Privatizaciones II - Las renegociaciones contractuales en los servicios públicos privatizados ¿Seguridad jurídica o preservación de rentas de privilegio?

Realidad Económica 164 [b]Daniel Azpiazu* [/b] [i]Existen evidencias suficientes como para concluir que las recurrentes renegociaciones contractuales con las empresas concesionarias y licenciatarias de los servicios públicos privatizados han terminado por configurar una situación de desquicio normativo y regulatorio -con un claro beneficiario- que demandaría una urgente intervención del Poder Legislativo, con un activo apoyo de las distintas asociaciones de usuarios y consumidores, tendiente a revisar la legalidad de lo actuado por el Poder Ejecutivo, y de sancionar aquella legislación que permita compensar -y revertir- la asimétrica distribución de costos y beneficios, privados y sociales.[/i]

Introducción.

Una caracterización global del programa de privatizaciones desarrollado en la Argentina durante los años noventa remite a la consideración de muy diversos rasgos distintivos. Al respecto, basta con resaltar la escasa o nula preocupación por la difusión de la propiedad de las empresas privatizadas, con su lógica contrapartida en la profundización del proceso de concentración y centralización del capital; la celeridad -no exenta de improvisaciones- y lo abarcativo de las concreciones1; la formulación -tardía, limitada y, cuando no, precaria- de marcos regulatorios y la constitución de débiles agencias reguladoras -muchas veces, con posterioridad a la transferencia de los activos- a partir de decretos y resoluciones del Poder Ejecutivo y no de leyes específicas; la desprotección de usuarios y consumidores y, en síntesis, la generación de áreas privilegiadas por las políticas públicas (rentas extraordinarias, nulo riesgo empresario, reservas de mercados mono u oligopólicos).

En ese marco, otra peculiaridad no menos relevante, que últimamente ha adquirido particular intensidad, es la recurrente y generalizada renegociación de diversas cláusulas contractuales (generalmente las referidas a precios y tarifas, a sus ajustes periódicos, a los compromisos de inversión y/o a los plazos de concesión), así como la introducción de cambios regulatorios que, incluso, violan normas de superior rango legal.

En consonancia con la cercana finalización del actual mandato presidencial así como de la prohibición constitucional de dictar normas al amparo de la figura de "delegación administrativa"2 (a partir de agosto de 1999), se asiste a una serie de -cada vez más- atomizadas renegociaciones contractuales y, a la vez, de intentos legislativos oficiales que procuran impedir -vía la sanción de determinadas leyes- todo tipo de revisión de lo actuado a través de decretos y resoluciones del Poder Ejecutivo Nacional. Tal es el caso de, por ejemplo, las concesiones viales y los servicios ferroviarios de carga y de pasajeros, que recientemente han pasado a concitar el interés -y la preocupación- del principal partido de oposición, en tanto los resultados de tales renegociaciones comprometerán a las futuras administraciones gubernamentales. Más aún ante las anunciadas ampliaciones de los plazos de concesión, en un marco de escasa o nula transparencia en las discrecionales negociaciones encaradas por el Poder Ejecutivo con cada una de las empresas concesionarias.

De todas maneras la renegociación de los contratos de concesión de los servicios públicos privatizados, así como la modificación de diversas cláusulas contractuales y de la propia normativa regulatoria no son fenómenos novedosos que, como tales, podrían estar asociados a cierta premura política-institucional de la actual gestión. En efecto, tales renegociaciones -y la opacidad de las mismas- emergen como una constante del período post-privatización, a punto de constituirse, también, en uno de los rasgos distintivos del programa de privatizaciones desarrollado en el país.

El mismo surge, en última instancia, como resultado lógico y previsible de las urgencias políticas y fiscales con las que se encaró dicho programa, y de las consiguientes improvisaciones e imprecisiones normativas. Estas últimas han derivado, en la generalidad de los casos, en renegociaciones con el sector privado que tienen un claro denominador común: garantizar un nulo riesgo empresario y preservar sus rentas de privilegio a partir de una concepción en la que la "seguridad jurídica" queda circunscripta a mantener inalterada una opaca ecuación económico-financiera original de quienes se hicieron cargo de los servicios públicos privatizados, aún cuando ello suponga contravenir normas jurídicas de superior rango legal. Más aún, atento a las propias insuficiencias y limitaciones regulatorias, donde el componente de los costos de tal ecuación no está sujeto a control alguno, las preocupaciones oficiales parecerían quedar restringidas a la maximización de los ingresos y los beneficios -presentes y futuros- de tales firmas, al margen de toda otra consideración3. Los ejemplos que ofrecen las telecomunicaciones, el agua potable y los servicios cloacales, los ferrocarriles y las concesiones viales resultan sumamente ilustrativos de la funcionalidad de las acciones -y omisiones- oficiales respecto de los intereses del sector privado.

Telecomunicaciones.

La privatización de la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTel) emerge como una de las de mayor trascendencia del abarcativo programa implementado a partir de la ley de Reforma del Estado. Ello está asociado, por un lado, con la magnitud del patrimonio transferido -y, fundamentalmente, a las potencialidades de la reserva de mercado ofrecida- al sector privado4 y, por otro, en un plano más polÌtico, al hecho de tratarse -junto con AerolÌneas Argentinas- de un primer "caso testigo" frente a las dos grandes experiencias truncas de la anterior administración de gobierno.

En ese marco, la celeridad que se le imprimió al proceso es, sin duda, uno de los aspectos más destacados de la privatización de ENTel. Así, antes de que transcurriera un mes de la sanción de la ley de Reforma del Estado, ya se publicaba el decreto 731/89 (marco jurídico de la privatización de la empresa); a principios de enero de 1990 (poco más de cuatro meses de sancionada la ley) se publicó el decreto 62/90 (Pliego de Bases y Condiciones del Concurso Internacional); por último, en noviembre de 1990, se transfirió la empresa a sus nuevos propietarios (decreto 2332/90). Tiempo récord para la privatización de una empresa como ENTel, y del consiguiente servicio en condiciones de reservas legales de mercado en un sector que admite crecientemente la competencia, demandas insatisfechas y -como se verá más adelante- garantía de nulo riesgo empresario.

Resultaron adjudicatarias las empresas Telecom Argentina S.A. y Telefónica de Argentina S.A. que, en condiciones monopólicas -durante siete años, con la posibilidad de extensión por otros tres- se hicieron cargo del servicio de telefonía básica en las zonas norte y sur del país, respectivamente, y a las que, en contraposición a las recomendaciones y a las mejores prácticas internacionales, se les concedió el monopolio compartido del servicio internacional (Teleintar) y, a la vez, se les permitió participar en las licitaciones de las frecuencias de telefonía celular móvil y del Servicio de Comunicaciones Personales (PCS), en las mismas áreas geográficas en las que operan (Miniphone, Unifón, Telecom Personal).

La premura -esencialmente política- que se le imprimió a esta privatización y las consiguientes improvisaciones se ven claramente reflejadas en la demorada constitución del ente regulador sectorial y, en especial, en las recurrentes modificaciones de sus funciones, misiones, y en su propia inserción institucional. En efecto, recién poco antes de la transferencia de la empresa al sector privado, el decreto 1185/90 dispuso la creación de la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CNT), cuya actividad se inició con posterioridad a dicha transferencia. Las funciones y su vinculación institucional se modificaron radicalmente en 1993 (decretos 205 y 2160) y en 1996 (decreto 245) para, finalmente, en 1997 (decreto 80) quedar subsumida en la Comisión Nacional de Comunicaciones -en el ámbito de la Secretaría de Comunicaciones de la Presidencia de la Nación-5. La CNT estuvo intervenida en varias oportunidades (la primera en 1992, por un total de 450 días, y la segunda en 1995), al tiempo que sistemáticamente se le fueron recortando misiones y funciones que eran transferidas directamente al Poder Ejecutivo Nacional. De hecho, la regulación del sector ha quedado -paulatinamente- en manos casi exclusivas de la Secretaría de Comunicaciones. El nulo grado de autarquía del ente regulador, la recurrente supresión de funciones, su debilidad manifiesta -o su "captura" por parte de las empresas reguladas y del propio poder político-, no son más que manifestaciones de un fenómeno mucho más complejo como es el de la improvisación oficial, la despreocupación por una regulación eficiente del servicio y, en última instancia, la adopción de acciones -u omisiones no menos significativas- que resultan funcionales a los intereses de las empresas licenciaturas, al margen de toda consideración respecto de la "seguridad jurídica" de usuarios y consumidores6.

En tal sentido, en menos de una década, se han sucedido múltiples ejemplos de modificaciones y renegociaciones contractuales, así como de atípicas -e interesadas- interpretaciones legales con un mismo denominador común: la preservación de las rentas de privilegio de las licenciatarias7. Desde la prórroga del período de exclusividad por dos años (hasta noviembre de 1999) cuando las empresas sólo cumplieran parcialmente las metas a las que se comprometieran contractualmente, hasta el controvertido rebalanceo de las tarifas y la autorización a participar en la licitación del PCS, las decisiones oficiales siempre han "laudado" en favor de los intereses de las empresas.

Al respecto, la regulación tarifaria y, fundamentalmente, la orientación de las modificaciones que se han ido introduciendo brinda un ejemplo por demás representativo, no sólo por la trascendencia del tema sino, incluso, por cuanto -como se verá más adelante- algunas de las "extrañas" interpretaciones legales aplicadas en el sector han sido replicadas en otros servicios públicos privatizados8.

Antes de reseñar los cambios introducidos en materia de regulación tarifaria cabe señalar que las acciones oficiales que tienden a favorecer los intereses de las empresas licenciatarias se remontan al período previo a la transferencia de la ex ENTel. En efecto, entre el mes de enero de 1990 (cuando se conoció el Pliego de Bases y Condiciones del Concurso) y noviembre de ese mismo año (firma de los contratos de transferencia), el tipo de cambio se incrementó un 235%, los precios mayoristas hicieron lo propio pero en un 450%, mientras que el valor del pulso telefónico -donde se centra la regulación tarifaria del sector- aumentó de 0,00457 u$s a 0,0371 u$s (711,8%)9.

Esa recuperación notable del valor del pulso previa a la transferencia de la empresa conllevó un nivel tarifario inicial de la gestión privada sumamente holgado que, naturalmente, devino en considerables beneficios extraordinarios y en un sólido posicionamiento empresario frente a las posteriores renegociaciones contractuales.

Originalmente, el pliego de llamado a concurso fijó las siguientes bases en lo atinente al tema tarifario:
o el valor del pulso telefónico a la fecha de la toma de posesión por parte del sector privado debía proporcionar una tasa de retorno mínima del 16% anual sobre los activos sujetos a explotación;
o dicha tarifa se ajustaría mensualmente según las variaciones registradas por el Indice de Precios al Consumidor (IPC).

Previendo una recuperación del tipo de cambio que durante la hiperinflación de 1990 había quedado retrasado frente a la evolución de los precios domésticos, las -en ese momento, futuras- licenciatarias presionaron por una modificación de la cláusula de ajuste periódico de las tarifas. Ello derivó en la alteración de las condiciones tarifarias que, finalmente, quedaron incluidas en los contratos de transferencia de la ex ENTel. Por un lado, los consorcios adjudicatarios hicieron expresa renuncia a la posibilidad de ajuste por tasa de retorno (punto 16.3.). Por otro, se incorporó una nueva cláusula de ajuste tarifario (punto 16.9.1.) ante "acontecimientos extraordinarios o imprevisibles". Se trata, en lo sustantivo, de la incorporación de un factor adicional de ajuste vinculado con las variaciones en la paridad cambiaria con el dólar. En efecto, cuando esta última superara en un 25% a la registrada por el IPC (en un solo mes o como resultado acumulado al cabo de tres meses consecutivos), el ajuste tarifario a aplicar surgiría de una fórmula combinada entre las variaciones en el IPC (60%) y en el tipo de cambio (40%).

Estas normas regulatorias de los ajustes tarifarios persistieron -y, como tales, fueron aplicadas- hasta la sanción de la ley Nº 23928 (ley de Convertibilidad) que prohibió todo tipo de cláusula de ajuste periódico de precios y tarifas, en tanto "declaró la inaplicabilidad y dejó sin efecto todas las normas contractuales o legales que preveían la indexación o actualización monetaria". Sin embargo, tal prohibición no iba a mantenerse mucho tiempo; las asimetrías regulatorias en favor de las nuevas licenciatarias del servicio encontrarán una de sus expresiones más acabadas en la sanción del decreto 2585/91.

En efecto, como queda explicitado en los considerandos de dicho decreto, la taxativa prohibición de la ley constituía un "obstáculo legal insalvable por el que quedan sin efecto las disposiciones del mecanismo de actualización automática del valor del pulso telefónico". Como forma de superar tal "obstáculo" se recurrió a la artimaña legal de fijar el valor del pulso en dólares estadounidenses y, a partir de ello, eludiendo la normativa legal, ajustar dicho valor según las variaciones semestrales del IPC de los E.U.A. El decreto de referencia dispuso (en acuerdo con las empresas licenciatarias) que era "conveniente expresar el valor del pulso telefónico en dólares estadounidenses", ya que era "legalmente aceptable contemplar las variaciones de precios en otros países de economías estabilizadas como, por ejemplo, los Estados Unidos de América".

En otros términos, como la ley de Convertibilidad nada dice respecto a la moneda para la que rige la prohibición de indexación, se asumió que su ámbito de aplicación quedaría circunscripto a aquellos precios y tarifas fijados en moneda local. De allí que bastaría con expresarlos en cualquier otro signo monetario (como el dólar) para quedar eximidos de los alcances de la ley. Sin duda, la sustentabilidad jurídica de esta interpretación resulta, cuanto menos, harto dudosa.

Ello supone una doble situación de privilegio para las empresas licenciatarias. Por un lado, cuentan con un seguro de cambio de privilegio que les permite quedar a cubierto de cualquier tipo de contingencia en la política cambiaria (más precisamente, sus ingresos se encuentran dolarizados). Por otro lado, a partir de una interpretación "ad hoc" de las disposiciones de la ley de Convertibilidad, han venido ajustando sus tarifas de acuerdo con la evolución de los precios al consumidor de los E.U.A. que, como privilegio adicional, en los últimos años han crecido por encima de sus similares en el ámbito local.

Los cambios normativos introducidos por el decreto 2585/91 en beneficio de las empresas no se agotan en la peculiar dolarización -con la consiguiente posibilidad de ajustes periódicos- de las tarifas. La renegociación contractual implícita conllevó, asimismo, la postergación temporal del cronograma de reducción del "derecho de conexión" comprometido originalmente, la modificación del cuadro tarifario a partir de la reducción de la cantidad de pulsos libres y el aumento de los abonos mensuales familiares y, en especial, una reestructuración tarifaria que viabiliza la posibilidad de compensar reducciones de tarifas en el tráfico internacional -el único expuesto a la competencia- e interurbano con incrementos en el costo del servicio urbano. Se trata, en este último caso, de una permanente aspiración de las licenciatarias que, contando con una mercado cautivo en el ámbito local, podrían recurrir a "subsidios cruzados" para mejorar su posición competitiva en el tráfico internacional.

El marco regulatorio sectorial (decreto 677/90) establecía que durante el "período de exclusividad" (entre el tercero y el séptimo años de prestación del servicio) las empresas licenciatarias debían comprometerse a reducir el nivel de sus tarifas en un 2% anual, en términos reales respecto a la evolución del IPC. Tal coeficiente debería ser equivalente al 4% anual en términos reales, durante el posible período de prórroga de la exclusividad. En ambos casos, "no se permitirá compensación alguna entre Tráfico Internacional y Tráfico Local, debiendo lograrse la reducción mencionada en forma aislada, en cada uno de los dos tráficos".

Sin embargo, la modificación incorporada por el decreto 2585/91 permitió tal compensación; es en el marco de esa disposición que en enero de 1997 (decreto 92) fue aprobado el rebalanceo de las tarifas telefónicas que conllevó, finalmente, un aumento en el costo medio del servicio para los usuarios residenciales de 7,4%10. Por su parte, la supuesta neutralidad de tal rebalanceo se ve desvirtuada a partir de la lectura de los balances de ambas licenciatarias. En efecto, entre 1996 y 1997 (antes y después del rebalanceo tarifario), sus ventas agregadas se incrementaron el 7,4%, las utilidades el 21,1%, y el margen de rentabilidad promedio el 12,3 por ciento.

Si bien sólo se ha hecho referencia a algunos de los principales puntos de la reformulación del marco regulatorio sectorial (en especial, los referidos a tarifas), la sistemática subordinación de la "seguridad jurídica" de los usuarios y consumidores ante la concesión de rentas de privilegio a los consorcios licenciatarios surge como una constante en las recurrentes modificaciones contractuales y en la propia normativa sectorial que se han venido sucediendo desde -incluso- antes de la transferencia de ENTel al sector privado.

Ello se ve corroborado por las características que adopta la reciente decisión oficial de "liberalizar" el mercado recién a fines de 1999. Así, mientras -originalmente- el Pliego de Bases y Condiciones explicitaba que "al finalizar el período de exclusividad cualquier interesado podrá solicitar licencias para el área o territorio del que se trate, en competencia con la o las licenciatarias que presten servicio en ese momento", el decreto 264/98 acota la cantidad de nuevos posibles ingresantes al mercado y, a la vez, establece los requisitos previos -tecno-económicos- que deben satisfacer11. Nuevamente, las preocupaciones regulatorias subordinan los intereses sociales frente a, en este caso, la consolidación de un oligopolio concentrado que opera en un mercado cautivo, con muy elevados -garantizados normativamente- márgenes de rentabilidad

Agua y servicios cloacales.

El 1º de mayo de 1993 la empresa Aguas Argentinas S.A. (consorcio liderado, en ese momento, por Lyonnaise des Eaux-Dumez de Francia y el grupo local Soldati) se hizo cargo del servicio de agua potable y servicios cloacales de la Ciudad de Buenos Aires y 13 partidos del conurbano bonaerense que, hasta entonces, era prestado por Obras Sanitarias de la Nación (O.S.N.). Tal transferencia se realizó bajo la forma de concesión (por un plazo de 30 años), inscripta en las disposiciones del decreto 999/92 -marco regulatorio sectorial- y del decreto 787/93 -contrato de concesión, estructurado a partir de la oferta del consorcio ganador de la licitación-.

Como un denominador común a buena parte de los servicios públicos monopólicos privatizados, la decisión oficial de concesionar el área de prestaciones de la ex O.S.N. a través de decretos del Poder Ejecutivo Nacional conspiró contra la estabilidad jurídica del proceso, la previsibilidad y, en última instancia, los costos sociales involucrados en el mismo. En tal sentido, se ha ido conformando el marco propicio como para que, a partir de diversos decretos y resoluciones -muchos de ellos, de dudosa legalidad, sancionados bajo condiciones de absoluta discrecionalidad, nula transparencia, y sin participación alguna de usuarios y consumidores-, terminara por reformularse el contrato original de la concesión, incorporando la mayor parte de las inquietudes y propuestas empresarias. Diversos fenómenos avalan tal interpretación. Basta resaltar al respecto, la sistematicidad de los incumplimientos de la empresa concesionaria así como el ejercicio activo de fuertes presiones tendientes a forzar determinadas interpretaciones de la normativa vigente12; las permanentes modificaciones normativas que, en todos los casos, favorecieron los intereses empresarios por sobre los sociales, desnaturalizando las cláusulas contractuales originales; la reformulación -de hecho- de las misiones y funciones del órgano regulador del sector (el Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios -ETOSS-), y su creciente subordinación frente al Poder Ejecutivo y a los intereses de la empresa monopólica regulada.

Como paso previo al análisis de las principales modificaciones contractuales que, por su trascendencia, suponen la celebración de un nuevo contrato de concesión, distinto del que fue objeto de la licitación internacional -alterando, así, la seguridad jurídica de los restantes consorcios que se presentaron-, cabe incorporar una muy breve consideración sobre las bases originales de la concesión y del marco regulatorio sectorial.

Al respecto, la modalidad de licitación adoptada fue la de adjudicar el servicio a aquella oferta que, a partir del cumplimiento de las exigencias técnicas en materia de obras e inversiones, propusiera la mayor reducción sobre las tarifas cobradas por O.S.N. (el valor porcentual del coeficiente ofrecido por Aguas Argentinas fue de 0,731 -o sea una reducción de 26,9% sobre la tarifa vigente-. A partir de los precios y tarifas ofrecidos, la empresa concesionaria se comprometió a desarrollar un "Plan de Mejoras y Expansión de los Servicios", dividido en seis Planes Quinquenales correlativos (los dos primeros fueron parte integrante de la oferta original de la empresa).

En materia tarifaria se fijaron dos posibles tipos de revisión. El primero de ellos, la llamada "revisión ordinaria", debía discutirse ante la presentación de cada Plan Quinquenal; más precisamente a partir del segundo de ellos, en el que "sólo podrán disponerse reducciones de los valores tarifarios y precios vigentes". En otras palabras, la tarifa ofrecida originalmente por Aguas Argentinas constituía el techo tarifario para los primeros diez años de la concesión. Por su parte, la "revisión extraordinaria" sólo podría plantearse ante un "incremento o disminución en los costos de la concesión superior al 7 por ciento".

A pesar de que, taxativamente, el propio contrato de concesión prohibe toda revisión tarifaria que pudiera estar asociada a minimizar o anular el riesgo empresario y a compensar las imprevisiones, negligencias o ineficiencias del concesionario, transcurridos apenas ocho meses de iniciada la concesión, la empresa adjudicataria solicitó una "revisión extraordinaria" de las tarifas, aduciendo pérdidas operativas no previstas. Sin mayores argumentaciones oficiales al respecto, tal aumento de tarifas fue concedido a partir del mes de julio de 1994 (el coeficiente original se elevó a 0,830, lo que implica un incremento de 13,5%) y, a la vez, sin justificación técnica alguna y sin mayor relación con la modificación contractual adoptada, se incrementaron en más de un 40% los cargos de infraestructura y de conexión. Como contrapartida de esta revisión extraordinaria de las tarifas, la empresa concesionaria se comprometió a adelantar algunos planes de inversión y a realizar ciertas obras no contempladas originalmente.

Sobre la base de esta nueva -reformulada- estructura tarifaria, en el segundo año de gestión, la empresa Aguas Argentinas pasó de una situación deficitaria a una fuertemente superavitaria, facturando casi 350 millones de dólares, con una rentabilidad neta superior a los 50 millones; al tiempo que el ETOSS constataba una amplia gama de incumplimientos empresarios, muy particularmente en cuanto al grado de ejecución de las obras e inversiones que -poco antes- habían fundamentado la "revisión extraordinaria" de las tarifas13.

En los años siguientes continuaron sucediéndose, por un lado, los reiterados e injustificados retrasos empresarios en la ejecución de las inversiones y en el cumplimiento de las metas comprometidas contractualmente y, por otro, sus crecientes presiones en procura de la dolarización de las tarifas, de nuevas formas de resarcimiento ante el alto grado de incobrabilidad de los cargos de infraestructura, de reprogramación del plan de obras (en especial, los Planes Directores de Aguas y Cloacas) y, en síntesis, de una revisión de diversas cláusulas contractuales.

La respuesta oficial resultó, nuevamente, funcional a los intereses empresarios. En febrero de 1997, el Poder Ejecutivo convocó (decreto 149/97), sin mayor fundamentación legal, a la renegociación del contrato de concesión, con el objetivo de tratar la eliminación del "conflictivo" cargo de infraestructura, la gestión ambiental de Matanzas/Riachuelo, los Planes Directores de Aguas y Cloacas, y "toda cuestión que contribuya al mejor cumplimiento de los objetivos del marco regulatorio". Asimismo, dicho decreto señala una serie de posibilidades de renegociación (entre otras, la prórroga del plazo de concesión, el diferimiento de inversiones, la reprogramación de obras, la incorporación de nuevas inversiones). El decreto incorpora, a la vez, una nueva anomalía en materia de inclusiones a -y exclusiones de- la mesa de negociación. Se trata, en el primer caso, de la Secretaría de Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable14 que irá adquiriendo una creciente injerencia en el manejo de la concesión, a punto de constituirse en la autoridad responsable de la política tarifaria del sector y en la determinación de buena parte del plan de obras (decreto 146/98) y, en el segundo, del ETOSS, órgano de control y fiscalización del área, que fue marginado de la renegociación del contrato.

Finalmente, en noviembre de 1997, se conoció el decreto 1167, por el que se aprobó el acta-acuerdo firmado en setiembre que, en realidad, por las modificaciones que conlleva, supone la celebración de un nuevo contrato de concesión que en poco se asemeja al resultante de la licitación pública original. En otras palabras, existiendo causales suficientes como para la rescisión del contrato -dados los manifiestos incumplimientos de la concesionaria-, se optó por renegociar en términos plenamente compatibles con sus intereses, aun cuando éstas alteren las condiciones originales bajo las que se convocó a una licitación pública internacional.

En efecto, las nuevas condiciones contractuales no difieren sustancialmente de las que, hasta allí, fueran planteadas y/o propuestas por Aguas Argentinas S.A. Así, entre las principales modificaciones -transformaciones sustantivas- del contrato de concesión cabe resaltar:

o la dolarización de las tarifas ("traslado inmediato a precios y tarifas de una devaluación"), con el consiguiente seguro de cambio sobre la operatoria comercial -más precisamente de los ingresos- de la empresa;

o se elimina el cargo de infraestructura y en su reemplazo de introduce el concepto de SUMA (SU: servicio universal, MA: medio ambiente), pago fijo indexable y reajustable que pagan todos los usuarios (entre dos y tres pesos por servicio -aguas y cloacas-, por usuario, y por bimestre). A la vez, los nuevos usuarios deben pagar el CIS (Cargo de Incorporación al Servicio), en 30 cuotas mensuales de $ 4. En ambos casos, esos nuevos cargos son retroactivos al 1º noviembre, y la recaudación agregada estimada ronda los 100 millones de pesos al año;

o se modifican los umbrales para el ajuste por aumento de costos, recurriéndose a un argumento que, cuanto menos correspondería caracterizar como insostenible por parte de una gestión gubernamental que implementó uno de los programas de estabilización más exitosos de las últimas décadas15;

o se incorpora la posibilidad de una "revisión extraordinaria" de tarifas por año calendario, desnaturalizando la propia concepción original de tales revisiones. En ese marco, la empresa concesionaria solicitó la aprobación de un incremento de tarifas de 11,7% a partir de mayo de 1998, el cual fue denegado por el ETOSS que, en su reemplazo, fijó un aumentó de 1,6%. Una nueva solicitud de la empresa frente a la nueva autoridad en la materia (la Secretaría de Recursos Naturales y Ambiente Sustentable) derivó en un aumento adicional de 3,5% (5,1% en total), retroactivo a mayo, aprobado por el decreto 1196/98 (firmado por el Dr. Menem poco antes de emprender viaje a Francia, país de origen de la empresa que lidera el consorcio Aguas Argentinas);

o se modificó el plazo de cobertura del primer plan quinquenal (de fines de abril de 1998 a diciembre de dicho año), otorgándole ocho meses adicionales a la empresa para que pueda cumplimentar las metas que debía alcanzar al final del quinquenio;

o se postergan o cancelan diversas inversiones comprometidas originalmente, al tiempo que se condonan los incumplimientos en una serie de obras que, en algunos casos, fueron "compensadas" por inversiones como las correspondientes al complejo empresario de Puerto Madero (socializando los correspondientes costos de esta última obra -nueve millones de pesos-).

En síntesis, la tan declamada "seguridad jurídica", muy particularmente en el ámbito de las privatizaciones, se ve totalmente desplazada cuando se trata de preservar las rentas de privilegio en detrimento de la "seguridad jurídica" de usuarios y consumidores. Tanto en lo relativo a las obras comprometidas originalmente, como en lo atinente al régimen tarifario y a las propias modalidades de regulación, las opacas renegociaciones contractuales han devenido en una nueva y distinta figura legal que tiende a garantizar la inalterabilidad de la, no menos opaca, original ecuación económico-financiera de la concesionaria. El nulo riesgo empresario es así garantizado contractualmente, sea en su formulación original o en posteriores renegociaciones, si algún imprevisto -como sucedió con las consecuencias del relativo éxito de la política de estabilización, en cuanto a la posible aplicación de cláusulas de ajustes por costos- así lo aconsejan.

Ferrocarriles.

El ejemplo que ofrece la empresa Ferrocarriles Argentinos -responsable de la operación de la red ferroviaria nacional- emerge como uno de los que, en su momento, fundamentaron la necesidad de transferir los servicios públicos prestados por empresas estatales a la actividad privada. El marcado y continuo desmejoramiento en la prestación de los servicios de carga y pasajeros y el persistente y creciente déficit que debía ser soportado por el fisco (próximo a los 400 millones de dólares al año), llevó a tomar el tema de los ferrocarriles como un caso paradigmático en términos del Programa de Privatización, por lo menos en lo referido a la consecución de algunos de los principales objetivos propuestos en él (supresión de la incidencia de los déficit de las empresas públicas, mejorar la calidad del servicio ofrecido).

La inexistencia de una ley específica que sirviera de marco normativo y regulatorio sectorial; la demorada constitución de una agencia reguladora de las concesiones, así como las posteriores discontinuidades en la materia y su limitado ámbito de acción; la extrema laxitud de las autoridades frente a los múltiples incumplimientos contractuales de los concesionarios; la extemporánea convocatoria a la modificación de los contratos y la nula transparencia16 de renegociaciones que reformulan algunos de los elementos sustantivos del llamado a concurso internacional original (como, entre otros, el plazo de extensión de la concesión, el papel del canon y de los subsidios, la determinación de las tarifas y de las obras a realizar), constituyen algunas de las principales anomalías que caracterizan al proceso de privatización del servicio ferroviario. La priorización excluyente de los intereses de los concesionarios privados por sobre la "seguridad jurídica" de usuarios y consumidores -así como la de aquellos consorcios que no resultaron adjudicatarios- reproduce, así, los lineamientos básicos sobre los que han venido estructurándose las recurrentes modificaciones contractuales en el ámbito de las privatizaciones.

La sanción de la ley de Reforma del Estado y el consiguiente lanzamiento del Programa de Privatización encontró, en el campo de los ferrocarriles, una de sus principales bases de fundamentación. El plan de "reestructuración" sectorial (decreto 666/89), estableció los lineamientos de la política de reestructuración ferroviaria y de reforma estructural de los ferrocarriles mediante la incorporación de capital privado de "riesgo". Al respecto, en dicho decreto se definen las modalidades de segmentación de la empresa Ferrocarriles Argentinos (F.A.), por un lado, y de concesión de los servicios, por otro, como los mecanismos más propicios para atraer al capital privado. En el primer caso, ello supone el reconocimiento de la imposibilidad de que los inversionistas privados pudieran tener interés en hacerse cargo de una empresa de la envergadura de F.A.; en el segundo, como una forma de que el ingreso del capital privado al sector no conllevara la realización inicial de erogación de capital alguna para los inversionistas. Se trata, en ambos casos, de generar las condiciones necesarias como para tornar atractiva la operación ferroviaria para el capital privado.

A tal fin, se fijaron tres distintas modalidades o campos de acción: la concesión de ramales al capital privado bajo el sistema de licitación pública, la provincialización y/o municipalización de determinados tramos y el cierre de aquellos ramales que no resultaren atractivos para el sector privado, ni de interés para las provincias o jurisdicciones que pudieran estar involucradas.

En ese marco, los criterios rectores que, con ciertos matices, sustentaron las modalidades bajo las que se efectivizó la transferencia operativa de los servicios ferroviarios al sector privado reconocen una clara diferenciación según se trate del transporte de pasajeros o de cargas. Así, en el primer caso, se priorizó la solicitud de un menor monto de subsidio (se asumió que sólo a partir de subsidiar la actividad podría contarse con interesados privados) como criterio de selección de las ofertas. El concesionario se comprometería a realizar las inversiones necesarias y a mantener el servicio en condiciones operativas (a la vez, podía solicitar la clausura de ramales y estaciones). Al respecto cabe hacer notar que, originalmente, al momento de las concesiones, el aporte estatal a las empresas concesionarias en concepto de subsidios se ubicaba en el orden de los 110 millones de dólares al año. Tal subsidio estatal se destina a cubrir los posibles déficits operativos de los prestatarios privados, así como las inversiones requeridas para el mantenimiento y renovación de la infraestructura y el conjunto de las instalaciones cedidas en la concesión. Los consorcios adjudicatarios resultaron ser los liderados por grupos económicos locales (como B. Roggio e hijos) y por las principales cámaras empresarias del autotransporte de pasajeros que, así, vieron consolidar su poder oligopólico sobre el mercado ampliado del transporte de pasajeros.

Por su parte, en el caso del transporte de carga, el monto del canon ofrecido al estado constituyó, entre otros, uno de los ítems básicos considerados al momento de asignar puntaje a las ofertas que se presentaron en cada una de las licitaciones. En este caso, la concesión de los servicios fue otorgada por un período de 30 años, con opción a diez años adicionales. Además del canon, otro de los elementos básicos considerados al momento de la licitación fue el que se deriva del plan de inversiones propuesto por cada uno de los consorcios. Al respecto, como surge del propio llamado licitatorio, el concesionario debía implementar un plan de inversiones obligatorio fijado en los propios pliegos y, a la vez, debía proponer otra serie de inversiones a ser evaluadas por el estado.

Si bien el plan finalmente acordado por las partes podía ser renegociado cada cinco años, el concesionario quedó obligado a mantener la infraestructura objeto de la concesión en condiciones operativas. Los consorcios adjudicatarios de los distintos ramales nuclean a algunos de los principales conglomerados empresarios locales, como Techint (Rosario-Bahia Blanca), Pescarmona (Buenos Aires al Pacífico y Mesopotámico), Aceitera General Deheza (Nuevo Central Argentino), Loma Negra (Ferrosur Roca).

La total desatención oficial de la problemática regulatoria denota las urgencias políticas con las que se encaró este -paradigmático- proceso de privatización. La demora en la constitución de un órgano regulador del sector y, más aún, la posterior discontinuidad en cuanto a sus características, funciones y misiones no hacen más que reflejar las improvisaciones en la materia y, con ello, la despreocupación por los derechos de los usuarios del servicio. En efecto, recién a fines de 1992, cuando ya habían sido transferidos al sector privado varios tramos de la red ferroviaria, a través del decreto 2339 fue creada la Comisión Nacional de Regulación Ferroviaria, en el ámbito del Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos. Tenía como principal actividad la de resolver las posibles controversias que pudieran plantearse entre el estado, los concesionarios y los usuarios. Asimismo se le asignó la tarea de "promover la constitución de una asociación de concesionarios de transporte ferroviario cuyo propósito será el de proveer alternativa privada para la fijación de procedimientos y estándares técnicos, operativos y de seguridad, y proponer un procedimiento de arbitraje para los conflictos". Dicha Comisión que, por sus actividades, en poco se asemeja a lo que podría constituir un ente regulador, terminó por transformarse en el Tribunal Arbitral de Transporte Ferroviario que, como tal, sólo se ocupa de arbitrar ante los conflictos que pudieran presentarse entre los distintos agentes que intervienen en el sector.

Por su parte, en setiembre de 1993 (decreto 1836) se creó la Comisión Nacional de Transporte Ferroviario, que asumió la responsabilidad de regular y controlar la gestión de los concesionarios, así como de las provincias que se hicieron cargo del transporte ferroviario de pasajeros. Finalmente, en los últimos meses de 1996, se creó la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (decreto 1388/96), dependiente de la Secretaria de Obras y Servicios Públicos, que surge de la fusión de la ex Comisión Nacional de Transporte Automotor (CONTA), la ex Comisión Nacional de Transporte Ferroviario (CNTF), y la absorción de la Unidad de Coordinación del Programa de Reestructuración Ferroviaria (responsable del diseño del proceso de privatización y del control de los contratos de los servicios metropolitanos de pasajeros). La principal tarea de esta nueva Comisión en el ámbito de los ferrocarriles (a cargo de la Gerencia de Concesiones Ferroviarias) es el control del grado de cumplimiento del programa de inversiones acordado con los distintos concesionarios y, en general, de las distintas cláusulas incorporadas en los propios contratos de concesión.

A la vez, una de las principales actividades que debía encarar esta nueva Comisión es la que se vincula con la renegociación de los contratos de concesión, tanto de aquellos vinculados con el transporte de pasajeros como, también, de los corredores ferroviarios de cargas. Sin embargo, dicha Comisión quedó excluida de las renegociaciones iniciadas a mediados de 1997 que, con una total discrecionalidad y opacidad, negociando separadamente con cada uno de los concesionarios, quedó a cargo exclusivo de la Secretaría de Transportes.
Los decretos 543 y 605, publicados a mediados de 1997, dispusieron la "renegociación integral" de los contratos con los concesionarios responsables del transporte ferroviario de pasajeros y con los operadores de los ferrocarriles de carga, respectivamente. En general, en el primer caso, los principales temas que son objeto de renegociación (en sus tramos finales a principios de 1999; con algunos contratos ya acordados: Trenes de Buenos Aires, Metrovías, Ferrocarril Metropolitano) son los siguientes:

o fuerte ajuste de las tarifas (casi el 80% acumulado hasta el 2003, en el caso de T.B.A.) y libre fijación de precios en los servicios diferenciales;

o mantenimiento y reajuste de los subsidios que paga el estado. Al respecto, cabe señalar que en 1998, los subsidios estatales a los operadores metropolitanos de subterráneos y ferrocarriles ascendieron a 350 millones de dólares -nivel casi equivalente al que. en su momento, correspondiendo a la red ferroviaria en su conjunto, fundamentó la privatización del servicio- ;

o extensión por 20 años (30 en el caso de Ferrocarril Metropolitano) de los plazos de las concesiones que, en general, había sido fijado a 10 y 20 años. Se contempla, asimismo, su posible prórroga indefinida;

o como contrapartida, los concesionarios se comprometerían a realizar nuevas inversiones -no contempladas en los contratos originales- y a la renovación del material rodante, previa recaudación -vía tarifas- de los recursos requeridos al efecto.

Por su parte, las principales líneas sobre las que se centra la actual "renegociación integral" (decreto 605/97) de los contratos con los operadores de los ferrocarriles de carga, son las siguientes:

o eliminación del canon que debían pagar los concesionarios al estado (al momento de iniciarse la renegociación contractual, la deuda por tal concepto superaba los 20 millones de pesos). En realidad, desde hace unos años, la mayor parte de los concesionarios no abonan tal canon. Se trata, en tal sentido, de la condonación contractual de un sistemático incumplimiento empresario;

o extensión de los plazos de las concesiones;

o compromiso de los concesionarios de rebajar las tarifas de flete, en consonancia con la eliminación del pago del canon;

o revisión de los planes de inversión, en particular de las inversiones comprometidas contractualmente que no fueron realizadas por los concesionarios. Ello sería reemplazado por un coeficiente fijo (alrededor del 15%) de la respectiva facturación.

En síntesis, estas renegociaciones contractuales no hacen más que evidenciar que ha primado la decisión política de garantizar las rentas de privilegio de los concesionarios, al margen de toda consideración respecto a la "seguridad jurídica" de usuarios y consumidores -como de quienes se presentaron (y no resultaron adjudicatarios) a licitaciones internacionales cuyas bases fueron alteradas por completo a los pocos años de la concesión-, así como en lo relativo a los costos sociales involucrados, a la existencia de incumplimientos empresarios que constituyen causales suficientes de rescisión de los contratos.

Concesiones viales.

La concesión bajo el sistema de peajes de casi 10.000 km de rutas nacionales (el 32% de la red nacional pavimentada, donde se concentra más de las dos terceras partes del tránsito vehicular) emerge como uno de los primeros pasos del abarcativo programa de privatización desarrollado en el país. Así, en 1990, fueron concesionados 18 corredores viales nacionales, adjudicados a 13 consorcios, en los que se integran las principales empresas de la construcción que, como producto de su larga experiencia como contratistas del estado, cuentan con una sólida capacidad de lobby.

Al igual que en otros sectores, los incumplimientos de compromisos contractuales -en especial, los referidos a planes de inversión- que terminan siendo avalados por opacas renegociaciones contractuales con el Poder Ejecutivo; las recurrentes modificaciones regulatorias en materia tarifaria así como con respecto a sus cláusulas de ajuste periódico; la no observancia de la legislación vigente -como la propia ley de Reforma del Estado (23696), la de peaje (17520), la ley de Convertibilidad (23928), la del Pacto Fiscal Federal (24468)-; la demorada constitución de un órgano de control17 sumamente débil, y totalmente subordinado a las decisiones del Poder Ejecutivo, denotan la funcionalidad de las acciones -y omisiones- de las políticas públicas respecto de los intereses privados18.

Antes de reseñar las principales discontinuidades regulatorias que enmarcan tal funcionalidad, cabe señalar las principales condiciones bajo las que se concesionó el mantenimiento y explotación de buena parte de la red vial nacional. Así, las variables que resultaron decisivas al momento de adjudicar cada uno de los corredores concesionados fueron el canon a percibir por el estado, y las obras e inversiones complementarias contenidas en las respectivas ofertas. Por su parte, el plazo original de las concesiones era de 12 años a contar a partir del 1º de noviembre de 1990. Las obligaciones de los concesionarios se centraban sobre el desarrollo de un cronograma de inversiones y obras (prioritarias, mejorativas y complementarias) comprometidas contractualmente, y en mantener determinados -muy poco exigentes- niveles de calidad del servicio prestado (Indices de Estado y de Serviciabilidad Presente) a los usuarios.

Por último, en materia tarifaria se fijó, originalmente, un valor medio -en moneda local- de $ 1,50 cada 100 km, ajustable mensualmente según la evolución de un índice combinado de precios (40% de la variación de los mayoristas, 30% de los minoristas y 30% de la variación del tipo de cambio del dólar estadounidense). Asimismo, se contempló la posibilidad de modificar las tarifas -previo acuerdo entre el estado y los concesionarios- siempre y cuando se mantuviera inalterada la ecuación económico-financiera de los concesionarios19.

En ese marco, antes de que hubieran transcurrido los seis meses de firmados los respectivos contratos de transferencia se inició la que se dio en llamar primera renegociación integral. Así, como parte de la implementación del plan de Convertibilidad, se negoció con los concesionarios una reducción de las tarifas de peaje (pasaron a alrededor de un peso los 100 km) que tuvo como onerosa contrapartida estatal, y de la sociedad en su conjunto:

o eliminación del pago del canon (una de las bases sustantivas sobre las que se estructuró la adjudicación de los distintos corredores viales);

o establecimiento de "compensaciones indemnizatorias" a cargo del estado (alrededor de 60 millones de pesos anuales) como forma de mantener inalterada la ecuación económico-financiera -original- de los concesionarios;

o prórroga del plazo de las concesiones (hasta fines de octubre del año 2003), así como en lo relativo a la ejecución del plan de inversiones comprometido por los concesionarios y al consiguiente cumplimiento de los -exiguos- índices de calidad exigidos;

o fijación de tres aumentos escalonados anuales (entre 1992 y 1994) en las tarifas de peajes (35%, acumulado) y la modificación de las cláusulas de ajuste periódico, contraviniendo en ambos casos las explícitas disposiciones de la ley de Convertibilidad en cuanto a la prohibición de todo tipo de "indexación por precios, actualización monetaria, variación de costos o cualquier otra forma de repotenciación de las deudas, impuestos, precios o tarifas de los bienes, obras o servicios".

En este último plano, el decreto 1817/92 (por el que se aprobaron los nuevos contratos renegociados) dispuso que: "Durante la vigencia de las normas que disponen la convertibilidad de la moneda argentina..., las tarifas ... se incrementarán anualmente a partir del 1º de agosto de cada año ... mediante la aplicación de la tasa que rija .... en el mercado interbancario de Londres, correspondiente a la definición de la tasa activa London Interbank Offered Rate (LIBOR), disminuida en un 20%". En otras palabras, sin necesidad de recurrir a ningún tipo de artimaña legal (como sucedió en otros sectores), se señala que en el marco de la ley de Convertibilidad que prohibe explícitamente todo tipo de indexación contractual, se establece -por decreto-, un mecanismo de actualización periódica de las tarifas de peaje que, como tal, fue aplicado a partir de 1993.

De todas maneras, más allá de lo dispuesto en este atípico decreto que modifica -y contradice- una ley nacional, las posteriores marchas y contramarchas en materia tarifaria revelan, cuanto menos, un altísimo nivel de improvisación oficial. En efecto, el ajuste tarifario que debía aplicarse a partir del 1/8/93 fue suspendido (resolución SOPyC 168/93), por considerarse que el incremento del tránsito vehicular era muy superior al previsto y resultaba suficiente para garantizar el equilibrio económico-financiero de los concesionarios. Sin embargo, pocos meses después, por resolución SOPyC 289/93, fue autorizada la aplicación de dicho ajuste a partir del 1/11/93 fijando, a la vez, compensaciones indemnizatorias por los ingresos no percibidos por los concesionarios en los cuatro meses en que rigió la suspensión. Al año siguiente se sucedieron las contradicciones oficiales. Por resolución SOPyC 388/94, del 22/7/94 se autorizó la aplicación del ajuste tarifario que correspondía aplicar a partir del 1/8/94. Una semana después (29/7/94), por resolución del MEyOSP, se suspendió la aplicación de tal incremento de tarifas y, en su reemplazo, se estableció una nueva -y adicional- compensación indemnizatoria.

La "estabilidad jurídica" que fue uno de los objetivos explicitados al encararse la primera renegociación contractual resultó por demás efímera. A esas recurrentes discontinuidades normativas en el plano tarifario se le adiciona, en abril de 1995 (decreto 489), el inicio de la segunda ronda de renegociación de los contratos con cada uno de los concesionarios viales.

Esta nueva revisión contractual se vio fundamentada sobre la necesidad de eliminar o morigerar el muy elevado costo fiscal (las llamadas "compensaciones indemnizatorias"), que se deriva de las propias modificaciones regulatorias20; preocupación oficial que terminará por converger con -y resultar funcional a- los intereses de los concesionarios viales. En tal sentido, "la ampliación del plazo contractual, como contraprestación" frente a la "renuncia total o parcial" a los subsidios públicos se constituye en el elemento central de tal funcionalidad. En efecto, para los actuales concesionarios, la extensión de los plazos de concesión supone la posibilidad de mantener rentas de privilegio sin tener que exponerse a un nuevo llamado a concurso licitatorio.

La llamada segunda ronda de renegociaciones contractuales con cada uno de los concesionarios sólo fue concluida en el caso del corredor 18 (rutas nacionales 12 y 14), precisamente el único que -paradójicamente-, dado el notable crecimiento del tránsito vehicular, no percibía compensación indemnizatoria alguna. No obstante ello (donde la figura de la "contraprestación" queda por demás difusa), en setiembre de 1996, se firmó un nuevo contrato en el que se incorporan una serie de modificaciones (extensión del plazo de concesión por 15 años adicionales, la dolarización de las tarifas de peaje -con el consiguiente seguro de cambio para el concesionario-, y la aplicación de ajustes periódicos según la evolución del IPC de los E.U.A., los índices de calidad del servicio que debían alcanzarse a partir del 2002 recién serán exigidos a fines del 2015) que, en realidad, suponen un nuevo contrato de concesión, sin llamado a concurso previo, que poco o nada se asemeja al original21-a punto tal que el período de prórroga (15 años) resulta superior al plazo original de la concesión (12 años)-.

En el caso de los restantes concesionarios, la renegociación contractual con el Poder Ejecutivo -casi paralizada durante largo tiempo- adquirió un nuevo impulso en el segundo semestre del último año, contando con un fuerte -e indirecto- aval por parte del Senado de la Nación. Así, a fines de setiembre de 1998 se conoció la Resolución MEyOSP 1089 por la que se aprueba el Acta Acuerdo entre el Ejecutivo y los concesionarios, en el que se establecen las "pautas para la readecuación del contrato de concesión", que rescata algunas de las más importantes aspiraciones de los concesionarios:

o prórroga de los plazos de la concesión más allá del 2003, comprometiendo a más de una de las futuras gestiones gubernamentales;

o "dolarización" de las tarifas de peaje o, en otras palabras, la posibilidad de contar con un seguro de cambio que las deje a cubierto de cualquier contingencia en la política cambiaria;

o no renunciamiento a los subsidios en tanto "el concesionario deberá proponer al concedente una nueva "Compensación Indemnizatoria Básica"... ,"que se ajuste a una tasa interna de retorno razonable y que compense los ingresos no percibidos";

o posible "inclusión y explotación de áreas de servicio" entre las modificaciones -en realidad, incorporaciones- contractuales a acordar.
Se trata, en tal sentido, al decir del Secretario de Obras Públicas, Raúl Costamagna, de una "revisión integral de los contratos" que, seguramente, en nada se asemejarán a los que en su momento surgieron como resultante de la licitación pública original.

Por su parte, en el ámbito legislativo, en el pasado mes de julio fue aprobado por el Senado de la Nación un proyecto de ley presentado por el senador oficialista Jorge J. Massat (presidente de la Comisión Bicameral de Seguimiento de las Privatizaciones) que da vía libre al Poder Ejecutivo para "readecuar las concesiones vigentes". Con el argumento de "cubrir el actual vacío legislativo" en la materia, dicho proyecto retoma y reproduce -con ligeros matices, y sin mayores precisiones- muchas de las normas contenidas en la Ley de Peaje, en la de Reforma del Estado, y en algunos de los decretos y resoluciones sancionados en los últimos años. En realidad, lo único novedoso queda plasmado en uno de sus 43 artículos (el Nº 39; en el que bajo el título "Disposiciones Transitorias" se faculta al Poder Ejecutivo a renegociar los actuales contratos así como todos los conflictos existentes, "mediante la correspondiente ampliación de plazo de los contratos vigentes, sin modificar su ecuación económico-financiera"... Se trata, en última instancia, de un intento de "blanquear" todo lo actuado hasta el presente y, a la vez, de legalizar los resultados de la renegociación contractual en curso, frente a cualquier contingencia político-institucional futura.

Por último, una muy breve caracterización de los resultados agregados de la privatización de buena parte de la red vial nacional asociados, fundamentalmente, a las recurrentes renegociaciones de los contratos originales obliga a destacar:

o muy alto costo social que ha conllevado la concesión de las rutas nacionales bajo el sistema de peaje. Así. durante la vigencia del Plan de Convertibilidad, mientras los precios minoristas crecieron el 54,5% (abril 1991 a diciembre 1998) y los mayoristas el 12,6%, las tarifas de peaje lo hicieron, en promedio, el 69,3 por ciento;

o impensado costo fiscal que, renegociaciones contractuales mediante, demandó un perjuicio próximo a los 800 millones de pesos (por la supresión del canon que debían pagar los concesionarios, más las compensaciones indemnizatorias de las que se hizo cargo el estado);

o marcado retraso en la ejecución del programa de inversiones comprometido y, por ende, del cumplimiento de los -mínimos- índices de calidad requeridos. El monto de tales incumplimientos contractuales supera los cien millones de pesos y, a la vez, los concesionarios no han efectivizado el pago de la mayor parte de las multas que se les impusieron por sus reiterados incumplimientos (alrededor de 28 millones de pesos)22. Al decir de la Auditoría General de la Nación se ha creado un "estado de impunidad en favor del concesionario";

o muy elevados márgenes de beneficios de los concesionarios (enmarcado en un nulo riesgo empresario). La rentabilidad neta promedio en el período 1990-97 fue de 26,4%, llegando en el caso de algunos concesionarios a casi el 50 por ciento.

En cuanto a este último tema cabe resaltar que la propia ley de Reforma del Estado que viabilizó la privatización de parte sustantiva de la red vial, establece "que la eventual rentabilidad de la concesión no exceda una relación razonable entre las inversiones efectivamente realizadas por el Concesionario y la utilidad neta obtenida por la Concesión". Sin duda, la "razonabilidad" de márgenes de rentabilidad como los obtenidos por los actuales concesionarios viales es por demás discutible, por lo menos si se los compara con los resultantes de casi cualquier otra actividad económica (local e internacional).

Reflexiones finales

Si bien se trata de unos pocos -aunque muy representativos- ejemplos, resultan ilustrativos de algunos de los principales rasgos que subyacen las modificaciones normativas y en las recurrentes renegociaciones contractuales que han ido redefiniendo el contexto operativo de las empresas prestadoras de servicios públicos privatizados y, en ese marco, dadas las transferencias de recursos a ellas, la propia distribución del ingreso:
o priorización sistemática de los intereses privados por sobre los sociales; el mantenimiento de elevados márgenes de rentabilidad se antepone a los derechos adquiridos por consumidores y usuarios (la dolarización de precios y tarifas, la incorporación y modificación "ad hoc" de sus respectivas cláusulas de ajuste, el diferimiento de obras e inversiones comprometidas contractualmente son, entre otros, algunos claros ejemplos de la inseguridad jurídica de consumidores y usuarios);

o en ese marco, la usual preocupación empresaria por la seguridad jurídica y por la eliminación de la incertidumbre normativa parecería no tener correlato alguno cuando se afectan los intereses de los consumidores y usuarios. La "seguridad jurídica" tiene, en realidad, un único parámetro analítico, independiente de toda otra connotación económico-social: la preservación de las rentas de privilegio de las nuevas prestadoras de los servicios privatizados;

o las tendencias a extender los plazos de concesión (ferrocarriles, concesiones viales) no hacen más que, por un lado, incrementar los flujos de rentabilidad futura y, por otro, crear barreras de ingreso adicionales al "negocio" de las privatizaciones. Se trata, en realidad, de nuevas contrataciones sin exposición alguna a una nueva licitación pública, ni tan siquiera a audiencias públicas previas. La "seguridad jurídica" de, en este caso, quienes se presentaron a los concursos públicos originales se ve desplazada frente a los intereses de los consorcios "ganadores";

o la inexistencia de leyes que fijen el marco regulatorio general en el que deba inscribirse la operatoria de estas empresas privadas facilita la proliferación de decretos y resoluciones del Poder Ejecutivo que modifican los contratos emergentes de las propias bases y pliegos bajo las que se desarrollaron los concursos públicos y licitaciones originales.

En ese marco, resultan cuanto menos sorprendentes ciertas afirmaciones sobre la relación existente entre los procesos de privatización y la "seguridad jurídica" en su sentido amplio: "La seguridad jurídica del proceso privatizador es la piedra angular que lo hace posible. Sobre ella se cimienta la confianza pública imprescindible para que los cambios no provoquen un desequilibrio en los derechos y obligaciones de contratistas, trabajadores, usuarios e inversores"23.

Las formas bajo las que se han eludido las taxativas disposiciones de la ley de Convertibilidad respecto de la prohibición de aplicar cláusulas de ajustes de precios no parecerían cimentar esa pregonada -y generalizada- "seguridad jurídica". En efecto, los privilegios de que gozan las empresas privadas que se hicieron cargo de los ex activos públicos (mercados oligo o monopólicos, escasa e ineficiente regulación, nulo riesgo empresario) también se han hecho extensivos a uno de los principales elementos constitutivos del -y funcional al- plan de estabilización. A partir de la recurrencia a una artimaña legal como la de fijar las tarifas en dólares (como en el caso de las telecomunicaciones) o, simplemente, ignorando las disposiciones de dicha ley (como en el caso de las concesiones viales), los precios y tarifas de la casi totalidad de los servicios públicos privatizados están expresados en dólares, y sujetos a actualización -en general, semestral- según la evolución de los precios al consumidor, mayoristas, o una combinación de ambos, de los E.U.A.

De allí un privilegio adicional para las empresas responsables de la prestación de los servicios públicos privatizados. Se trata de actores privilegiados que cuentan con un seguro de cambio sobre sus ingresos que, así, se ven independizados de cualquier contingencia en la política cambiaria. Además, más allá de las asimetrías implícitas -de privilegio-, en cuanto a la posibilidad de aplicar cláusulas de indexación al margen de lo dispuesto en la ley de Convertibilidad, las "actualizaciones" aplicadas no se condicen con la evolución de los precios domésticos, con la consiguiente internalización de rentas extraordinarias por parte de las empresas prestatarias, que no son más que transferencias de recursos por parte de los consumidores y usuarios locales. Si bien, como en otros muchos campos, los derechos de estos últimos tienden a verse crecientemente subordinados frente al "gran capital", el más mínimo sentido común lleva a plantearse el interrogante sobre las argumentaciones que podrían llegar a explicar por qué los consumidores domésticos deben afrontar localmente el ritmo inflacionario de los Estados Unidos.

Así, bajo muy diversas formas, la "indexación flexible" -acorde con los intereses de las empresas- de las tarifas no es más que la resultante de condiciones contractuales derivadas de recurrentes -y opacas- renegociaciones, que no hacen más que, por un lado, eliminar todo riesgo empresario -nula exposición a cambios en las condiciones de contexto- y, por otro, garantizarles elevados márgenes de rentabilidad.

Sin duda, la dolarización de las tarifas y sus ajustes periódicos según la inflación de los E.U.A. asumen un papel decisivo en la explicación de por qué las empresas responsables de la prestación de los servicios públicos privatizados han pasado a constituirse en las de mayor rentabilidad del país e, incluso, que ante fases depresivas del ciclo -como en el año 1995- incrementen sustancialmente sus niveles de facturación, sus utilidades y, también, sus márgenes de beneficio24.

En síntesis, y a manera de reflexión final, existen evidencias suficientes como para concluir que las recurrentes renegociaciones contractuales con las empresas concesionarias y licenciatarias de los servicios públicos privatizados han terminado por configurar una situación de desquicio normativo y regulatorio -con un claro beneficiario- que demandaría una urgente intervención del Poder Legislativo, con un activo apoyo de las distintas asociaciones de usuarios y consumidores, tendiente a revisar la legalidad de lo actuado por el Poder Ejecutivo y de sancionar aquella legislación que permita compensar -y revertir- la asimétrica distribución de costos y beneficios, privados y sociales.

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