Petro en Colombia: revolución democrática y aspectos geopolíticos

Gabriel Merino


Es un país con una centralidad geopolítica muy relevante para los Estados Unidos, y que inicia un retroceso al régimen oligárquico.

El mero triunfo de Gustavo Petro y Francia Márquez en Colombia es un hecho histórico. Expresa una profunda transformación republicana y democrática, algo que a diferencias de otros países de América Latina fue abortado en Colombia durante el siglo XX. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 bloqueó el proceso de transformación de la república oligárquica conservadora-liberal hacia una república democrática popular y signó el derrotero político del país “cafetero”.

Desde ese momento la fractura política y social marcó al país, mientras que la violencia política entre las clases y grupos de poder dominantes —las guerras seculares entre liberales y conservadores— se transformó en una gran guerra civil permanente entre dichos grupos dominantes y las clases populares, en un gran caldero continental. Los acuerdos de Paz (2010- 2018) durante la presidencia de Juan Manuel Santos abrieron una nueva etapa, con un sector de los grupos dominantes colombianos que entendieron que debían terminar el conflicto para dar un salto cualitativo en el proceso de acumulación económica y liderazgo regional, apoyados por la administración Obama en Estados Unidos que buscaba recuperar el liderazgo regional mostrando otro rostro. Estos acuerdos se forjaron al calor de la primera ola nacional popular latinoamericana en la región; el avance de la integración regional de perspectiva autonomista cristalizado en la UNASUR y la CELAC y el abandono de la lucha armada por parte de las FARC, sobre lo que insistieron tanto Fidel Castro como Hugo Chávez.

Además de impedir la resolución política del conflicto, se observó que la lucha armada fue un argumento central para legitimar gobiernos ultraconservadores centrados en la doctrina del enemigo interno, justificar violaciones sistemáticas a los derechos humanos y darle continuidad al régimen oligárquico. Pero además, fue un elemento central para legitimar la presencia militar y de las agencias de seguridad e inteligencia estadounidenses.

Colombia tiene una centralidad geopolítica muy relevante para los Estados Unidos y la región. En primer lugar por ser parte de la cuenca del Caribe —considerado el mare nostrum estadounidense y su primer anillo en su esfera de influencia—, en donde Washington no ha dudado en intervenir de forma directa cuando ciertos procesos políticos y sociales se consideraron que amenazaban los intereses de sus grupos de poder y clases dominantes. Luego, para controlar los pasos entre el Pacífico y el Atlántico, algo que ya sufrió Colombia cuando Estados Unidos apoyó e incentivó a los grupos panameños que buscaban separarse de Bogotá con el fin de controlar el futuro canal interoceánico, lo que sucedió en 1903 tras la guerra de los 1000 días.

Otro elemento central de su importancia geopolítica es que Colombia es el único país sudamericano que tiene salida tanto al océano Pacífico como al océano Atlántico (a través del Mar Caribe). En dicha geografía política se deshace la gran fractura que atraviesa el continente entre su frente atlántico y su frente pacífico. Además su territorio articula la región Andina con las región Caribeña y la región Amazónica, tres grandes espacios del continente.

Para Washington tener una influencia decisiva en este país ha sido una de las premisas estratégicas de su política hemisférica. El Plan Colombia iniciado en 1999 buscó reforzar esta política, justo en el momento en que comenzaban a aparecer los primeros signos de resquebrajamiento del Consenso de Washington y la hegemonía hemisférica con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela y las consecuencias políticas de la crisis de Brasil en 1999, la crisis de Argentina entre 1999 y 2002 o la Guerra del Agua en Bolivia en el 2000.  También a partir del Plan Colombia se reforzó su lugar como principal productor de cocaína del mundo con el 40% del total, que tiene al mercado estadounidense y al europeo a sus principales receptores, pero también a sus principales “beneficiarios” en los negocios de intermediación y lavado. A ello se agrega, ahora, que junto con México es un gran productor de opioides.

Colombia es desde hace cuatro años aliado global de la OTAN. Es el único país latinoamericano que tiene esa condición, que a nivel mundial comparte con Japón, Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur. En mayo, frente al “preocupante” panorama electoral que mostraba a la fórmula de Gustavo Petro y Francia Márquez como posible ganadora, Colombia fue declarado por Washington aliado militar estratégico extra OTAN,  condición que a nivel continental sólo tienen Argentina desde 1998 y Brasil desde 2019.

En su momento, Petro se pronunció en contra de la OTAN: “La OTAN significa Alianza Atlántico Norte. Nosotros somos del Caribe y el Pacífico, y muy pero muy latinoamericanos”. La cuestión será cuando asuma el gobierno y deba decidir si en política internacional prevalece un progresismo alineado a las fuerzas globalistas y los sectores políticos liberales de Estados Unidos y “Occidente” o una perspectiva nacional-latinoamericana con preponderancia en la integración regional autonomista. O, al menos definir, en qué proporción aparecen esos diferentes lineamientos de tendencia antagónica.            

EL PACTO HISTÓRICO

El Pacto Histórico en términos políticos surge con el liderazgo de Gustavo Petro y  expresa una alianza electoral conformada por Colombia Humana, Unión Patriótica-Partido Comunista, Polo Democrático Alternativo, Movimiento Alternativo Indígena y Social, Partido del Trabajo de Colombia, Unidad Democrática y Todos Somos Colombia.  También se sumaron al Pacto Histórico expresiones políticas como ADA, Modep, Poder Ciudadano Siglo XXI y Congreso de los Pueblos y Comunes (ex partido FARC). Es decir, es un gran y heterogéneo frente político que tiene una amplia base social.

El triunfo del Pacto Histórico expresa institucionalmente el proceso de auge de las luchas populares iniciadas en Colombia desde el noviembre de 2019 al 21 de febrero de 2020, que mostraron un agotamiento del régimen bajo un programa de neoliberalismo periférico. Las políticas de ajuste y reformas regresivas, la falta de compromiso con los acuerdos de paz, el conservadurismo reaccionario en lo ideológico y el asesinato sistemático a líderes sociales fueron las razones fundamentales del estallido.    

Este proceso se observó en mayor o en menor medida en toda la región Andina, particularmente en aquellos países que no experimentaron en los años 2000 gobiernos nacionales populares como Chile y Perú, a lo que habría que sumar a México aunque en un tablero diferente. Este es un dato clave de la segunda ola progresista / nacional popular que se desarrolla desde 2019, aunque todavía no terminó de nacer.

Tanto en términos ideológicos como políticos, la articulación que expresa el Pacto Histórico resulta sumamente heterogénea y contradictoria, pero pudo conformarse a partir de la existencia de un liderazgo, un claro “contra qué” y un conjunto de cuestiones básicas como, en principio, garantizar ciertos niveles mínimos de republicanismo democrático. Terminar con el asesinato sistemático de líderes sociales ya sería un enorme logro en un país que desde la firma de los acuerdos en noviembre 2016 a marzo de 2022 las víctimas ascendieron a  1327. 

Las demandas de las comunidades afro, del movimiento de mujeres, de los pueblos originarios y de los grupos ambientales forman parte de un difuso aunque profundo programa democrático republicano, que aparece tanto en sus perspectivas liberales progresistas como populares —donde se manifiesta una contradicción. A ello se agrega una promesa distributiva de la “revolución de los nadies”, central en el segundo país más desigual de América Latina, que se cristaliza en una de las primeras propuestas claras del futuro gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez: una reforma tributaria que deshaga la de Iván Duque y permita recaudar unos 12 mil millones de dólares para hacer política distributiva. 

Como en la discusión geopolítica, la gran cuestión es si el rumbo político que predomine en Colombia será liberal progresista, cercano a las fuerzas liberales y globalistas del Occidente, o si el rumbo será nacional popular y latinoamericano, con un horizonte de transformaciones más estructurales y la apuesta por un regionalismo autonomista. En realidad, seguramente se de una especie de mezcla inestable entre ambos lineamientos (que no son sólo dos), en un proceso de transición complejo, como el que atraviesa el conjunto de la región —con ciertos aspectos similares al de 1999-2005.

En cualquier caso, tanto el proceso político social que se inicia en 2019 pero tiene sus raíces profundas en 74 años de historia, como el triunfo del Pacto Histórico en lo político institucional, expresan un gran retroceso al régimen oligárquico colombiano y un  gran avance de la revolución republicana democrática y popular en curso.

- Gabriel Merino, Instituto de Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales - UNLP/CONICET

 

Diagonales - 2 de julio de 2022

Noticias relacionadas

Laura Gamboa. La llegada de Gustavo Petro a la Presidencia de Colombia, así como sus reformas y su estilo de...
Laura Gamboa. La llegada de Gustavo Petro a la Presidencia de Colombia, así como sus reformas y su estilo de...

Compartir en