Argentina y sus estilos de hacer política

Vicente Palermo


La idea central de este ensayo es que hay en Argentina dos mundos políticos bastante consistentes en sus dimensiones, y que el anhelo de que los mismos puedan concretar acuerdos comprensivos y de largo plazo entre sí, como motor de reformas, es ingenuo, porque esos mundos no son conmensurables, sino más bien tienen muy poco en común, y peor, son profundamente hostiles entre sí. Lo que tienen en común, en gran medida, lo tienen de peor. Las piezas del rompecabezas que se examina aquí probablemente no sean nuevas, pero se encastran de un modo quizás diferente. Sobre todo, de un modo que no es fácil de digerir ni para tirios ni para troyanos.

Pasado y presente[1]

En algún día de noviembre de 2022, una importante figura política de la oposición expresó su “profunda tristeza por este bloqueo entre los que quieren un país normal y los que quieren seguir adelante con la ruptura de la legalidad, la decadencia, el robo y el atraso… Qué tristeza ver a nuestro país bloqueado políticamente”. Horas después de ese mismo día, escuché a otra, también muy conocida, perteneciente al oficialismo, sosteniendo “la necesidad de plantarse frente al poder económico, al poder mediático y al poder judicial”, y a todos los que no serían más que marionetas de estos poderes. Ambas declaraciones pasaron desapercibidas porque, en verdad, no agregaban nada nuevo al léxico ni a los materiales argumentativos de la presente cultura política argentina. Pensé al leerlas que, para la concepción evidenciada por el segundo exponente, cuando la derecha gana las elecciones se termina por cerrar un círculo amenazante del poder, percepción capaz de alimentar cualquier paranoia.

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De un modo u otro, ambas expresiones, aunque sean sustancialmente diferentes en sus contenidos, tienen un parecido de familia. Ambas nos muestran un mundo político tajantemente dividido en dos campos irreconciliables, y la aprensión acuciante de quedar bloqueados o encerrados por el otro, un otro destructor. Aunque no nos resulte fácil precisar la medida en que estas percepciones reflejan con sensatez la realidad política y social argentina –diría que muy escasamente– es menos difícil aceptar que son emblemáticas de nuestro presente mundo político cultural, del mundo en el que los ciudadanos argentinos vivimos, creemos y –unos pocos– actuamos.

Quienes tratan de mantener la cabeza fría sienten una profunda animadversión contra interpretaciones de este tipo, contra conceder que nuestra cultura política esté dividida en antinomias –como se decía antaño, repasando nuestra historia desde la primera mitad del siglo XIX– y, en el siglo XXI, por una grieta. Pero eso es como pelear contra molinos de viento sabiendo que no son gigantes. Cuando todo el mundo está equivocado, todo el mundo tiene razón (Bartolomé Mitre a Julio A. Roca, en comunicación personal). Si todos creemos en la grieta, todos optamos por vivir en un lado u otro de la misma, y el esfuerzo por demostrar su falacidad es titánico.

En parte porque, en efecto, algo atraviesa y divide profundamente –aunque de un modo difuso, discontinuo, y no sin ser recorrido a su vez por líneas transversales– la Argentina. Creo que vale la pena conjeturar –apenas eso– sobre su índole. Y mi conjetura es que en la Argentina de hoy hay dos grandes conglomerados multidimensionales, agregados de composición plural, una de cuyas dimensiones principales –puesto que les sirve de cemento– es el modo de entender lo político, lo social y la economía. Aunque tengan diferencias en su composición social, que las tienen, esto es aquí menos importante.

Llamaré provisoriamente estilos a estos grandes conglomerados. Es verdad que podría limitarme, menos imaginativamente, a hablar de los partidos políticos de cada conglomerado. Sin embargo, este recorte no sería del todo correcto. Por más que los partidos políticos jueguen en el día a día y en el empleo de las reglas básicas del régimen político como actores principales, no dan cuenta exhaustivamente de la composición de estos conglomerados. Los estilos tienen, teóricamente, proximidad con los tipos ideales de la sociología clásica: están para ser pensados, y podemos pensarlos porque sirven para concebir una agregación de numerosas y heterogéneas pautas de acción –hipotéticamente dominantes– por un lado, y de numerosos actores, en última instancia personas, por el otro. Así, pueden transmitirse a lo largo del tiempo, pero no son inalterables, y aunque son plexos cuyas redes están fuertemente entrelazadas unas con otras, no encontramos ninguna que sea completamente igual a la otra, y menos aún ocurre esto entre los individuos. Lo más importante, quizás, es que los estilos son muy resistentes, y muy predictores de la acción.

Algo difusamente, agrego, por modos de entender estoy considerando aquí un componente de los estilos, a saber: conjuntos de prácticas y amalgamas imprecisas entre ideas y prácticas. Pero aclarando que me refiero a modos de entender no tanto genéricos, sempiternos, sino situados en el tiempo de hoy: el de la abrumadora decadencia argentina, su crisis crónica. Se trata de dos estilos en clara contraposición. Tolere el lector o la lectora una identificación muy esquemática de ambos, sobre la base de escoger una serie de rasgos, sin pretensión de exhaustividad, y de modo un tanto arbitrario, pero teniendo por norte lo que juzgo relevante: el análisis de las serias dificultades políticas argentinas contemporáneas.

El estilo 1 –grosso modo, expresado en la coalición Juntos por el Cambio y la imprecisa agrupación poco conocida con el nombre de Avanza Libertad– se preocupa por atender una capacidad central del capitalismo: la creación de riqueza, la prosperidad. Para este estilo, la clave estriba en establecer los incentivos correctos para la acumulación y el crecimiento, incentivos que, básicamente, descansan en una conformación mucho más abierta del mercado y una delimitación más precisa y contenida del Estado y de las instituciones que garantizan bajos costos de transacción y los derechos de propiedad.

Uno de los problemas graves de este estilo 1 es la reunión del libertarismo político y el neoliberalismo económico, dos utopías peligrosas en tanto tales. Aunque en la práctica sea un estilo que es intensamente político, cree de sí mismo ser despolitizador. Cree utópicamente en el mercado, cree también utópicamente que el Estado mínimo –con Nozik y otros muchos pensadores e ideólogos– es la condición de posibilidad, no sólo de la generación de riqueza, sino de la libertad. Pero esta observación es secundaria aquí: lo central es que el estilo 1 define el problema como de establecimiento de incentivos correctos, sobre-simplificando la complejidad de lo político. Tampoco tiene nada de secundario algo que sabemos todos: la inconsecuencia entre ideas y prácticas.

Porque en la Argentina las élites que se enfilan en el estilo 1 han establecido con frecuencia vínculos poco impolutos como piedra basal de la acumulación del capital. Pero tanto el libertarismo como el neoliberalismo empujan al estilo 1 a alejarse de la democracia: se han apartado, es cierto, de la tradición dictatorial o del golpismo despótico, firmemente a lo que parece –debido a experiencias dolorosamente fracasadas, debido también a un descubrimiento genuino de la democracia, y finalmente a que si la democracia es “el único juego en la ciudad” se precisan votos para jugarlo. Pero no se han apartado del todo de la tradición elitista autocrática, muy antigua, que remite al siglo XIX: no hay nada que hacer, a este país sólo podemos gobernarlo nosotros. Y tampoco de la tradición tecnocrática. Ambas se hacen patentes en muchísimos de sus tics, pero la pasión por los incentivos –cuestión que en sí misma es sumamente relevante, como sugiere el neoinstitucionalismo– no deja la menor duda: fijar los incentivos es para el estilo 1 cuestión de reunir voluntad, saber y poder.

A un tiempo, es incuestionable que este estilo expresa algo nuevo: una orientación, procapitalista y enfrentada al Estado, con votos, con respaldo popular. Un respaldo que parece arraigado no –lamentablemente– por la firmeza o solidez de sus partidos y menos de sus liderazgos, sino porque esta orientación cuenta con un acompañamiento social difuso, pero sostenido.

Mientras para el estilo 1 la solución del problema argentino consiste en un problema de incentivos, siendo decididamente amigable con el capitalismo y tendencialmente adverso al Estado –aunque de un modo desparejo entre sus componentes–, para el estilo 2 –expresado en lo que borrosamente podemos denominar peronismo– el nudo es la voluntad política para que la fuerza popular altere la correlación social de fuerzas. Ni más ni menos que eso. Y su resultado debería ser la restitución de un pasado hipotéticamente dorado.

Esto del pasado hipotéticamente dorado no era así originalmente. En los años 40 y 50, para el peronismo naciente no había ningún pasado que restituir, pero con el paso del tiempo y los hechos obviamente ya la tradicional necesidad de restitución está bien plantada, y ha ganado hasta a la izquierda en Argentina. Agreguemos de paso que los prosélitos del estilo 1 tienen también, aunque de un modo más vago, su pasado dorado, más lejano en el tiempo: el ciclo de la Argentina liberal que se abre en 1853 y se cierra en 1930.

Pero volviendo al estilo 2, la restitución del pasado dorado equivale, en otras palabras, a rectificar el rumbo histórico. El estilo 2 no es anticapitalista, puesto que no se propone sustituir el capitalismo por un sistema económico alternativo, pero mantiene con el capitalismo –y en especial con el mercado– una manifiesta hostilidad, digamos, cultural. Capitalismo, mercado y ricos egoístas y explotadores, cuyo patrimonio debe ser recuperado para el pueblo, son más o menos lo mismo. La voluntad política, la fuerza popular… el tercer pilar es el papel del Estado. La voluntad política y la fuerza popular dizque se encarnan en la militancia –“gobernar es crear militantes”, sic– generadora de energía para pulsear con los poderosos. Los militantes cumplen varias funciones: reproducirse a sí mismos ensanchando sostenidamente su base, ser protagonistas de actividades diversas dirigidas a la sociedad –presencia en la calle entre las primordiales– y apuntalar la acción de los líderes de gobierno. Tres funciones que encarnan la voluntad política. Pero el Estado también es dado por descontado, el tema es quién lo ocupa. Contra la concepción de Estado mínimo, defienden una retórica de keynesianismo tosca, pero justificativa del incremento del empleo público, y agitan estandartes que convocan al Estado a librar mil batallas, la mayoría de ellas imaginarias. Si no que lo digan el control de precios, la lucha con los medios hegemónicos o contra el partido judicial.

Mudemos ahora de punto de observación, como si se tratara de una composición cubista. Pensemos en algunos aspectos destacables de los resultados de gobierno de estos estilos. En lo que se refiere a privilegios y rentas que una gran parte –y variadísima– de la sociedad obtiene del Estado, transfiriendo los costos a todos los ciudadanos vía regresión impositiva e inflación, las performances de ambos estilos son decepcionantes: el poder de veto de las minorías –de preferencias intensas, protegidas, como ciertamente lo están, bajo los techos del estilo 1 o del 2– es demasiado grande como para doblegarlo, y el problema no termina de ser identificado, es decir, de ser convertido por uno u otro estilo –o por ambos– en un tema de acción política.

Para las huestes del estilo 1, la cuestión de los privilegios se plantea de modo tajante: los privilegios son técnicamente rentas, hipertrofia estatal o agujeros en las redes del mercado. De modo tajante, sin duda: típicamente deben ser cortados para todos menos para mí. De modo tal que en sus huestes incontables grupos privilegiados están por ahora bien abrigados –si no, que lo diga por ejemplo el sistema promocional de Tierra del Fuego. Para el estilo 2, se trata de aceitar la enorme máquina de administración de los pobres. No es que todos sus componentes encuentren esta práctica como lo más deseable, pero la mayoría la encuentra como la más rendidora y segura en el corto plazo. Que aproximadamente la mitad de la población argentina reciba algún tipo de asistencia por parte del Estado no es visto como la expresión de un gigantesco fracaso político y económico que arranca al menos desde 1975 –la crisis político-económica bautizada entonces como Rodrigazo–, sino como la ocasión propicia para obtener rentas político-partidarias.

Quizás un modo de sintetizar lo dicho hasta aquí sobre los estilos sea que mientras el estilo 1 pretende ser más tecnocrático en la gestión de las políticas públicas, el 2 tiende a ser más autocrático en este terreno –mientras el estilo 1 tiende a sujetarse algo mejor a la ley constitucional, el estilo 2 la siente frecuentemente como una camisa de fuerza. Y mientras el 1 se ve a sí mismo más liberal en la gestión del capitalismo, el 2 procura ser más político o patrimonialista en ella. Pero ni uno ni otro han mostrado hasta ahora capacidades para colocar a la Argentina en carriles de prosperidad e inclusión social.

Una breve digresión es necesaria para continuar, abordando la relación de los dos estilos con la conjunción entre capitalismo y valores básicos. Ciertamente, el mercado ofrece la promesa de libertad más confiable como pilar del edificio en el que esa promesa de libertad pueda ser realizada o, al menos, avizorada. Pero el mercado también es un poderoso instrumento disciplinador, y siempre tendiente a las asimetrías. Que en la Argentina de nuestros días un “libertario” haya dicho, poniendo la cara, que no tenía ninguna objeción contra la venta de órganos, es significativo, del mismo modo que lo es la literatura académica que discute si la esclavitud puede ser legalizada o no en base a la venta voluntaria de sí mismos de los seres humanos.

Delante de aquel poder disciplinador, para inclinar el desenvolvimiento del mercado para el lado de la libertad y no únicamente para su función disciplinadora, se precisa de la vida pública, que incluye lo político y lo estatal. Bien, diría que en el estilo 1 quienes entienden la libertad como asociada puramente al mercado son muchos, mientras que quienes se preocupan –viéndola no solamente en su positividad– por la dimensión disciplinadora del mercado son más bien pocos. Del mismo modo, las cosas se invierten para el estilo 2: aunque no tienen una alternativa, el mercado es pura y simplemente execrable –dudo que siempre sea debido a su carácter disciplinador que lo execren– y más bien lo ven como un rival. Es prácticamente imposible el control a voluntad de un mercado dinámico y asentado sobre derechos bien arraigados, y eso no les gusta. El mercado sería, en ese sentido, un adversario. Y sin embargo el problema es ese: a pesar, desde luego, de todas las prevenciones, el mercado ofrece una promesa de libertad mayor que la del Estado burocrático o la del Estado predatorio o que se extiende hasta volverse omnipresente. Pero para que esta promesa se realice a veces, la política y lo público, e inevitablemente su dimensión estatal, son imprescindibles. En verdad, el liberalismo o el republicanismo no ven las cosas demasiado diferentes a esta perspectiva: del mismo modo que no hay civis sin polis, no hay individuo libre sin comunidad política. Pero volviendo a lo nuestro y para poner fin a la digresión, diría que, para una gran mayoría de partidarios del estilo 1, el mercado es pura solución, mientras que el Estado es puro problema, y para una gran –abrumadora– mayoría de prosélitos del estilo 2, el mercado es puro problema y el Estado es pura solución.

Se podría decir, sin embargo, que en teoría los activos de ambos estilos se complementarían bien: el estilo 1 pone sobre la mesa al capitalismo, la organización económica en condiciones de producir la prosperidad que la Argentina ha perdido, y el estilo 2 sus virtudes históricas –pongamos–, a saber: su vocación genérica por la gestión estatal que sin duda el capitalismo necesita, y su capacidad de legitimar el sistema representativo que a todo efecto práctico llamamos democracia y que tan indispensable es para que el capitalismo no se devore a sí mismo. Pero sólo en teoría. En la práctica, esta complementariedad potencial ni siquiera es percibida como una meta política por la cual valga la pena abrir negociaciones serias.

En parte este problema radica en las orientaciones políticas de ambos estilos. Estos son por cierto bastante ambiguos y, como es de esperar, tienen matices que los diferencian y que no son nada secundarios. Por ejemplo, aunque resulte paradójico, no se puede negar que desde 1983 la adhesión a la democracia sea plena en ambos, pero no todos están conformes con la democracia constitucional, es decir, aquella que se desprende de la constitución vigente, y menos aún están dispuestos a percibir al otro como confiablemente democrático y pluralista. En verdad, lo que existe es una larga tradición de deslegitimación mutua que fue tan robusta como funesta durante muchos años, pero cuya superación está lejos de ser completa, más bien retorna en la mala retórica de la grieta.

Para los pertenecientes al estilo 1, los sujetos del estilo 2 son de legitimación dudosa y no merecen más porque ni son democráticos ni sirven para el país. En el fondo, lo mejor sería que, políticamente, esos sujetos no existieran. Recíprocamente, los partidarios del estilo 2 consideran a los del estilo 1 como nada democráticos –siendo que están al servicio de los grupos hegemónicos y concentrados, en contra del pueblo, etcétera– y netamente perjudiciales para el país –puesto que existe una relación de suma cero entre esas minorías capitalistas y el pueblo. Para los del estilo 2, los del estilo 1 cuando están en la oposición socavan los gobiernos populares, y si, insólitamente, llegan al gobierno, entonces hacen arbitraje a favor de las minorías. En el fondo, lo mejor sería que políticamente esos sujetos no existieran.

No obstante estos poco alentadores elementos en común, lo que sigue es peor, porque el estilo 2 se aleja del pluralismo al que, hay que reconocer, se había aproximado durante los años 80 y 90 del siglo XX, para regresar a un pesado unanimismo como modelo de construcción de lo político. Se trata, sobre todo, de autoidentificarse como la totalidad de la comunidad política legítima, que apenas soporta a los otros con una tesitura de perdonavidas –y cuya supervivencia política encuentra su explicación en, otra vez, la mala influencia de grupos concentrados, medios hegemónicos, etcétera, que separan al pueblo.

De ese modo, surge otra diferencia: aunque entre los partidarios del estilo 1 hay de todo como en botica, y sus extremos son, para mi gusto, tan de pesadilla como los del estilo 2, en el estilo 2 hay implícitamente –a veces no tan implícitamente– una forma alternativa de entender la democracia, alternativa a nuestra democracia constitucional. Para el gusto de muchos prosélitos del estilo 2, esta es “demasiado” liberal. El papel basal del individuo, los límites institucionales al poder político, la división de poderes, son percibidos apenas negativamente en los inevitables aspectos problemáticos que cualquier arreglo humano fundamental presenta. Y república es una palabra.

Esta diferencia no impide en modo alguno, desafortunadamente, nuevas áreas oscuras en común, porque el libertarismo y el neoliberalismo, aunque muy diferentes entre sí, son vientos de desintegración social o de distopías represivas sin una pizca del orden y los valores republicanos sobre los que pivotea nuestra constitución.

Otra cosa: el espectro de modos de acción política es variado, y esto es comprensible porque los recursos con los que cuentan uno u otro estilo son heterogéneos y disímiles, así como lo son las prácticas devenidas en aprendizajes estables. Así, el estilo 2 ha logrado instalar en el 1, cuando le toca gobernar, cierta paranoia. Teme del primero –que se considera a sí mismo la mayoría natural, siendo la otra en todo caso una mayoría accidental– que pueda provocar su salida anticipada y no consecuencia de una limpia derrota electoral, sino de un golpe de mano que conjuga la calle y el palacio. Hay antecedentes. Cuando gobierna el estilo 2 lo hace, en este sentido, más tranquilo.

Esta diferencia se conecta con otra: la capacidad de los activistas del estilo 2 de administración dosificada de la movilización o la violencia callejera, sea como amenaza, sea efectiva, medios de protesta o presión que reemplazaron en gran medida a la lucha sindical. Ya tenemos mucha, demasiada, experiencia al respecto. Y esto abre la puerta a otro aspecto, la relación con las instituciones y la ley. Es una pregunta que hay que hacerse. ¿Qué propensiones encontramos, en cada caso, a transgredir, en la competencia institucional, los límites dispuestos por la ley? ¿O en caso de llegar hasta el límite sin transponerlo, de romper de todos modos con prácticas cooperativas o de autocontención previamente acordadas?

Los ejemplos de las últimas décadas son incontables para ambos casos, y los partidarios de cada estilo por supuesto “saben” que el único transgresor es el otro. Deberían preguntarse por el cuadro de justificaciones que los lleva a incurrir en lo mismo que el otro. Como sea, la cooperación política se ha ido reduciendo con los años a mínimos extremadamente costosos para la democracia, y ni el estilo 1 ni el 2 sienten ningún aprecio por cooperar. Pero no es cosa de darles un reto. Sino de entender por qué.

Pero antes vamos a otra gran distinción: los liderazgos son estructuralmente diferentes. Ambos estilos han tenido, a lo largo del tiempo, liderazgos fuertemente personalizados, a veces muy carismáticos, que reunieron un quantum enorme de poder interno a sus agrupamientos. Sin embargo, estos rasgos nos dicen poco, porque son consustanciales a la política contemporánea. Pero el grado de asimetría interna, el grado y el modo en que el líder monopoliza la palabra política y resuelve –con consentimiento, claro está– formular y decidir su enunciación en nombre del todo, es otra cosa. El líder encarna a sus seguidores que, en el momento en que son hablados por aquel, dejan de hacerlo por sí mismos. Esto no ocurre siempre, pero se observa más nítidamente en el estilo 2, aunque admito que esta comparación esté sujeta a discusiones.

Como sea, ni un estilo ni el otro se cruzan de brazos esperando que la gente se convenza de sus bondades. Al contrario, se meten de lleno en la lucha política y en última instancia lo hacen de un modo potencialmente rupturista. Aunque en esta etapa, por lo menos hasta ahora, eso no ha alcanzado niveles del todo alarmantes, quizás por la larga tradición que tenemos en el siglo XX de perder la paciencia y querer cambiar las cosas por la fuerza, con pésimos resultados.

Aunque se puede observar que los liderazgos del estilo 1 son –y creo que con esto no incurro en parcialidad– los que más cambiaron en las últimas décadas, ya que saltaron definidamente al plano político, creando actores nuevos. Las metáforas de extremo, como la de la motosierra con que Javier Milei –político de derecha ultraliberal que promete barrer con la casta de los partidos– propone reducir el gasto público cuando sea presidente, no alcanzan a empañar la importancia del cambio.

Sin embargo, hay un peligro. Estamos en un turno del estilo 2 que, a mi criterio, está forzando la mano en el vínculo entre gobierno e instituciones. No podría sorprender mucho a nadie si en un nuevo turno del estilo 1, que podemos avizorar, eso de querer cambiar las cosas por la fuerza se convirtiera en una dimensión de mayor peso. Entendiendo que la fuerza en este caso incluye actos institucionales en el filo de la legalidad, si no fuera de ella, como el estado de excepción y el empleo de una panoplia de instrumentos afines –aunque no siempre– al mismo, como los decretos de necesidad y urgencia. Si la tentación a forzar lo institucional se intensificara, será indispensable detenerla, del mismo modo en que hoy es inevitable hacer algo por parar los intentos de arrasamiento institucional de fuerzas políticas gobernantes del estilo 1.

Probablemente tengamos a la mano personas que se presten fácilmente a considerarlos, a ambos estilos, como emblemáticos, expresivos y definitorios de lo que las cosas son, como trasladando sin más el nivel de nuestra turbulenta realidad política al de su representación analítica. Pero yo no lo quiero hacer. Creo que hacerlo sería un obstáculo para pensar, más que otra cosa.

Digamos que el estilo 1 confronta con la esperanza de convencer a la sociedad de que ese cambio de incentivos –de cuño neoinstitucionalista y orientación capitalista– es indispensable y debe ser apoyado. Hay que reconocer que en las últimas décadas ha logrado éxitos estratégicos, pero no siempre van en el sentido de la prosperidad común, y son éxitos de hecho, que convencen menos de lo que vencen. El programa de reformas modernizadoras de los 90 –paradójicamente llevado a cabo por personal político y liderazgos pertenecientes al estilo 2, aunque abrazado con mayor fervor por las élites del estilo 1– fue demasiado fácilmente revertido. Es verdad, no obstante, que parte de sus orientaciones se han plasmado en un nuevo sentido común, ya no tan nuevo, en las clases medias amenazadas por la decadencia económica. Pero estos sectores han incorporado lo nuevo “por la negativa” más que “por la positiva”, no son amigables con el mercado, no defienden –al menos por ahora– reformas de algún riesgo, sino que execran al Estado y sus gastos, aunque a su vez no toleran recortes a los subsidios de los servicios públicos que los benefician. Hay un hartazgo que se expresa, por ejemplo, en la simpatía con la motosierra de Milei, con terminar con “todo lo que está ahí”, porque, mágicamente, de las cenizas podrá surgir algo nuevo.

Mientras, el estilo 2 es claramente diferente en cuanto a los motivos por los que combate políticamente. De lo que se trata es de redefinir la distribución de la riqueza que, básicamente, es considerada como dada, como un inmenso tesoro escondido en una cueva. La capacidad de producir riqueza está dada, no hay por qué hacer mucho al respecto –la soja crece sola, sic. Todo lo que hay que hacer es liberarla de los ricos y de sus respaldos sociales, políticos, mediáticos, etcétera. ¿Hay una asimetría dentro de este combate que encara y en el que cree el estilo 2? Sí, pero justamente el Estado puede y debe contrapesar esa asimetría. El Estado debe ser la palanca, y las instituciones variadas que conforman el sistema republicano son un inconveniente, un estorbo, y también es necesario ocuparse de los medios de comunicación, por la simple razón de que ellos por definición son hegemónicos. Los ricos cuentan con todos los instrumentos a su favor. Los pobres, o mejor dicho las élites –que no se reconocen tales, y sin embargo nunca lo fueron tanto como ahora– que dicen hablar en su nombre, deben ocuparse de conquistar, en esa guerra de posiciones, palancas que multipliquen su fuerza. Los esfuerzos para avanzar sobre los medios son considerados bajo esta óptica.

Y –por qué no– reconsiderar qué se entiende por corrupción. ¿Acaso muchas fortunas argentinas no se hicieron o crecieron bajo el ala estatal? ¿Cuál es el problema con que las nuevas élites, que expresan a los pobres, también lo hagan, a su modo? Que se permitan sacar su tajadita es secundario. Y además extraerla es indispensable: el estilo 2 ha refundado su antropología –si se compara, por ejemplo, con la antropología política del peronismo clásico– y la forma más segura de obtener lealtades es comprarlas.

La buena noticia es que, contra esta corriente del estilo 2, probablemente se haya configurado ya un consenso social que conecta de una vez la decadencia económica y la pobreza con la corrupción, consenso que, más allá de un dudoso rigor empírico, ha de crearle muchas dificultades a este modo de ver las cosas. Mientras tanto, la multitud de jóvenes creyentes y predicadores básicamente no puede creer en la corrupción de sus maestros, o bien extraen de ese concepto tan práctico de comprar las lealtades una racionalización para justificarlos.

En el fondo, y no quiero exagerar, la política para ambos estilos es concebida como una contraposición moral. Los de enfrente son unos cabrones; ellos son ricos porque nosotros somos pobres (estilo 2); ellos son pobres porque quieren vivir a nuestras costillas sin trabajar (estilo 1). Y nosotros, los de ambos estilos, podemos permitirnos, si es necesario, ser injustos, precisamente porque somos justos. Porque la justicia está de nuestra parte es que podemos desconocer, de ser necesario, la ley, guiados por una ley superior y sustantiva. Todos leímos o escuchamos en Argentina expresiones y actitudes muy claras de ambos estilos cotidianamente. Si vamos a buscar en los extremos, que no son nada delgados, las podemos encontrar. Así, para el estilo 1 no faltan los que están convencidos de que el sector agropecuario es la patria y el eje de la Argentina del futuro; como tampoco faltan para el estilo 2 los que consideran que la soja es un yuyito y el producto agropecuario, un regalo de la naturaleza, y por tanto eso que algunos zonzos llaman Estado predatorio no es tal: que agradezcan que les dejemos ganar dinero.

Presente y futuro

Desarrollemos ahora unas notas poco optimistas, pero que podrían constituir un acicate para la reflexión y, por qué no, la polémica. Son muchos los que dicen –sin duda de buena fe– querer que se establezcan grandes acuerdos de gobierno, políticas de estado, etcétera, entre los actores partidarios. Tomando en cuenta las diferencias, así como algunas características en común señaladas aquí, todo eso, esa visión Moncloa de la política argentina, parecería ser muy ingenua. La ilusión de disipar el conflicto se hace aún más nítida si se toma en cuenta que la magnitud de los conflictos y de los intereses económicos y fiscales que habría que afectar para encarrilar a la Argentina por una trayectoria de recuperación es descomunal, y que gran parte de las minorías de preferencias intensas que “defienden” el viejo orden en descomposición han echado raíces en los dos estilos.

Esto no puede cambiarse así nomás, conversando con buena onda [batendo papo numa boa] y llegando a un acuerdo. Sin ilusiones, lo que podría cambiarlo es un gobierno que tuviera a la vez capacidad, fuerza y un proyecto de largo plazo de una Argentina próspera e igualitaria, sustentado, si no es mucho pedir, en unos partidos sólidos. No se trata de un “proyecto nacional”, sino de una serie de objetivos que se podrían convertir en políticas de cooperación, negociación, transacción y compartición del comando político, que estimularía a parte de la oposición a alterar sus orientaciones, alargando los tiempos de las políticas de reforma y de las gestiones macroeconómicas.

En suma, la cooperación es tan indispensable como –al menos por ahora– imposible: no podemos renunciar a ella. Pero la cooperación nos coloca delante del conflicto, no nos aparta de él. Hay que cooperar para confrontar. Si tomamos en cuenta los casos en los que –desde 1983 en adelante, como el Plan Austral y la Convertibilidad– se reunió un activo político estatal suficiente como para encarar objetivos ambiciosos de estabilización y reforma, veremos que los gobiernos buscaron la cooperación sólo reticentemente, y las oposiciones aceptaron cooperar de un modo más reticente todavía. Este fue uno de los factores por los que los gobiernos que intentaron estabilizar la economía lo lograron, pero de inmediato se sentaron sobre sus logros y no fueron más allá. Ir más allá era atreverse a avanzar sobre un terreno inseguro, y sin acompañamientos: ir más allá implicaba encarar riesgosos conflictos. Claro, este no fue tanto el caso de la Convertibilidad, en la que el gobierno avanzó, pero la cooperación que buscó y encontró para las reformas institucionales, como la Constitución de 1994, no la buscó ni le fue ofrecida para llevar a cabo una salida ordenada de la jaula de hierro del tipo de cambio fijo, herencia envenenada primero para sí mismo y luego para quienes lo sucedieron. El muy alto grado de cooperación política que era preciso para encontrar el camino de salida, inevitablemente conflictivo, no estuvo al alcance de la mano.

Es verdad que el régimen político argentino –como por definición todos los presidencialismos– no ofrece las mejores condiciones para concretar una de las fórmulas de cooperación política más conocidas y practicas: las coaliciones de gobierno. Sin dudas los incentivos a la cooperación interpartidaria son mayores en sistemas parlamentarios, en que los puentes entre el poder ejecutivo y el poder legislativo ya están establecidos en el diseño constitucional. La formación de coaliciones de gobierno se ve facilitada por ello, porque los partidos que las integran participan al mismo tiempo de las dos dimensiones: la legislativa y la ejecutiva. En el sistema presidencial esos puentes no vienen dados, hay que construirlos, porque un ejecutivo unipersonal –siendo el poder institucional del vicepresidente prácticamente nulo– tiende al gobierno de un solo partido.

Las experiencias, en Argentina, en que se han constituido coaliciones parlamentarias que no pudieron traducirse en coaliciones de gobierno son significativas. Sin embargo, este obstáculo de diseño constitucional no es insalvable, como lo demuestran otros casos latinoamericanos: por ejemplo, Brasil, en el que la heterogeneidad regional, política y económica del país ha dado curso, en la era de la Constitución Ciudadana (1988), al presidencialismo de coalición –sobre el que no creo necesario brindar ninguna explicación al lector o lectora. El presidencialismo de coalición es muy costoso, pero funciona gracias a complejos instrumentos institucionales, y algunos presidentes –como es el caso de Fernando Henrique– lo emplearon con maestría para encarar un vasto programa de reformas. Y el presidencialismo de coalición ya es un concepto latinoamericano, porque ha sido practicado, o lo es, en varios países.

Pero no es el caso argentino. Argentina es, hoy día, un país con un grado de fragmentación política más o menos equivalente al de Brasil. Por tanto, constituir coaliciones no sería imposible desde ese punto de vista. La dificultad proviene, a mi juicio, de dos o tres factores cuyo peso es semejante. El primero es el que he desarrollado hasta ahora en este artículo: la naturaleza no equivalente, no conmensurable –siendo difícil medirlos por el mismo rasero– de los conglomerados que hemos descripto bajo los apelativos de estilo 1 y estilo 2. Y la desconfianza recíproca consiguiente. Esta falta de equivalencia, esta imposibilidad de homologación, hace que sea difícil que se encuentren uno al otro en un espacio común que les permita tomar compromisos de largo plazo. Si un conglomerado es, por ejemplo, de inclinación pluralista, y el otro tiende a ser hegemónico, es difícil que puedan encontrarse en un espacio común: ambos tenderán a prevenirse el uno del otro, y la desconfianza mutua atentará contra acuerdos de gobierno con programas de largo plazo. Quizás nuestro mejor ejemplo –el mejor debido a la alta calidad y a las intenciones constructivas de los dirigentes políticos que intervinieron– sea el intento de Raúl Alfonsín, radical, y Antonio Cafiero, justicialista, a mediados del mandato presidencial del primero y siendo el segundo gobernador de la provincia de Buenos Aires. La indiscutible competencia política y los buenos propósitos de ambos sirvieron de poco y el intento quedó en agua de borrajas. Ambos perdieron y los observadores-participantes extrajeron de esa experiencia las consiguientes lecciones.

La otra dificultad es la conflictividad potencial de los acuerdos y de los compromisos de cooperación. Este problema hace que los acuerdos no pasen de un plano retórico. Desde luego, la política supone siempre encarar y procesar conflictos. Y no se conoce ningún programa amplio de reformas de largo plazo que pueda eludirlos. Pero la Argentina tiene su sello propio con relación a esto, que consiste –no estoy sugiriendo que ello no ocurra en otros países– en el poder de veto virtual o real de infinidad de actores sociales, grupos de intereses, individuos, etcétera, que carecen, a su vez, de toda capacidad proactiva y de muy reducida capacidad de composición. Para decirlo de un modo quizás demasiado estilizado, la Argentina vive en un mundo de privilegios y rentas que desde hace tiempo socava los cimientos de la economía y la posibilidad de modernización.

En ese mundo en gran medida anómico, los que se benefician, en grados disímiles, no son pocos: son muchísimos, pero al costo de todos, y en una pendiente que hoy por hoy parece inevitable –esta dinámica constituye uno de los orígenes de la desigualdad. Quizás el ejemplo más claro de esta anomia boba –un concepto de Carlos Nino que abordaremos en seguida– es el régimen de alta inflación. Es por un lado producto de infinidad de compromisos fiscales que benefician selectivamente a un enorme número de privilegiados, y por otro resulta en los impuestos socialmente más regresivos concebibles, que en la práctica tienen mucho de capitación, y en la destrucción de la moneda doméstica y la de la vida social y material de los pobres –mientras escribo estas líneas me viene a la cabeza el Ancien Régime.

De la recuperación democrática a la crisis constitucional de diciembre de 2022 los argentinos hemos recorrido un camino largo, pero, sobre todo, extremadamente accidentado. A mi juicio, es el sentido de la relación entre lo político y la ley el que debe ser examinado y, en este marco, el de anomia boba. La expresión “un país al margen de la ley”, para referirse a nuestra patria, se ha tornado prácticamente parte del sentido común, del sentido común periodístico, académico, y hasta con cierta ironía, político. Y del sentido común de los comunes, para qué negarlo. Y hay que admitir que la frecuencia creciente en el uso de este dicho tiene sus razones. Acuñada por Carlos Nino a inicios de los 90, la sentencia no ha hecho más que justificarse, dolorosamente, con el paso del tiempo. No obstante, nótese, la noción de al margen de la ley tiene una dilatada genealogía en nuestra vida social y nuestra política. Ya en La ciudad indiana, obra publicada en 1900, Juan Agustín García dictaminaba que, entre otras cosas, el clásico comportamiento argentino se caracterizaba –junto al culto al coraje y una fe inquebrantable en nuestro destino de grandeza nacional– por el desprecio a la ley. Estas lejanas raíces no le restan, a mi juicio, ningún mérito a las observaciones de Nino, porque éste situaba el problema –el mismo problema, podríamos decir– en un nuevo contexto: el de las “ilusiones”, inevitables quizás, de la naciente democracia desde 1983. Nino percibía, lúcidamente, que la recuperación democrática no bastaba, ni mucho menos, para resolver viejos problemas que se hacían sentir con inusitada virulencia. Que ni la cultura social ni la cultura política nos daban algún respiro; que la construcción de un orden democrático era colectivamente percibida como algo que ya podía darse por descontado, y no como una tarea ardua y común. El orden democrático estaba ya listo para ser usado, no se trataba de ninguna construcción especialmente compleja y necesaria, sino de exigirle que cumpliera sus promesas. Y en este marco, aquel desprecio a la ley –cuyas raíces eran identificadas por Juan Agustín García– campeaba por sus fueros, porque las demandas de reparaciones inmediatas activas en todos los grupos sociales eran como un oleaje que carcomía las orillas de un Estado débil, más débil quizás que aquel presidido por el régimen autoritario y brutal que había quedado atrás.

Por esto mismo, el concepto a mi criterio más interesante –aunque mucho menos conocido– del libro de Carlos Nino es el recién mencionado de anomia boba, concepto que requiere alguna explicación. La noción de anomia se puede entender sin la menor dificultad: en el extremo, se trata de una situación donde la ley brilla por su ausencia. Es un caso teórico, difícilmente hallable en nuestros días, como no ser entre estados fallidos. En estos casos, ya no se trata de un país al margen de la ley, sino de un ángulo aún más agudo, un país en el que la ley ha dejado directamente de existir. En cambio, el país que está al margen de la ley supone una heterogeneidad del orden legal, en todos o en algunos de sus niveles o de sus dimensiones, e implica por tanto un país escindido, porque ciertos sectores, áreas, no están al margen, aunque se trate de un vínculo precario. En un país signado por la anomia pura y simple, la ley está ausente. No es el caso.

No son pocos quienes se han ocupado de estas distinciones. Por ejemplo, Guillermo O’Donnell. Muy bien, pero, ¿por qué, en este contexto, hablamos de anomia boba? Para empezar, podemos asumir, como es elemental, que los estados anómicos no benefician o perjudican por igual a todas las personas que se encuentran dentro de una situación tal, y son en la práctica grandes productores de desigualdad. Pero el de la anomia boba es un mundo dominado por free riders. Porque, imaginemos que una parte creciente de los perejiles [otários] –que juegan lealmente el juego– advierta que se están comportando tontamente. Aquí comienza a cobrar sentido el concepto de anomia boba de Nino. Porque si más y más perejiles se convierten en free riders, entonces en el límite habrá una quiebra presupuestaria y los sistemas colectivos dejarán de funcionar, o lo que es lo mismo, los costos de mantenimiento serán trasladados a la sociedad entera. Es decir, la anomia se convierte en boba porque los participantes destruyen el bien colectivo: su deserción como usuarios responsables puede parecer gratuita, y qué le hace una mancha más al tigre… En la práctica, la acumulación de conductas pícaras socava las bases de lo que ellos mismos necesitan: es como serruchar la rama en la que están sostenidos. Pero esto es susceptible de una amplificación que supone un salto enorme pero muy común de nivel: la anomia es boba porque la acumulación de presiones, negocios privilegiados, cargos, gasto inútil basado en empleos, nichos, reglas y reglitas truchas [papo furado], protección ad eternum, en fin, todo lo que hoy día se conoce –con toda justicia– como gasto ineficiente del Estado, todo eso y mucho más –como esquemas tributarios sesgados, malamente asignativos y peormente distributivos–, todas esas actividades anómicas contribuyen a quebrar las columnas del edificio fiscal y catalizan el régimen de alta inflación que devora al Estado.

Todas esas actividades no son dentro de la ley, son al margen de la ley, o anómicas, porque si bien muchas de ellas –pongamos por ejemplo las jubilaciones no contributivas, un mazazo absurdo al sistema previsional– se sostienen en legislación, son resultado de disposiciones que carecen de sentido legal. Pero se trata claramente de una situación de anomia boba, porque se hace cada vez más costosa y nos empuja cada vez más al borde del colapso –nótese que inicialmente, en todos estos casos, los que podían actuaban como free riders, descargando los costos sobre los demás, pero en total la cosa funcionaba, algo indicado por una inflación relativamente baja, pero hace mucho tiempo eso quedó atrás. De este tema se vienen ocupando no solamente politólogos y sociólogos, y es bueno que lo hagan también los historiadores. Porque estos son problemas de larga data, agravados en el siglo XXI, y aunque sería imposible dar cuenta ahora de la configuración de sus causas, me gustaría destacar por lo menos dos: la primera es que los cambios internacionales y las preferencias domésticas llevaron a la Argentina en la década del 30 del siglo pasado a establecer un orden económico muy arraigado y de largo plazo: la sustitución de importaciones. Por supuesto, nada inaudito en la historia económica latinoamericana. Desde entonces se instaló la restricción externa, pero lo hizo en una sociedad ya de por sí conflictiva, dado el poder de fuego de trabajadores y clases medias y el carácter de bienes-salario de los principales productos exportables. Simplificando, se podría decir que este curso histórico tuvo un momento complementario en la irracional apertura financiera de Martínez de Hoz durante la última dictadura militar (1976-1983). Esta apertura era entre otras cosas una forma ilusoria de escapar de la restricción externa, y de disciplinar a los trabajadores. Nada de esto fue conseguido, pero en la práctica constituyó una espiral de endeudamiento, sobre todo estatal, que se conjugó, ya en democracia desde los 80, con el empeño terco de empresarios y sindicatos en mantener la economía cerrada, evitando cualquier cambio de rumbo sostenible. Todo esto fue teniendo impactos acumulativos, muy negativos, sobre el Estado.

Complementariamente, un grave y persistente problema se presenta en el plano político y estatal: un déficit de legitimidad. El trayecto que se inicia con los años finales del primer gobierno peronista, a principios de los 50, y se cierra con la recuperación de la democracia en 1983, fue un convulsivo período de destrucción de legitimidades, siendo el sistema político y el Estado las principales víctimas. Y a lo largo de estos años se delinearon, o reforzaron, las características de los estilos 1 y 2 de las que ya nos hemos ocupado. La anomia boba puede ser contemplada desde este ángulo: un asedio permanente y generalizado a un Estado débil, que carece de posibilidades de imponer un orden fiscal y económico, y que va perdiendo año tras año su autoridad y hasta el reconocimiento de su hipotético monopolio de la fuerza legítima. En la perspectiva histórica esbozada, la debilidad y la impotencia estatales en gran medida descansan en el vacío de legitimidad política creado primero por el régimen peronista (1946-1955) que en sus años finales procuró arrinconar a la oposición hasta acabar definitivamente con ella, y luego por la proscripción legal y electoral del propio peronismo entre 1955 y 1973 –impulsadas por el mismo propósito general de ponerle fin. Fue en este contexto que el Estado tuvo que hacerse cargo de demandas sociales situadas muy por encima de la potencia productiva de la economía argentina, hacer concesiones a minorías de preferencias intensas y reforzar la naturaleza corporativa y cerrada de la economía. Esto, quizás, observado en la perspectiva de siete décadas, es lo que permita entender el “fracaso” de nuestra democracia: cuenta desde 1983 con una legitimidad históricamente inédita, pero en ese marco, los actores políticos –que se fueron formando y aprendiendo sus repertorios de acción en las décadas previas– no estuvieron, al menos hasta ahora, en condiciones de emplear adecuadamente las reglas de juego del régimen representativo para recomponer el Estado y la economía ya en alarmante decadencia. El gobierno de la democracia con partidos políticos débiles y fragmentados, y con un Estado frágil como marco, inclina las preferencias del personal político a la adaptación al juego anómico y a otras formas de conductas conservadoras, que resisten cualquier cambio que beneficie al interés colectivo.

Con esta perspectiva, el establecimiento de acuerdos que aúnen los estilos 1 y 2 parece difícil, si no imposible. Resulta obvio que, a los obstáculos ya explicitados –como diseño institucional, no equivalencia, alta conflictividad potencial– se agrega otro: la fragilidad del Estado, que carece de capacidades para establecer marcos y cambios de rumbo a los actores sobre el comando de la política democrática legítima –los que surgen, en fin, de la democracia electoral encarnada por los partidos políticos. La reforma del Estado y la economía podrán tener lugar a través de negociaciones y composiciones con los sectores afectados, sí, pero para que esto sea posible, tanto un Estado con capacidades como un sistema representativo son conditio sine qua non. Hay, en gran medida, un problema patente de circularidad, porque el sistema representativo requiere del Estado para encarar estas tareas, y la reconstrucción del Estado que el sistema representativo necesita requiere a su vez de un sistema representativo suficientemente sólido para llevarla a cabo.

La reconstrucción de un centro de autoridad política es una condición necesaria para la reconstrucción del Estado. El problema es la circularidad creada, porque un Estado débil ya supone, de por sí, una amenaza con frecuencia inminente a cualquier intento de reconstrucción democrática de un núcleo político de gobierno. Mucho peor todavía, en los casos, muy abundantes –los ejemplos de las alteraciones, en años recientes, del régimen previsional, el sistema impositivo, o la coparticipación federal, son unos pocos entre decenas– en que el propio núcleo político gubernamental genera la anomia. Inyectar anomia en el Estado y en la sociedad desde la cúspide del poder político es una promesa de futuros aciagos, a menos que la sociedad genere energías suficientes para detener esa trayectoria.

La inyección de anomia por parte de los gobernantes es un ejercicio, una cultura, despóticos, que aflora, comprensiblemente, en el contexto de un Estado débil y de instituciones de legitimidad precaria. Es un efecto parecido al de zarandear un cedazo: caen las semillas más diminutas y quedan las más gruesas. Se produce así un proceso de selección negativa: en nuestro caso, los movimientos de zaranda del Estado y las instituciones frágiles y corrompidas facilitan el afloramiento de los políticos de vocación más despótica que, aun sin romper el marco democrático –en verdad, eso sería algo autodestructivo para ellos– no desprecian tanto la ley como la utilizan a favor de sí mismos: no gobiernan al margen de la ley, sino por encima de la ley. Esto es lo que explica, en el caso argentino, como probablemente en otros, que la democracia “formal” no sea destruida: están al comando quienes, con mayor o menor desprecio por la ley, no se sujetan a la misma, sino que se colocan por encima de ella para utilizarla en su provecho, haciéndola a un lado, deformándola o aplicándola, según les haga falta, ya se trate de un provecho político o personal.

Aunque no parece que sea necesario ilustrar con ejemplos específicos este modo de destruir poco a poco al Estado y la ley, incluyo aquí una perla, cuyo valor proviene sobre todo de la dimensión política que, a partir de una experiencia personal, es destacada: “El Gobierno ha hecho cosas que a nadie se le hubiese ocurrido, como ofrecer un dólar soja, que implica comprar dólares caros al campo para vendérselos baratos a los amigos que importan aviones. Además, compensa esa pérdida con una letra intransferible que la Secretaría de Hacienda le coloca al Banco Central por decreto de necesidad y urgencia. Pueden hacer lo que quieran” (testimonio de un exsecretario del Ministerio de Economía al diario La Nación). El testimonio es excepcionalmente claro, pero los hechos se repiten a lo largo y lo ancho del Estado.

En situaciones extremas, esto puede llevar a una crisis constitucional. El año pasado, el Poder Ejecutivo había arrebatado de modo prepotente una parte de los fondos que correspondían y debían ser percibidos automáticamente por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires: la coparticipación federal. Este manotazo sorpresivo en la práctica tuvo un carácter elementalmente distributivo: el gobierno nacional se apropió de esos fondos de la Capital Federal para transferirlos al gobierno de la Provincia de Buenos Aires. El gobierno de la Ciudad se presentó ante la Corte Suprema de Justicia, que este diciembre emitió un fallo, por ahora, como medida cautelar: la decisión del gobierno nacional había sido ilegal y los fondos debían ser restituidos. El oficialismo, así como la gran mayoría de los gobernadores oficialistas, declararon paladinamente que desconocían la disposición de la Corte, acompañando las declaraciones de improperios y amenazas contra el propio tribunal.

Durante los días que dediqué a redactar la versión inicial de este texto –entre el Mundial de Fútbol y Reveillon– la división de poderes y el gobierno de la ley propios del sistema republicano pendieron de un hilo. Y aunque el gobierno luego retrocedió sobre sus pasos parcialmente, declarando su disposición a acatar una decisión “inmunda”, pero pretendiendo efectuar las transferencias en bonos del Estado, no en numerario, no cabe duda de que la primera reacción del Poder Ejecutivo de rechazar un fallo de la Suprema Corte lisa y llanamente porque este le disgustaba, fue la más auténtica, y sólo fue mal corregida porque advirtió que si no alteraba el rumbo se hundiría en un pantano, pero no por el nacimiento de ningún escrúpulo en el respeto a las instituciones y la ley, o de una comprensión política de la diferencia entre lo justo y la justicia procedimental –como lo expresó ácidamente un miembro de la Suprema Corte de Estados Unidos, “no es que tenemos la última palabra porque tenemos razón, sino que tenemos razón porque tenemos la última palabra”, lo cual es bastante difícil de discutir si se toma en cuenta que su lógica se fundamenta en el diseño constitucional. Ya a principios de enero de 2003 el presidente, encerrado en el guión clásico de que los dioses ciegan a quienes quieren perder, promueve el juicio político de los miembros de la Corte. Y uno de los más escuchados juristas del propio campo oficialista declara que desde que el fallo del tribunal superior sobre el diferendo entre Ciudad y Provincia de Buenos Aires, “el orden jurídico ha dejado de existir en la Argentina” –posicionamiento que no es inédito, y deja expedito el camino hacia un gobierno de excepción.

Algo semejante había ocurrido en el año 2008, esta vez al defender el gobierno una resolución que no era en sí misma ilegal, y podía haber sido aprobada por el Senado, relacionada a las retenciones, de alcance prácticamente confiscatorio, impuestas a las exportaciones de algunos productos agrícolas –especialmente la soja. Luego de mostrar las garras del Estado predatorio, las reacciones intensas y numerosas que solidificaron una oposición social y política de composición muy diversa lo hicieron retroceder. Aún perdura la grieta abierta en ese entonces y que reproduce la identificación de la patria de modo recíprocamente excluyente.

Pero hoy como ayer es evidente que parte del personal político oficialista desea ir más lejos. Sin embargo, lo que interesa aquí es destacar que las consecuencias de este tipo de iniciativas o reacciones, aunque no se las lleve hasta el fin, igualmente son deletéreas, porque de todos modos debilitan las instituciones y la ley y estimulan conductas consistentes, adaptativas a ese deterioro. El estallido de una crisis constitucional a partir de esta disputa absurda abierta con la cúpula del Poder Judicial todavía es una amenaza real. La pregunta que nos podemos formular es si la extensa lista de rasgos negativos en los estilos de acción no puede ser, pese a todo, superada a través de aprendizajes. Sería absurdo negar esta posibilidad, aun cuando no nos dejemos seducir por el optimismo. Hasta ahora en el orden político e institucional lo que hemos aprendido los argentinos contemporáneos son especialmente malas costumbres.

En otras palabras, que revelamos una baja capacidad de aprender lo que hace falta. Somos habilísimos, por caso, los que disponemos de algún activo, para protegerlo de la inflación, pero hemos sido incapaces de generar los niveles de cooperación estatales, políticos y sociales necesarios para terminar con ella. Nos sobra destreza para deslegitimar a nuestro adversario, pero estamos lejos de comprender, al parecer, que un sistema político de legitimación recíproca sería más provechoso para el país y para nosotros mismos. Exigimos una autoridad cívica y firme, pero las veces que se dio el caso, nuestra contribución con ella ha sido escasa –el legado del Proceso, la dictadura militar más represiva, ha sido, en este sentido, desastroso: la sociedad argentina salió de él mucho más celosa de sus derechos y mucho más reacia a una vida en común signada por normas de autoridad. Queremos líderes democráticos y competentes, pero cuando alguno emerge no le damos tiempo para hacerlo picadillo. La lista podría seguir y sí, ya sé, tan bien como el lector o la lectora, que estas cosas pasan en cualquier democracia. Pero el problema con Argentina es que pasan mucho, todas juntas y siempre.

No obstante, quizás un escenario de recuperación esté a la vuelta de la esquina y no nos hemos dado cuenta. No estoy ironizando. Me permito soñar sobre una base de los mejores posibles. Sin olvidar, claro, a la suerte, la buena suerte que nos proporcione, generosamente, la fortuna maquiaveliana, y no solamente la virtud. La fortuna de exponernos a las inseguridades y las incertidumbres inherentes a lo político, lo que depende de la participación libre y el consentimiento moral de los ciudadanos. Páginas atrás decíamos que el estilo 1 expresaba algo nuevo: un acompañamiento social significativo, aunque sea minoritario, a políticas modernizadoras –aunque estén ásperamente unidas a un consenso negativo– y es posible que la coalición llamada Juntos por el Cambio se convierta en una fuerza política que se consolide y sea capaz de dar lucha al peronismo de igual a igual. Es una cosa al menos imaginable. También es imaginable, aunque difícil, que todo esto ocurra en torno a un liderazgo de gran envergadura. Y no es imposible, tampoco, que el peronismo sufra un duro golpe en las elecciones presidenciales de 2023, que lo obligue ora a fragmentarse, ora a revisar profundamente sus orientaciones y algunas de las convicciones sobre sí mismo. Por ejemplo, debería cortar amarras, de una buena vez y para siempre, recordando quizás a la frustrada Renovación Peronista de los 80, con el registro unanimista que lo lleva a identificarse con la nación y el pueblo y a entender a las otras fuerzas políticas como accidentales, aun cuando ganen elecciones. La revisación profunda en estos temas, de ocurrir, provocará necesariamente la fragmentación interna si se produce en el llano. De la misma podrían surgir respaldos inicialmente titubeantes a un programa de reformas de largo plazo.

Pero importarán los diagnósticos –cómo recuperar el Estado, cómo dinamizar el capitalismo, cómo terminar con el predominio de las minorías de preferencias intensas, cómo integrarnos al mundo, cómo…– por supuesto, y en todo esto será clave la cooperación que logren, sin cartelizar la política, los partidos renovados. Nada menos. Y en un mundo en el que encontrar nuestro lugar será, una vez más, difícil –los vientos no son muy favorables para eso– pero absolutamente necesario.

Intenté, en este texto, mantenerme apartado del rigor de los paradigmas y los instrumentos teóricos más áridos de la ciencia política. Sin embargo, el análisis prospectivo que he encarado en estos párrafos finales me obliga a focalizar en un tema que, aunque incierto, puede tener relevancia en los próximos 12 meses –en octubre próximo habrá elecciones presidenciales. Es imposible desconocer que hay un agravamiento latente de la crisis. Es demencial desear, con mentalidad estratégica, que ese agravamiento tenga lugar. Pero es insensato no especular sobre sus eventuales consecuencias políticas.

Es un ejercicio complicado, porque la Argentina, es de lamentar, tiene una rica historia de crisis. Mi conjetura es que, si la crisis se agudizara, las condiciones para la cooperación mejorarían, entre otras razones porque el actual oficialismo estará más expuesto a la fragmentación. Si mantenemos la precaria hipótesis de un triunfo electoral de Juntos por el Cambio, probablemente élites de muy variada condición optarían por privilegiar el orden público y la recreación del funcionamiento de la economía y convergerían en respaldar medidas de estabilización macroeconómica. Desde luego, la secuencia importa: el hipotético agravamiento, ¿sucedería antes o después del cambio de gobierno? Esto puede importar mucho porque, sabemos, es necesario distinguir entre políticas de estabilización y políticas de reforma. Como dijimos, no es raro que los gobiernos resuelvan reposar en una estabilización exitosa que mantenga intactos los desequilibrios estructurales, dando inicio a un nuevo ciclo que tendrá un final semejante a los anteriores.

Esto nos coloca delante de otra pregunta: ¿cuáles son las condiciones iniciales que harían posible que los gobiernos se dispongan a afrontar los riesgos acarreados por las reformas estructurales? Una respuesta que correlacione el agravamiento de la crisis con una mayor disposición al riesgo es más sólida de lo que parece, y no está mal respaldada empíricamente. Como siempre, hay imponderables. Por ejemplo, las capacidades de coordinación y cooperación de un eventual gobierno de la coalición actualmente opositora no son precisamente elevadas. Si tiene que atravesar un gobierno flamante las aguas turbulentas de una nueva crisis macroeconómica, esas capacidades estarán exigidas al máximo. Otra vez será a suerte y verdad.

En fin, no es cosa de echarle la culpa al pasado, sino de saber qué hacer con todo lo que ya nos dejó y lo que nos puede estar dejando.


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[1] Deseo agradecer a Alejandro Bonvecchi por sus sumamente útiles comentarios.

 

- Vicente Palermo, es politólogo, integra el Club Político Argentino.

 

Revista Movimiento - enero de 2023

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