tipo político que estrictamente económico. Es aprovechar una correlación de fuerzas favorable para imponer estrictas reglas a los trabajadores, consagrándolas legislativamente.

Capital global y estado nacional

Puede decirse que, en la actual reestructuración del capital mundial y al interior del estado nación periférico, las políticas de flexibilización laboral, de reforma del estado y privatizaciones significan un avance sobre las conquistas históricas de las clases subalternas que lograron cristalizar en instituciones estatales, porque resultan disfuncionales para la estrategia de acumulación. Para imponerlas se apela a la forma más usual del chantaje capitalista: la decisión sobre cuánto, cómo y en dónde invertir, que es crucial respecto a la posibilidad de reproducción de la fuerza de trabajo. No resulta sorprendente, entonces, que desde la sociedad capitalista se refuerce el discurso que presenta como única salida posible -y casi obvia- la necesidad de proteger al capital y de aceptar sus condiciones: más ajuste, mayor flexibilización y precarización y peores condiciones de vida para la mayoría de la población.

Pero en la medida en que el chantaje se convierta en una rueda sin fin que cada vez quiera más, y para lograrlo recurra a la expulsión sistemática de millones de personas para que "aprendan la lección", se advierte, como tendencia, la puesta cada vez más en cuestión de la posibilidad misma del capitalismo para reproducir a la sociedad en su conjunto en el espacio del estado nación. La creciente conflictividad social, con protestas de diverso tenor, que engloban incluso a pueblos enteros afectados por la crisis, está empezando a marcar los límites de un escenario que cada vez puede contener menos a los expulsados por el ajuste16. Esto que se verifica como síntomas, sin embargo, de ninguna manera significa un camino catastrófico e inexorable.

No obstante, aquí aparece el límite económico del chantaje: el capital necesita generar plusvalor y éste no se obtiene financieramente. Por eso, el capital sigue requiriendo al trabajo, aunque se redefinan continuamente las condiciones en que se materializa su venta, de acuerdo con las variables correlaciones históricas de fuerza, y aun las propias condiciones técnicas de la producción. La reestructuración de las formas del aparato estatal para adaptarlo a nuevas funciones y la reformulación de las relaciones laborales son, en este sentido, una constante en el capitalismo. Lo específico de la actual es la forma en que se expresa el virtual chantaje y la capacidad para resistirlo de quienes lo padecen. Y aquí, además, se advierte la complejidad de la pulseada. Con el auge del modelo interventor benefactor se tenía la pretensión de universalidad y uniformidad en el espacio del estado nación, y esta pretensión sigue operando en términos jurídicos generales, aunque se estén modificando los parámetros legales específicos de las instituciones benefactoras y laborales en buena parte del mundo, y especialmente en la periferia. La contradicción, entonces, aparece entre el discurso universalizador general y el recorte diferenciador que avanza al compás de la fragmentación. En este sentido, en la forma actual de "mundialización neoliberal" lo que parece emerger con mayor fuerza es la proliferación de zonas geográficamente dispersas, unidas entre sí por formas de producción y consumo que tienen las mismas pautas culturales y que se diferencian unas de otras al interior del estado nación -lo que se conoce como sociedades duales, o lo que O'Donnell (1993) llama zonas azules, verdes y marrones, según los niveles de integración-exclusión social-. Es así que en un mismo espacio territorial pueden coexistir, en diferente proporción, sectores sociales absolutamente diferenciados y fragmentados en cuanto a sus pautas y niveles de vida. Entonces surge la pregunta de cómo gobernar estas diferencias cada vez más profundas refiriéndose a los términos clásicos de ciudadano libre e igual encarnados en el estado nación y en los límites de la democracia representativa. Es más, aparece la duda de cómo enfrentar el desmantelamiento -vía desregulación, desestatización, privatización, flexibilización laboral- de las instituciones que se originaron con la pretensión de sostener la universalidad, frente a estas múltiples parcialidades que van asignando nuevos sentidos a lo que puede ser percibido como "interés general".

Por otro lado, es posible oponerse a las privatizaciones y a la reforma regresiva del estado y criticar el diagnóstico neoconservador. Pero este diagnóstico y sus soluciones se basaron sobre una percepción real del estado previo: no le "servía" a los sectores populares, en la medida en que la fragmentación, por una parte, diluía el sentido de universalidad, y por la otra, por la propia dinámica de la instituciones "benefactoras", que fueron expropiadas por los sectores dominantes del poder real para cumplir sus fines explícitos y feudalizadas por las burocracias. La extensa literatura sobre las deficiencias del modelo interventor benefactor en este sentido exime de abundar en este punto. Sin embargo, resulta significativo que las causas más profundas de tal distorsión hayan podido ser veladas por el propio efecto fetichizador del estado, que no perdió su apariencia de "neutral", de colocarse "por encima de los intereses sociales contradictorios", pero no en un sentido de imparcialidad sino de aparecer como un "ente", como una "cosa" con vida propia que opera para autorreproducirse a costa del "interés general". Pero, sin embargo, quedó opacado el aspecto desfetichizador que entraña esa imagen de ajenidad, de extrañeza y de distancia. En lugar de producirse una reapropiación por parte de la sociedad civil del sentido de lo público "ajenizado" por el estado, se produjo lo esperable en una sociedad capitalista y con la correlación de fuerzas existente: una privatización-particularización en beneficio de los sectores concentrados en el "mercado" -beneficiarios directos del accionar estatal previo- consentida

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