El desarrollo como conflicto institucionalizado

El desarrollo es uno de los conceptos más paradójicos de la retórica académica y política: es incuestionable, aunque carezca de una definición unívoca y  consensuada. El desarrollo no es el único concepto que sufre o goza de polisemia. El problema no radica en la pluralidad o en la contradicción de sus definiciones sino en los usos políticos que de él se hacen. Como si al pronunciar esta palabra todos acordaran en un significado homogéneo, desmentido sin embargo por las distintas definiciones posibles. La multiplicación de adjetivos que lo califican - “sustentable”, “duradero”, “humano”, “equitativo”, “inclusivo” - no hacen más que aportar a su confusión conceptual. Un atributo deseado no alcanza para establecer una definición. Todas estas acepciones se convierten en perspectivas más morales que analíticas, que si bien pueden ser defendidas desde un punto de vista político pecan de inconsistencia desde un punto de vista analítico. Dicho de otra forma, pueden tener valor de programa gubernamental pero no se les puede otorgar el estatus científico que estas definiciones pretenden. Encontramos ahí uno de los principales desafíos planteados por este concepto: la experiencia colectiva sabe de los riesgos que acarrea sustituir la decisión y por ende la responsabilidad política, por la
“ciencia” y sus postulados. A partir de esta premisa, ¿cómo entender entonces un modelo de desarrollo?

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