Chori privado vs. chori público

Martin Granovsky

 

Igual que Carlos Menem el 6 de abril de 1990, Mauricio Macri tuvo su Plaza del Sí. Resultó pulcra y limpia, sin contaminación de peronistas. Y no porque el macrismo carezca de un componente de origen peronista –ahí están Emilio Monzó, Cristian Ritondo y Diego Santili– sino porque ayer hubo expresiones verbales de antiperonismo explícito como nunca antes desde 1955.

Si los manifestantes de ayer fuesen representativos del universo de votantes, el macrismo perdería en octubre. Solo clase media. Nada de clase media baja. Pocos trabajadores de la industria o la logística, con o sin empleo. No estaban tampoco los condenados a la informalidad y a las changas en extinción. 

Y para colmo sobraron los dogmas revestidos de petición de principios. Contra choripanes y colectivos, por ejemplo. 

Pobres choripanes. El dogma los convirtió en un arma del diablo. El Gato Dumas, que era un cajetilla muy simpático, estaría irritado. Dumas decía que el choripán era la combinación perfecta de sabores y contrastes y que nada en la cocina argentina superaba ese invento. Es verdad que ningún cardiólogo recomendaría las 450 calorías de un chorizo mixto de cerdo y vaca, los 21 gramos de grasa, las 250 calorías del pan y los 600 o 700 miligramos totales de sodio. Pero sin duda muchos de quienes ayer aborrecían del choripán son capaces de caer en él, diría el Presidente, por lo menos el domingo al mediodía. El choripán, eso sí, no debe ser mezclado con la política. 

La combinación de colectivo y política también sería digna de Lucifer. “Los micros, ¿dónde están?”, se preguntaba un cartel. 

Curioso. Hay pocos fenómenos tan colectivos (perdón) como una concentración política, pero los participantes daban la impresión de querer mentirse a sí mismos. El ideal sería no el fenómeno colectivo sino la suma de iniciativas individuales que la Providencia con su sabiduría infinita hace coincidir sin que nadie pierda, por eso, su condición de sujeto único. 

Lo virtuoso, en cambio, es la espontaneidad entendida como falta de aparato. Sobre todo, como falta de sindicato. El gobierno de Macri y el Pro utilizan maravillosamente las redes sociales. Compran o consiguen perfiles que alimentan su propio bagaje de  Big Data. Como dice Jaime Durán Barba, saben dirigirse a públicos específicos como los adoradores de mascotas. Conocen cómo armar una red de WhatsApp de amplio espectro. Probaron esas herramientas en las campañas electorales y en los caceroleos contra los gobiernos kirchneristas. 

Hacer política en las redes es una forma de organización. “¿Me estás hablando en serio?”, le preguntó anoche a un periodista de tevé el consultor Hugo Haime cuando el periodista afirmó que la marcha era espontánea. “La gente decide por sí misma ir a una manifestación que fue convocada organizadamente por sectores que no son ajenos al Gobierno”, precisó Haime. 

El “Sí se puede” que Macri y Durán Barba le plagiaron a Barack Obama, una consigna tan poco ideológica que hasta fue usada por Raúl Castro al despedir a Fidel, apareció en muchos carteles. Y el mismo Macri la rescató por la noche en Twitter: “Sí, se puede. Juntos estamos cambiando”. 

Los más enojados decían: “Si no les gusta que se vayan a Venezuela”. O: “Que no molesten más, porque nosotros estuvimos bajo doce años de ellos, más los veintipico de peronismo”.

El “ellos” está a flor de piel. Ellos pueden ser los populistas, los kirchneristas, los peronistas, los cristinistas. Los gremialistas. Los que supuestamente trabajan todos los días, organizadamente, para que Macri emule a Fernando de la Rúa y se tome un helicóptero antes de cumplir los cuatro años de mandato. El enojo es tan grande que no deja lugar para el buen humor. Es cierto que el 24 de marzo hubo manteros que vendían pequeños helicópteros de color celeste. Pero era un souvenir, no una estrategia. Un chiste. No salió de ninguna de las CTA ni de la CGT la orden de que Macri le dijera a Mirtha Legrand que un jubilado gana “nueve mil y pico” de mínima. Tampoco le dieron a Mirtha la orden de preguntar. No fue un peronista sino un radical, Nicolás Dujovne, el que aplastó todo atisbo de brote verde al liquidar la venta en cuotas tal como hizo José Luis Machinea con la industria a fines del 2000. 

Con sus estereotipos y su folklore, las movilizaciones tonifican a los propios. Templan. Alegran. Pero no son buenas si alimentan el exitismo. La regla no vale solo para el macrismo, por supuesto. También se aplica a movilizaciones mucho mayores que la de ayer, y sostenidas, como las convocadas por los docentes, las centrales sindicales o los organismos de derechos humanos. El punto clave es cómo pasar del reconocimiento mutuo de los pares y de la demostración de fuerza a ganar mayor legitimidad en sectores menos identificados con las banderas del núcleo duro. Para los docentes, por caso, el desafío es cómo hacer que sus marchas no sean percibidas solo como una pelea por el salario sino como la descripción de las contrariedades que tendrá la precariedad docente no solo para los maestros sino para los chicos y sus padres.  

“Mi Plaza del Sí del año ‘90 no fue para nadie sino por algo”, escribió Bernardo Neustadt en 2002. “Veníamos de padecer nueve mil por ciento de inflación, no teníamos reservas en el Banco Central, sí teníamos paros de Ubaldini y el desastre ideológico del presidente Alfonsín.”

La plaza de ayer también eligió al pasado como fantasma. El mensaje es que si no votás por nosotros, los del chori en privado, vuelven ellos, los del choripán en público. Un horror.

 

Página/12 - 2 de abril de 2017

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