Segunda parte

La segunda parte de este informe incluye las siguientes notas: [b]1)-Las promesas del "no". De la rebelión a la reconstrucción, por Anne-Cécile Robert.[/b] [b]2)-Poner fin a la oposición. Contra la competencia, la emulación, por Bernard Stiegler. [/b] Fuente: Le Monde Diplomatique. Editorial Cono Sur

1) Las promesas del "no"

De la rebelión a la reconstrucción

Al decir "no" al tratado constitucional europeo, la mayoría de los franceses también dijo "sí" a profundos cambios, tanto en su país como a nivel europeo. Primeras pistas para los futuros debates.

Por Anne-Cécile Robert

De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

Traducción: Mariana Saúl

Como por efracción, los pueblos penetraron el debate europeo: el 29 de mayo de 2005, los franceses rechazaron claramente el tratado constitucional europeo, y fueron seguidos, el 1 de junio, por los holandeses. Ambos resultados impulsarían a Anthony Blair a confirmar su decisión de renunciar a la consulta popular prevista en el Reino Unido, mientras que en Praga el Presidente checo anunció que haría lo mismo. "En caso de referéndum, los alemanes habrían votado 'no'", estima por su parte el diputado de la CDU, Peter Almaier (1). Al mismo tiempo, el punzante llamado por "otra Europa" expresa una expectativa que los discursos fatalistas de los dirigentes no anestesiaron.

El proyecto europeo debe responder a la demanda social y a la exigencia democrática ante el peligro de perder su razón de ser. Compromisos "indispensables pero imperfectos" para sus autores, los tratados ya no producen adhesión, ni siquiera a regañadientes. En efecto, ¿por qué construir Europa si ello no contribuye a mejorar la calidad de vida (empleo, lucha contra la precariedad, poder adquisitivo, medio ambiente)? Por primera vez, los electores establecieron un vínculo entre las políticas que les aplican -principalmente económicas- y las decisiones tomadas a nivel de la Unión Europea. Esta toma de conciencia parece atravesar a los veinticinco países miembros y a sus 456 millones de habitantes como ya lo sugerían los foros sociales de Florencia (2002), de París (2003) y de Londres (2004).

El asombro, la incomprensión de los dirigentes europeos y nacionales ante el rechazo al tratado constitucional, sus reacciones por momentos despectivas confirman la necesidad de una refundación democrática de la construcción europea. De por sí, la idea de redactar una "Constitución" por fuera de las normas adecuadas le otorgaba a la Unión un carácter aristocrático: el proyecto, redactado sin mandato popular por la convención (2), recuerda a Louis XVIII, quien en 1814 "otorgaba" al pueblo una carta fundadora de la monarquía restaurada. Un "monstruo" económico-jurídicoLa legitimidad misma de las decisiones de la Unión está sujeta a fianza ya que, cada día, afectan la vida cotidiana de los ciudadanos. En efecto, las instituciones de Bruselas, que no respetan el principio de separación de los poderes, mezclan tecnocracia, influencia de los lobbies, discusiones parlamentarias y negociaciones intergubernamentales en menoscabo de la transparencia y de la responsabilidad política. El derecho de petición previsto por el tratado constitucional, pomposamente denominado "derecho de iniciativa ciudadana", no hace más que confirmar un derecho inherente a la libre expresión y no compensa en nada la marginación estructural del sufragio universal.

Por otra parte, el artículo I-47, que incita a las instituciones a mantener un diálogo regular con las asociaciones, parece considerar la marginalización del proceso electoral como algo adquirido. Finalmente, el Banco Central Europeo (BCE) -cuyas elecciones respecto del euro y de las tasas de interés son inapelables y están fuera del control de los gobiernos- simboliza la inexistencia de un modelo democrático europeo. Formidable vuelta de tuerca, la Declaración universal de los derechos humanos (1948) parece condenar esta infracción a los derechos fundamentales: "La voluntad del pueblo es el fundamento de la autoridad de los poderes públicos" (artículo 21, inciso 3).La democratización de la Unión destapa un tabú fundador: federalismo, supranacionalismo, soberanía nacional… ¿Qué modelo elegir? Esta cuestión fue cuidadosamente evitada hasta una fecha reciente por los difíciles debates que implica (3). Parece asimismo difícil de evitar y tal vez se deberá pensar en una mezcla de los distintos modelos. Sin embargo, plantea otra cuestión: ¿dónde se sitúa la legitimidad democrática en la Unión? Cuando un pueblo acepta ratificar un tratado por referéndum la pregunta ni se plantea; cuando lo rechaza, se intenta minimizar su respuesta: así, tras el voto francés del 29 de mayo, se recuerda que nueve países "que representan el 49% de la población europea" ya aprobaron el texto. ¿Tiene sentido esta oposición? Algo es seguro: la importancia que adquirió el escalafón europeo impone que sea, de manera creíble, responsable política y democráticamente (4).

Esta responsabilidad es tanto más imperativa cuanto que el contenido del proyecto europeo se ve abiertamente impugnado. Hasta ahora, la construcción europea se basaba en el denominado método Monnet -del nombre de Jean Monnet quien concibió la primera de las Comunidades, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) en 1951. Consiste en construir Europa por medio de proyectos concretos sucesivos siguiendo la técnica del engranaje. Federalista convencido, Jean Monnet deseaba lograr así su objetivo evitando el debate público, fuente según él de interminables debates que a menudo desembocan en fracaso. El rechazo del tratado constitucional plantea la cuestión prohibida luego de décadas de rodeos obsesivos: en el fondo, ¿cuál es el objetivo de la construcción europea? El ideal de paz ya no alcanza para justificar la adhesión y los sacrificios que implica. El método Monnet resultó eficaz pero construyó un "monstruo": una federación técnico-económico-jurídica fuera del alcance de los ciudadanos y de sus preocupaciones. Paradoja: la Unión parece ocuparse pero no de lo esencial: el empleo, el progreso social, el derecho internacional, la solidaridad con el Tercer Mundo… Parece capaz de "proezas" técnicas (por ejemplo, los montajes financieros de la política agrícola común) pero impotente para defender un modelo social surgido de las historias nacionales. La construcción europea se fue identificando progresivamente con la mundialización liberal, vivida como una jungla por las clases populares y una parte de las clases medias progresivamente aspiradas en la trampa. Sin desconectar las dos, cuesta ver cómo la Unión podría afirmar una identidad propia y conseguir la adhesión de los pueblos. Objetivo indispensable para elaborar otra Europa, esta desconexión será sin embargo ardua.En efecto, lo que más choca, no es tanto la incapacidad de la Unión europea para construir un modelo político y social específico como su rechazo obstinado a consagrarse a esa tarea. No sólo la Unión no busca liberarse de esa coacción internacional, sino que la alienta. Bajo mandato de los gobiernos, la Comisión Europea actúa como la primera de la clase de librecambio en las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio, como lo demostraron las conferencias de Doha (2001) y de Cancún (2003). La Unión no se contenta con someterse a sí misma a la lógica de la mundialización financiera y liberal, la impone, con celo, a los países del Sur (acuerdos de Cotonou, 2000) (5).

Sin embargo, esta colisión no estaba inscripta en sus genes. El tratado de Roma que fundaba la Comunidad Económica Europea (1957) instauraba una preferencia comunitaria para los productos agrícolas y no temía torcer el brazo del dogma librecambista para ayudar a los países del Sur, por ejemplo a través de los acuerdos de Lomé (6). Convertida en la primera potencia comercial del mundo, la Unión Europea revela así su voluntad fundamental de no imponer otra visión de las relaciones mundiales, conforme al interés de sus pueblos. Doble lenguaje: los tratados europeos, cada vez más librecambistas y mercantiles, son presentados como medios de afirmar a la Unión Europea en la escena mundial. Perversidad: es en nombre de la "solidaridad" con los países de Europa Central y Oriental que se amplía la Unión europea, poniendo a los pueblos a competir los unos con los otros (ver el artículo de Bernard Stiegler). Más allá del hechizo de una Europa potencia alternativa a Estados Unidos, Europa se niega a defender los valores que le son propios y que marcarían su identidad. "Europa aumenta nuestras fuerzas", afirmaba el presidente francés Jacques Chirac en su mensaje televisivo del 31 de mayo. La guerra estadounidense en Irak, al contrario, puso al desnudo la inexistencia de la Unión en la geopolítica mundial. Fue el rechazo soberano de Francia -y de sus aliados en "el campo de la paz"- lo que permitió afirmar una voz europea distinta a la de Anthony Blair, José Manuel Barroso y José María Aznar, y lo que salvó a Naciones Unidas del descrédito.Este rechazo a existir tiene varias causas que es necesario enfrentar. En primer lugar, el denominado método Monnet induce un rechazo congénito del debate público, lo que impide construir un espacio público europeo. Y en una Europa compuesta por veinticinco Estados, se impone el denominador más pequeño: el mercado común. En segundo lugar, la relación cuasifreudiana de ciertos países con Estados Unidos impide la emancipación política de Europa. El miedo a poner en peligro una alianza histórica ahoga la afirmación de valores europeos: relación con la guerra y el derecho, la violencia y la pena de muerte, estatuto de las personas y la minoridad. En tercer lugar, no se asume el peso de la historia: por ejemplo, la definición de una Europa política se apoya sobre el miedo al poder, miedo surgido del pasado colonial e imperialista, incluso fascista, de algunos países. Sin embargo, tales derivas no son necesariamente fatales y la herencia de movimientos pacifistas, anticolonialistas, mutualistas y sindicales existe tanto como la otra. Otra Europa, social y política, no sabría construirse sin levantar de estos bloqueos, pues éstos impiden a la Unión definir cuál es su interés común. Así, al embarcarse en la guerra estadounidense contra el terrorismo, desarrolla una visión puramente securitaria de sus relaciones con los países del Sur, de donde muchos emigran hacia la Unión, contribuyendo a su desarrollo. La cooperación con estos países consiste exclusivamente en extender el librecambio, y la sociedad euro-mediterránea se limita a encantamientos. Una renovación imaginativa y vasta del proyecto europeo parece imponerse en el interés de la Unión y de sus habitantes. Ello implica una clarificación, incluso una redefinición, de las competencias europeas: el método del engranaje conlleva un efecto bola de nieve, puesto que las competencias se encadenan unas a otras. El mercado común desembocó así en la creación de una moneda única y de un Banco Central que escapa al control de los gobiernos, lo cual no sucede en Estados Unidos, donde la reserva federal coordina cuidadosamente su estrategia con la Casa Blanca. Ahora bien, las decisiones de este Banco Central determinan, en su mayor parte, la política de crédito en cada uno de los países miembro, y sobre todo las orientciones presupuestarias y fiscales; y, por consiguiente, la evolución del poder adquisitivo de la población.

Un motor para el empleo

Esta concepción del mercado común condujo a una proliferación de normas en ámbitos muy variados: definición del contenido de los productos -el caso emblemático del chocolate (7)-, reglas sanitarias -sobre todo en el contexto de la política agrícola común- o medio ambiente. En una Europa de veinticinco, esta lógica del cambalache corre el riesgo de profundizar aun más la ausencia de racionalidad y transparencia. Con el fin de afianzar la autoridad de la Unión y su buen funcionamiento, algunos concluyen que hay que imponer el federalismo sin preocuparse por la legitimidad política de un proyecto semejante (8). El desorden creado justificaría de alguna manera una violencia más hacia al pueblo. ¿No habría, más bien, que volver a concentrar las competencias europeas en algunos ejes, alrededor del empleo, del progreso social, de la cooperación industrial y científica, de la paz? La voluntad de Alemania de volver a nacionalizar la política agrícola común -es cierto que por razones financieras- muestra que es posible un nuevo reparto de poderes entre los Estados miembro y la Unión.Más allá de la crítica global del liberalismo económico y del librecambio, la instauración de una Europa social está en parte ligada a esta cuestión. Frente a la integración económica, ¿hay que poner en marcha una integración social, uniformizando "por arriba" los sistemas de protección? ¿Es posible alcanzar un acuerdo sobre el contenido de una política semejante, así como fue posible en lo que concierne a la implementación del mercado común y del euro, por ejemplo? Como mínimo, parece necesario generalizar una cláusula de punto sin retorno, cláusula que impediría apoyarse en la regulación europea para hacer retroceder las legislaciones nacionales. Sin embargo, una cláusula así puede constituir una protección muy débil, en la medida en que los gobiernos de derecha y de izquierda, impregnados de liberalismo económico, no necesitan una obligación europea para cuestionar las conquistas sociales. No se debe dejar su aplicación en manos de la Corte de Luxemburgo, jurisdicción que por definición se encuentra fuera de todo control político (9).

Asimismo debe archivarse, y nunca ser reflotada, la directiva Bolkestein, que perjudica tanto a los asalariados de los nuevos países entrantes como a los de las otras naciones: en los primeros, alienta a las empresas a que mantengan salarios bajos, en nombre de la conquista de los mercados extranjeros; en los segundos, empuja a comprimir los salarios en nombre de la competencia.

Más allá incluso de las cláusulas de derecho social, sin duda la irrupción de los pueblos incita a repensar el conjunto de la arquitectura europea y a imaginar otro motor, capaz de responder a la cuestión fundamental del empleo. Esto es tanto más urgente cuanto que el mapa francés del "no" coincide ampliamente con el del desempleo, que no perdona ni a las clases educadas. Así, en su batalla por salvar la investigación, los investigadores hicieron hincapié en la necesidad de políticas renovadoras, en Francia y en Europa, con el fin de compartir medios y experiencias. También apareció en el debate público la idea de políticas fiscales y crediticias que inciten a un nuevo reparto del valor agregado, a favor del empleo y de los beneficios sociales (el valor agregado bajó diez puntos, en promedio, durante los últimos veinte años), articulando así el nivel nacional y el europeo.Se trata, de alguna manera, de refundar un modelo social específicamente europeo. En él, los servicios públicos deben encontrar un lugar central. Ellos son los portadores de los valores de solidaridad social y territorial, y los vectores indispensables de la lucha contra las desigualdades y la precariedad. Sin embargo, desde la cumbre de Lisboa se ha programado y puesto en marcha su destrucción metódica. Bajo el nombre de Servicios de Interés Económico Generales (SIEG), se han visto sometidos a la competencia, cuando el cumplimiento mismo de su vocación -igualdad de derechos, solidaridad, organización del territorio- necesita que estén exentos de ella. Esta especificidad debe ser reconocida, por lo menos en el marco del respeto a las competencias nacionales. Pero también debe ser planteada en el nivel de los servicios públicos transnacionales, por ejemplo en los transportes.La exención respecto de las reglas del librecambio mundial -que dejan sin protección al mercado europeo frente a, por ejemplo, ciertos productos chinos, como los textiles- implica, por lo menos, una reactivación del principio de la preferencia comunitaria (10).

Finalmente, otra Europa implica una visión renovada de las relaciones mundiales. Los lazos históricos, los desafíos políticos y los flujos migratorios necesitan que la Unión Europea defina una política propia en relación con el Sur, una política fundada en la solidaridad y libre de las reglas poco igualitarias de la globalización liberal. Los lazos así tejidos entre muchos Estados largamente desplazados, reforzarían el peso geopolítico de la Unión.Los pueblos del Viejo Continente han construido pacientemente su prosperidad: conocen su precio y saben medir sus beneficios. La obsesión librecambista y competitiva aparece entonces como una gran negación de la Historia. Pero también como una venganza de las clases acomodadas por todo lo que se les arrancó a lo largo de trescientos años, desde el sufragio universal hasta la protección social. Esta espiral de retroceso humano se resume muy bien en el tratado constitucional, que pone en el mismo plano la "competencia libre y no falseada" y los valores de justicia y de libertad. Impone un esfuerzo para sobrevivir a la duda que parece asaltar a los ciudadanos frente a la construcción europea.

1 Le Monde, París, 1-6-05.
2 "Golpe de Estado idelógico en Europa", Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2004.
3 En 1999, las propuetas "federalistas" de Gerhard Schröder habían suscitado un debate entre el ministro francés de Relaciones Exteriores Hubert Védrine y su par alemán Joschka Fischer.
4 André Bellon, Pourquoi je ne suis pas altermondialiste, Mille et une nuits, París, 2004.
5 Raoul-Marc Jennar, "Poscolonialismo de la Unión Europea", Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2005.
6 Anne-Marie Mouradian, "Menaces sur la convention de Lomé", Le Monde diplomatique, París, junio de 1998.
7 En muchos países europeos, entre ellos Francia, el chocolate sólo podía ser fabricado con manteca de cacao. Desde agosto de 2003, y bajo la presión de los industriales agroalimentarios, la Comisión europea primero y el Parlamento después autorizaron la introducción de materias grasas vegetales comunes, manteniendo el nombre "chocolate".
8 Arnaud Leparmentier, "Le refus de la souveraineté partagée", Le Monde, 1-6-05.
9 Christophe Ramaux, "L'Europe sociale, mythe ou réalité?", Le Monde, 13-4-05.
10 Bernard Cassen, "Les 'dix commandements' de la préférence citoyenne", Le Monde diplomatique, París, mayo de 1998.

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2) Poner fin a la oposición

Contra la competencia, la emulación

Por Bernard Stiegler
Filósofo y escritor, autor de Mécréance et discrédit y de De la misère symbolique, Galilée, Paris, publicados en 2004 y 2005. Este artículo introduce ideas desarrolladas en Constituer l'Europe, que se publicará en la misma editorial en septiembre de 2005. Traducción: Marta Vassallo

El mundo espera mucho de Europa. Al menos es lo que se deduce de obras recientes (1). Los llamados a "otra Europa" formulados por el movimiento social sobre el viejo continente parecen confirmar esa expectativa. Europa no se constituirá entonces sino dándose los medios para responder a ella. Pero ¿qué es lo que se espera?

El mundo no espera buenas intenciones: espera que Europa invente un nuevo modelo industrial capaz de poner fin al proceso de desindividuación generalizado que socava las sociedades occidentales. Gilbert Simondon llamaba individuación psicosocial al proceso por el cual un individuo colectivo llega a ser lo que es a través de la individuación psíquica de quienes lo componen. Este proceso es una dinámica donde la individuación psíquica participa esencialmente de la individuación social contribuyendo a esa individuación. Una verdadera constitución de Europa debiera crear un nuevo proceso de individuación psíquica y colectiva de sus habitantes, haciendo converger entre sí procesos de individuación existentes: las naciones europeas.Ahora bien: la individuación psíquica y colectiva industrial surgida del capitalismo contemporáneo atraviesa una crisis sin precedentes. Padece una enfermedad grave y peligrosa: la desublimación, es decir, la captación y la explotación ilimitadas de la energía libidinal de los productores y consumidores en todos los dominios. Porque desde el momento en que la energía libidinal de los individuos y grupos se desvía hegemónicamente hacia los objetos de consumo, todos los demás objetos de la libido, y especialmente los que permiten la constitución de una civilización, resultan desertados y gravemente amenazados.

Sucede con la familia, la educación -lo que implica la escuela y la totalidad de los saberes- pero también con la política, con el derecho, y con todas las sublimidades del espíritu, frutos de lo que los alemanes denominaron la Bildung. El proceso de individuación capitalista e industrial entró en contradicción consigo mismo y tiende a autodestruirse mediante una disminución tendencial de energía libidinal que se traduce en una pérdida de individuación. Esta priva a los individuos de posibilidades de existir, y a corto plazo es mortífera para la sociedad mercantil en su conjunto, porque la libido y la sublimación están en el principio tanto del mercado como de la producción (2).

De manera que si Europa quiere constituirse, existir, tiene que luchar prioritariamente contra la desindividuación generalizada a través de una nueva política industrial (3). Dicho de otro modo, todo el mundo y los mismos europeos esperan de ella que reinvente la idea de una civilización industrial, y que afirme que la industria no es inevitablemente la que genera la regresión.Sin embargo, la Unión Europea en el curso de los últimos años privilegió sistemáticamente la expresión sin límites de un modelo industrial caduco, e hizo de la transformación de todas las prácticas sociales en mercado (reduciéndolas así al empobrecido status de comportamientos de consumo) su único objetivo. El resultado es que la construcción de Europa es vivida cada vez más por los europeos como un proceso de destrucción de Europa. Esta sensación de amenaza se vuelve tanto más viva cuanto que el objetivo único de desarrollo de mercados en todas las áreas de la existencia siempre fue explícitamente encarado en nombre de una ideología que plantea como principio absoluto que las naciones europeas debían entrar en competencia unas con otras. Y esto sin que se haya deducido y fuertemente afirmado ningún horizonte de unidad superior para los posibles conflictos de intereses. Ahora bien, los europeos saben a qué los llevó en el pasado la competencia entre naciones: dos guerras mundiales en el siglo XX que devastaron a la mayor parte de Europa, a las que hay que sumar las de los siglos anteriores. Una amenaza parecida se vivencia tanto más cuanto que la desublimación, resultante de un consumismo ilimitado, convertido en objetivo único, segrega la pulsión de muerte (4). Es evidente que la competencia constituye un factor dinámico fundamental en todo proceso de individuación psicosocial. La crítica de la economía estatizada se funda, y con razón, en los efectos de mal desempeño y desmotivación característicos de los países comunistas para demostrar que la competencia de intereses individuales es la condición de toda vitalidad económica. Y sin embargo la organización capitalista de la competencia, en el actual estadio de la ideología ultraliberal, genera también, y masivamente, la desmotivación y el pesimismo, como suelen lamentarlo los responsables políticos (5). Aparte del hecho de que genera monopolios capitalistas.

Los ciudadanos de Europa temen lo que viven cada vez menos como construcción de Europa y cada vez más como su destrucción, porque desconfían, con fundamento, de la idea falsa y peligrosa de que se podría constituir Europa poniendo a los países en competencia unos con otros. ¿Cómo imaginar que se puede constituir una comunidad poniendo a los pueblos que debieran constituirla sólo en competencia, es decir, en oposición?

El concepto de competencia puesto en práctica aquí se presenta como una simplificación nefasta de la emulación tal como la concebían los griegos, que la llamaban eris. En efecto, no es sólo concebible, sino insuperable, el que la emulación se encuentre en el principio de la dinámica interna de toda comunidad económico-política. Sin embargo tiene que elevar a aquellos a quienes dinamiza por encima de las peculiaridades, y ser en eso una potencia primordial de integración e individuación. La emulación no puede constituir entonces el principio primero, y mucho menos único, de una nueva comunidad política y económica. Precisamente porque las relaciones entre los países miembros de una misma comunidad política no se reducen a intercambios económicos y a la competencia, y suponen un interés superior a los particulares, una unión política se distingue de una simple liga de intereses económicos, como lo fue por ejemplo la Liga hanseática, o como lo son el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) y tantas otras zonas de intercambios económicos privilegiados. Se trata precisamente de hacer existir a través de los habitantes de las naciones que componen Europa la consistencia de una idea europea, es decir, la afirmación de un modo de vida europeo.

Este modo de vida europeo debe expresar un espíritu europeo, constituido históricamente por una idea de la razón que es una herencia típicamente europea, pero que está lejos de ser un concepto puramente formal. Debe concebirse como deseo, de acuerdo con Freud, y encarnarse como motivo. Ahora bien, el deseo mismo es intrínsecamente una potencia de sublimación. Lo que hizo de la eris de Hesíodo, que tanto impactaba al joven Nietzsche, la potencia de la polis, es lo que implica que la eris sea lo que eleva hacia lo mejor: hacia el ariston. En Los trabajos y los días el campesino se encuentra rivalizando o emulando a otro, pero es para dirigirse hacia lo mejor. Ese mejor, que en Grecia se llama dios, es lo que remite a lo que los griegos descubridores del derecho llaman diké y aidos -justicia y vergüenza- que no son simplemente valores, sino principios fundadores.El aidos, que se traduce también como pudor y a veces como honor, se encuentra en la base de la eris. Si no es así, la eris ya no es la buena eris, como dice Hesíodo; se convierte en potencia autodestructora, manifiesta el instinto de muerte -es lo que lleva a la guerra-. Ahora bien, la competencia sin límites, no limitada por principios unificadores, es lo que lleva a un mundo sin vergüenza: es lo que en nombre de la eficacia rebaja siempre al nivel inferior. Lo que nivela por lo bajo, tanto los programas de televisión -como lo enunció sin vergüenza Patrick Le Lay, presidente director general de la cadena privada TF1 (6)- como las legislaciones sociales.

Infortunadamente Europa es el continente de las guerras, y es en primer lugar para luchar a toda costa contra su regreso que hace falta una Constitución política europea. Los europeos temen que una Constitución fundada en una competencia sin límites lleve en cambio a los países a nuevos conflictos. No creen que los valores que postula la Constitución europea tengan relación con los principios fundadores de una unión política en lucha contra la desunión implícita en el necesario principio dinámico que organiza la emulación y la competencia, sin las cuales efectivamente no existe ninguna motivación duradera. Por eso la retórica de los valores que es tema del artículo 2 del proyecto de Constitución suena falsa a sus oídos: no creen en ella, porque no leen allí la encarnación de motivo alguno.

1 Por ejemplo Jeremy Rifkin, El sueño europeo, Paidós, Buenos Aires, 2004.
2 "Le désir asphyxié, ou comment l'industrie culturelle détruit l'individu", Le Monde diplomatique, Paris, junio de 2004.
3 Es el objetivo de ARS INDUSTRIALIS, asociación internacional para política industrial de las tecnologías y el espíritu (www.arsindustrialis.org).
4 Richard Durn, asesino de ocho miembros del consejo municipal de Nanterre confesaba "hacer mal para tener al menos una vez en la vida la sensación de existir", Le Monde, París, 10-4-02.
5 Por ejemplo, el presidente Jacques Chirac en su entrevista por TV con jóvenes franceses el 16-4-05.
6 "Para que se perciba un mensaje publicitario el cerebro del teleespectador tiene que estar disponible. Nuestras emisiones tienen la vocación de ponerlos disponibles, es decir, divertirlos, distenderlos para prepararlos entre un mensaje y otro. Lo que le vendemos a Coca Cola es tiempo disponible del cerebro humano…", AFP, 9-7-04, extractos de su obra Les dirigeants face au changement (Los dirigentes frente al cambio), Editions Huitième

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