Pasta base

Cristian Alarcón*
En toda Latinoamérica esta sustancia fue adquiriendo distintos nombres desde que apareció, en la década del 70, en Colombia y en Perú. En Perú le dijeron “quete”. En Bolivia, “pitillo”. En Ecuador, “baserolo”. En Chile, donde invadió en los 90, “mono”. Se trata de una sustancia cuya composición no termina de discutirse en foros y encuentros internacionales. Aún faltan datos científicos suficientes para definirla, pero a todas luces es parte de lo que los expertos llaman “patrón de diversificación de los mercados de la cocaína”. La pasta base hace estragos entre los jóvenes de latinoamérica. La droga de los pobres los mata. Marketing, epidemia y respuestas desde Uruguay.

Los curiosos miran de lejos a ese grupo de veinte mujeres bajo el sol primaveral y repentino de este mediodía de sábado. Rodean a una de ellas, flaca, de lentes negros, que se aferra a un micrófono con un papel en la mano y lee, encendida. “Necesitamos cambiar. Nosotras mismas como madres de gurises adictos a la pasta base decimos que nos equivocamos al pedir sólo el cierre de las bocas, porque si clausuramos una abren cinco. Lo que nos dimos cuenta que necesitamos para salvar a nuestros gurises es salud, educación, pero sobre todo inclusión social. El tema es que no podemos esperar. Para nosotras es urgente un centro de desintoxicación, planes de trabajo para que salgan a trabajar, articular políticas reales para no dejarlos solos en los fumaderos”, grita Estela Sampayo y estira los músculos del cuello como Evita para decir fuerte la prosa política. Sus compañeras, más tímidas, no lo pueden creer. Estela se sentó anoche y escribió, urgida por la inexperiencia y el tiempo, esa proclama fundacional en la que se dieron como nombre “Madres del Uruguay”. Sabe que el impacto de lo que los uruguayos denominan “pasta base” ya se volvió visible en las calles del sur. Éste es el primer acto que hacen. Ya no en la Plaza del Entrevero, sino en los barrios de Montevideo, ahí donde sus pibes se desvanecen con el humo ácido
de la pasta. Están, a pesar de los dramas que viven, y de haberse separado del grupo original, exultantes. Este primer día de sol de la primavera del 2007 es, quizás, el primer día del resto de sus vidas.

A Estela la escuchan cuatro madres, dos ex presos que han formado una organización para pedir mejoras en el brutal sistema carcelario uruguayo, un ex militante del socialismo, un funcionario de salud de la comuna, hasta un diputado que dejó la tarjeta, y algunos vecinos curiosos. Pero ella no quiere ser el centro de las preguntas. Termina su discurso y les pide a otras mamás que cuenten. Todas, como la propia sociedad uruguaya, supieron primero por los medios de esta droga nueva que se fumaba. Nunca imaginaron que en cinco años la imagen se naturalizaría entre los que caminan más allá de las avenidas y los pocos barrios pitucos: chicos y chicas de una delgadez espectral, con la piel curtida por la mugre y la intemperie, con chancros o rastros de sarna, que piden o se prostituyen para poder fumar.

Jackson, el hijo mayor de Estela, como los gurises de cientos de otras madres habitantes de las zonas marginalizadas de la ciudad, es consumidor de pasta, o “latero”, como les dicen en su barrio, el Marconi. En toda Latinoamérica esta sustancia fue adquiriendo distintos nombres desde que apareció, en la década del 70, en Colombia y en Perú. En Perú le dijeron “quete”. En Bolivia, “pitillo”. En Ecuador, “baserolo”. En Chile, donde invadió en los 90, “mono”. En Brasil hizo estragos desde el 90 hasta el 95, bajo el nombre genérico de “crack”. Se trata de una sustancia cuya composición no termina de discutirse en foros y encuentros internacionales. Aún faltan datos científicos suficientes para definirla, pero a todas luces es parte de lo que los expertos llaman “patrón de diversificación de los mercados de la cocaína”: como cualquier mercancía exitosa, su éxito depende de la masividad que logre a partir de su variada oferta. La exportación cada vez mayor de PBC, o sea las tizas blancas de la argamasa con la que luego se elabora el clorhidrato de cocaína, desde Bolivia y Perú, muestra -según los expertos- “cambios en la estructura del mercado global de las drogas”.

En la Avenida General Flores el tránsito es escaso, apenas los colectivos, buses de los 80 y algunas motos ruidosas. Sobreviene la siesta. Sin haber almorzado, mientras se pasan una bolsa de pasteles dulces, las mujeres se acomodan sobre el césped, bajo la sombra de un árbol lleno de brotes. A un costado, dos chicos y una chica conversan sentados en un banco. Nadie les habla. La ronda sigue en lo suyo, es como si no estuvieran allí. Ellos hablan fuerte y una y otra vez repiten, en medio de frases incomprensibles, las dos palabras hechas una: “patabase”. “¡Eh, loco, patabase!”

El consumo de pasta produce varios efectos casi inmediatos. Es una pitada que garantiza cinco minutos de una euforia que los adictos sólo consideran comparable con la inyección de cocaína. De hecho, los consumidores de pasta, en su mayoría, lo fueron antes de “merca”. Pero la pasta tiene sus efectos colaterales. De manera asombrosamente rápida se convierte en una necesidad que produce, cuando no se la satisface, angustiantes cuadros de abstinencia. Entre los fumadores de pasta de la clase media -cada vez son más- los estudios muestran un “consumo regulado”. O sea, son personas que disponen de un lugar confortable donde encerrarse a fumar sin exponerse a la violencia cotidiana de los centros de distribución en los barrios más pobres. Son personas con trabajo o estudio, que no interrumpen sus responsabilidades por el consumo, y que tras una “gira” regresan a los cuidados habituales sobre el cuerpo: buena comida, limpieza, horarios y contención familiar. En los sectores más golpeados por la crisis económica que empobreció al Uruguay en pleno 2002, los jóvenes consumidores pasan su tiempo, si no drogándose, pensando en cómo conseguir el recurso para la droga. La invasión de la sustancia es casi total.

Avanza sobre los cuerpos, pero también sobre las subjetividades de los chicos, limando sobre todo los vínculos afectivos y cercanos. Ahora estos tres pibes miran la manifestación con cierta sorna, con desprecio. Se van sin decir palabra, cruzan la avenida pidiendo entre los autos.

Las madres siguen sentadas y ponen sus límites. Hasta la semana anterior marchaban como Madres de la Plaza del Entrevero, en el centro de la ciudad. Habían sido conocidas por la clara remembranza del nombre elegido, y por la forma de protestar semejante a la de las Madres de Plaza de Mayo argentinas, que con pañuelos blancos en la cabeza piden aún por sus hijos desaparecidos durante la última dictadura militar. En la ronda de mujeres primero se sientan algunos principios: “No queremos aparecer como víctimas, queremos pedir políticas públicas que resuelvan el asunto desde el fondo y que nos escuchen, porque no sólo somos mujeres que sufrimos, también somos personas con derechos”.

Estela habló de a poco de su propia historia, a lo largo de cuatro cruciales días y noches. Estela es la primogénita de una mamá que tuvo doce hijos. Tiene 35 años. Es una mujer delgada que con el frenesí de las últimas semanas come poco, duerme menos y corre por la ciudad entre los avatares de la vida de su hijo y un activismo súbito, arrasador.

A ese ritmo aprende, a ese mismo ritmo adelgaza. “¡En catorce meses aprendí más que lo que aprendí en toda mi vida!”, repite para explicar el descubrimiento de la política, un concepto que despreciaba antes de organizarse junto a otras madres. Estela es una mujer inteligente. Sabe que, si no ha ido a la universidad, la calle y el barrio le dan un resto para “articular” diferente en un camino “sin muchas señales”. Por eso, últimamente lee lo que encuentra, lo que le acercan. Escucha a sus compañeras. En Montevideo la praxis de la política está presente en los territorios. Es ese vestigio de lo que fue una sociedad activa lo que renace en estas madres. Sus historias. Sus vínculos. Sus demonios y sus certezas. Allí quizás haya huellas del futuro.

A Estela la conocí en Buenos Aires. Estaba en una reunión de organizaciones sociales que preparaban el primer encuentro internacional sobre el tema. Ese día hablamos apenas unos minutos. Sólo alcanzó a contarme que desde hacía ocho meses trabajaban con el Ministerio del Interior del Uruguay entregándoles cada quince días una lista, por cierto siempre larga, de direcciones de vendedores de PBC en los cuatro puntos cardinales de la ciudad. También habló de su hijo, que no veía con la mejor cara que su madre participara de esas denuncias.

Había pasado por una internación y hacía meses que ya no fumaba pasta, sino sólo marihuana. Se había juntado con una chica. Buscaba trabajo. Ese mismo fin de semana Jackson, el nombre que prefiere tener en esta crónica, volvió a consumir.
El proceso uruguayo de cambio de políticas para combatir esta droga comenzó con un discurso, el primero que dio el electo presidente Tabaré Vázquez, en marzo de 2005. En él se habló del problema de las drogas desde el Estado por primera vez en la historia uruguaya. De hecho, ninguno de los candidatos se había planteado el tema en campaña. Vázquez lanzó una idea: una red de 55 centros de entrenamiento de boxeo en los clubes de los barrios. La idea del deporte redentor no ha sido del todo efectiva en otros países. Pero desde la Junta Nacional de Drogas diseñaron un modelo que no se cierra a ninguna escuela y busca que desde cualquier servicio de salud se pueda derivar pacientes a un sitio de referencia. El lugar se llama El Portal Amarillo y tiene capacidad para albergar a 20 pacientes internados. La demanda al comienzo tuvo un pico. Eran decenas de personas cada día, sobre todo madres y novias de chicos. Se estabilizó y hoy hay lista de espera para conseguir un puesto, por eso también apelaron a los grupos de autoayuda. De fondo, lo que el gobierno uruguayo definió fue su intención de no adherir acríticamente a los postulados de las Naciones Unidas sobre lo que definen como “lucha contra el tráfico de drogas”, y mucho menos a la posición prohibicionista de los Estados Unidos. Es más, hizo una alianza con organizaciones no gubernamentales como el Transnational Institute (TNI) para analizar la situación y la aplicación de políticas de reducción de daños.

Dicen las Madres que cada recaída es peor que la anterior. Y que, pasado mucho tiempo desde que lograron parar, los jóvenes vuelven con un ansia que no logran frenar con nada. Así, arrasan con los objetos vendibles que consiguen en la calle o en sus propias casas. Contra todos los prejuicios, los consumidores de pasta pueden tener picos de violencia en momentos de consumo intenso, pero no suelen tener ni siquiera los recursos para un robo en el que se necesita tres cartas: el control de la situación, la fuerza y una pistola. La víctima, en general, es la propia familia.

Ese fin de semana, en el pico de la “gira”, Jackson desvalijó la casa del barrio Marconi en la que viven su madre y sus hermanitos más chicos. Arrancó la reja de la ventana y por allí sacó la heladera, el televisor, la radio, la plancha, el lavarropas, el DVD, cada uno de los objetos de valor que había en el hogar, una casa de un plan de viviendas linderas con la villa que se ha deteriorado, pero que sigue siendo un refugio noble, abrigador. Cuando en Montevideo nos vimos en su hogar saqueado, Estela conservaba una calma que no disimulaba la procesión dramática que caminaba por dentro. Rogaba que su hijo apareciera “con voluntad de internarse”. Lo había visto con los labios quemados por el calor de las pipas hechas con bombillas de mate o tubos de cortina, de metal.

“Él jugaba al fútbol en el Racing Club de Montevideo hasta hace dos años y era tan bueno que conoció Buenos Aires primero que yo”, cuenta para mostrar cómo incluso alguien integrado a espacios comunes puede ser atrapado por la sustancia de moda. Eso fue un domingo. Por la tarde recorrimos el barrio. Una calle asfaltada nuclea dos complejos de viviendas sociales y unas seis manzanas de villa, lo que en Uruguay se conoce como “cantegril”. El Marconi es uno de los sitios más estigmatizados de la ciudad.

Ya pasaron unos cinco años desde que la PBC se instaló acá. Tiempo suficiente para que quienes abrieron el negocio acumularan lo suyo: camionetas, motos, redes extendidas, mayoreo, todo un camino de progreso ilegal. Los mismos dealers establecen pactos de convivencia forzada con sus vecinos. Lo clásico en lo que los politólogos llaman “zonas grises”: el supuesto intercambio de silencio por seguridad.
Visto desde la antropología, podríamos hablar de “territorialidad del paco”.

En la puerta de un centro comunitario, sobre las escalinatas, se sienta, cauto e implacable, Federico, un pibe de 25 años que al hablar clava certeras dagas. Enmagrecido por el consumo, de ojos saltones y mirada vidriosa, Fede comienza advirtiéndonos que nos perdimos una hora importante: cuando los vecinos salen de sus casas a hacer los mandados y van y vienen temprano y tarde de los trabajos, o con los carros de cartonear. Esos vecinos son los mismos, dice, que les dan a él y sus amigos consumidores monedas para tirar. “A pesar de la peste que somos nosotros, hoy yo hice cincuenta pesos”, ejemplifica, con una expresión que oscila entre el asombro y la amargura. Hoy tiene un día regular, larga. Es uno de esos días “para arriba”. Comenzó la mañana con su droga preferida, el Diazepam, uno de los más divulgados ansiolíticos anticonvulsivantes. Es lo único que lo mantiene arriba. Hoy podemos hablar con él, dice, porque está de Diazepam, pero si no, apenas podría emitir sonidos o palabras cortas.

Cuando Fede era chico, un padrino de su hermana le dio una beca para que pudiera estudiar en el colegio privado más cercano, el de las monjas. Fede recuerda su firme fe religiosa, el compromiso con que se tomaba las reuniones del grupo juvenil de la parroquia, los fines de semana de campamento, las enseñanzas de la Biblia, las confesiones y la hostia. Ellos, cuatro hermanos, hijos de diferentes papás pero bajo el mismo techo al cuidado de la madre, una mujer que supo luchar contra la dictadura, tuvieron, dice, muchas enseñanzas de las buenas. En la sala de la casa los sillones, la biblioteca y la lámpara, los dos cuadros y el libro de Descartes junto a varios de Benedetti hablan de una época en que todo fue nuevo, y lo que se pensaba también. El tiempo ha pasado, pero el cuidado diario de los objetos que acumulan tiempo le siguen dando cierto cuerpo a la situación.

Fede tiene una relación muy conflictiva con su mamá. Se nota la tensión. Por eso prefiere su cuarto, a pesar de que él mismo lo había descrito como un agujero. “Es un cuarto oscuro con un colchón, un lugar lúgubre, donde me tapo con una frazada que vengo trayendo de casa en casa. Yo digo que soy nómada, y no quiero ser más nómada, quiero tener lo mío de verdad y legal, con un trabajo como el que tuve alguna vez. Yo laburé en una empresa de limpieza y tuve mi sueldo. Una miseria, pero mi sueldo”, nos había contado en la calle.

-¿Seguís teniendo fe?
-Me sigo considerando cristiano. Ahora de pronto creo en todo, en cada cosa del mundo como algo en lo que hay que creer. En otros momentos bajo los brazos.

He pasado de estar en una pieza cuatro por cuatro con cuatro o cinco pastabásicos alrededor de un calentador, un caño, todos sucios, en el achique, a estar en Chile con gente que no necesita ni alcohol ni droga ni nada para ser feliz, con los humanistas de Silo. Perdí el trabajo, volví al barrio, y acá no hay otra cosa, todo tiene la marca de la pasta, vos salís y la vas a oler, es inconfundible el olor que le deja a todo.

El olor a pies rancios que deja la sustancia cuando se la fuma se hizo habitual en el Marconi. El surgimiento de un nuevo mercado revoluciona los consumos y mina los vínculos tal como se los conocía. Genera otros con códigos nuevos, sobre todo comerciales, por la circulación de dinero que de pronto hay en sitios donde el metálico casi había desaparecido. La masificación de su venta produce la apertura de cientos de bocas de expendio, algunas de ellas concentradas en los enclaves más pobres. Si bien en la ciudad vieja existen varios fumaderos en casas semiabandonadas y hay decenas de dealers, se vende sobre todo mediante el delivery, con motitos o paseantes que acercan la pasta base a domicilio. Es en los barrios del sur, como Marconi, o en el oeste, como en El Borro o Cerrito, donde se concentra la presencia de bocas.

Todo se puede empeñar en el reino de la pasta base. El reducidor es una figura de la infraeconomía, de esa circulación de dinero que genera una actividad tan exitosa como la venta del paco. Por un lado se recicla todo aquello que sea vendible o utilizable. Federico lo explicaba con sorna. “Acá los perros parecen lateros porque los lateros juntan la comida más podrida y los pastos para vendérselos a los que les tienen que dar a los caballos. Esto que ves acá” -señala un botón- “tiene un precio, lo vendes. La bolsa de papas de arpillera se vende a 200 pesos.”

Georgina Gariboto es la socióloga que coordinó el trabajo de investigación sobre el paco en Uruguay, financiada por la Embajada de los Países Bajos, el TNI, un centro de estudios sobre drogas desde la perspectiva de la reducción de daños, y la Junta Nacional de Drogas, JND. “Hicimos entrevistas a pequeños vendedores de la sustancia y a consumidores de los barrios y de clase media. Ellos nos contaron que de pronto, en el verano 2002-2003, no hubo marihuana durante meses y la cocaína también escaseó. Lo único que se les ofertaba era una droga nueva que se fumaba y pegaba muy fuerte, la pasta base. Se la introdujo en el mercado y logró pasividad en un tiempo muy corto”, cuenta en la clásica confitería La Pasiva, de la avenida 18 de Julio.

Milton Romani es el flamante secretario general de la JND, una secretaría de Estado que diseña las políticas públicas
del gobierno de Tabaré Vázquez. Con un discurso que se basa en las políticas que han sido exitosas en países como Canadá y Holanda, psicólogo social pero con un pie en la multidisciplina, el funcionario recuerda el agosto de 2002: “En un solo día se derrumbaron la moneda y las finanzas. El impacto coincidió con la llegada de la pasta base. Se complotaron varios asuntos al mismo tiempo”, dice en su despacho del edificio Libertador.

Michael Agar, doctor en antropología de la Universidad de California, Berkeley, profesor emérito de la Universidad de Maryland, trabajó durante años buscando aprender algo sobre el sentido y las prácticas de los adictos en las ciudades norteamericanas golpeadas por el crack. “Lo imprevisible de una epidemia es un rasgo clave de la teoría de la complejidad”, explica a través de Skype, desde México. “Un segundo rasgo que aparece en esta teoría es que la epidemia se origina siempre con cambios simultáneos a muchos niveles. En todas las ciudades que estudiamos había cambios de una vez en tres campos: el sistema de producción, el sistema de distribución y las condiciones históricas de un grupo específico de la sociedad. Si se desarrolla una vinculación de esos cambios, en este grupo se desarrolla un sistema de feedback que permite comenzar la epidemia."

Si tomamos la línea de pensamiento de Agar, podemos anotar el cambio en la diversificación de la cocaína como producto y en las nuevas rutas -de las que Uruguay y Argentina son parte- hacia Europa, pero también hacia África. A nivel doméstico, los expertos señalan que las cocinas, aunque no se encuentren en cantidades, están ya en las ciudades. A eso se le suma el empobrecimiento ocasionado por la debacle económica. Tampoco es menor el hecho de que el país sea un enclave con vía libre para los capitales financieros. En el mismo país en el que avanza con furia la pasta base, se lava gran parte del capital global de la droga.

A tal punto la pasta sería producto de la diversificación de la cocaína, que los expertos no han conseguido definir con exactitud qué es. El informe publicado por TNI da cuenta de esa dificultad tanto en Montevideo como en Buenos Aires, donde el estudio fue hecho por la Asociación Intercambios. Se especula con tres versiones. Según la primera, es similar al crack, o sea, lo que resulta de calentar el clorhidrato de cocaína ya elaborado con bicarbonato para que se pueda fumar. La segunda dice que es el resultado del proceso de maceración de la hoja de coca en grandes piletas con querosén, ácido sulfúrico y algún alcalino como la cal, el bicarbonato o el cemento.
Así, armada en “tizas” de hasta 20 gramos, ha sido secuestrada de las mulas que la cruzan desde Buenos Aires hacia Montevideo adherida al torso. La tercera versión, y la más extendida entre los usuarios, es que se trata del residuo de la producción de la cocaína, lo que queda de la mezcla final en la que la pasta básica es resultado de la maceración, ya que en la primera etapa se le agrega acetona o éter, acido hidroclórico y permanganato de potasio. La investigación de TNI revela que en los contradictorios e insuficientes estudios químicos realizados sobre distintas muestras de sustancia incautada por la policía se han detectado varios otros productos de estiramiento: pesticidas, fertilizantes, broncodilatadores, analgésicos, y hasta medicamentos de uso veterinario.

En la casa de Estela se festeja el cumpleaños de Gonzalo, un niño que entra en los nueve y que parece gozar, como su madre, de un control apacible de la situación. Su hermano les robó la casa y él piensa que debería ir preso. Pero su madre le ha hecho comprender que su hermano necesita ayuda y debe ir a un hospital porque está enfermo. En la ceremonia están su abuela, la mamá de Estela, y su padre, un fornido vendedor de panchos, o hotdogs, callejero. También uno de sus tíos, un chico adicto que ha intentado suicidarse en tres oportunidades. Lleva sin fumar quince días y está abrazado a su novia, una hermosa jovencita que también ha dejado de consumir paco. Son la presencia más encantadora de la reunión. De fondo, se escucha el traqueteo de otras hermanas y hermanos, y tías, y sobrinos, que juegan en la pieza de los chicos. La abuela habla de droga. De sus hijos adictos, algunos recuperados. Dice que la droga no existía antes, y que la marihuana asustaba, pero ahora, al lado de la pasta base, es un juguete de chicos. El padre de Gonzalo, y de Jackson, habla de las estructuras de varios mayoristas y de la corrupción policial; y explica las alianzas territoriales entre dealers y patrullas de calle. Todos coinciden, sin aspavientos, más bien confirmando una obviedad: que los agentes cobran la inacción contra las bocas.

La conversación se interrumpe con la vela encendida de la torta de Gonzalo, y un silencio precede al canto del feliz cumpleaños. Es una de esas velas mágicas que se prenden una y otra vez. Gonzalo piensa sus deseos y aprovecha para multiplicar los pedidos en el reino de la pasta base.

Noemí, otra de la Madres del Uruguay, llama desde su casa. Resuenan las primeras repercusiones de la decisión que tomaron estas madres al cambiar su discurso ante la sociedad uruguaya, antes centrado exclusivamente en denunciar a los vendedores.

“Ya comienzan los acercamientos con sectores que quizás no nos decían nada porque, aunque nuestra desesperación nos hacía muy fuertes, no veían bien la exigencia de una salida que no fuera, más que nada, policial del asunto. Cuando nosotras pedimos que se cerraran las bocas a partir de datos nuestros, armaron una comisión en la que había delegados del Ministerio del Interior y gente de la Junta de Drogas, pero nunca hubo allí una persona de Salud o de Educación. Eso, por ejemplo, es algo que nosotras no veíamos y que ahora entendemos como una necesidad imperiosa”, dice Noemí, desde su casa en el barrio Cerrito.

Jackson aparece adormecido. Es lunes, el día del cumpleaños apareció en la casa de su madre tarde por la noche. Estuvo, dice, en la casa de su mujer. Volvió dispuesto a internarse otra vez en El Portal Amarillo. Sentado en su casa, a solas, cuenta su pasado de futbolista. Estaba para probarse en clubes mejores cuando comenzó a fumar.

La última mañana llueve. Vamos hasta el barrio Colón, a El Portal Amarillo. Es el centro de referencia, con veinte camas de internación para adictos a la pasta base. El lugar es abierto. Varias madres acompañan a sus hijos en una sala de espera donde nadie habla. A Estela le han reservado una cama para su hijo. Llega con el pelo mojado. Jackson lleva un pequeño bolso con algo de ropa. Se quedará aquí hasta que pueda volver a la calle. No está muy convencido, pero esta recaída fue la peor y el futuro le da miedo. Se imagina una salida con trabajo. “Esta vez”, dice, “capaz que puedo parar.

*Cristian Alarcón. Licenciado en Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Ganador de la Beca Clarín-Fundación Noble y del Premio TEA como mejor periodista de Diarios, 2001. Fue redactor de policiales, corresponsal de radios, productor y documentalista. Durante siete años escribió sobre violencias, conflictos y tensiones de las ciudades en Sociedad y Cultura del diario Página/12. Luego continuó sus investigaciones y crónicas en la revista TXT y en las revistas Rolling Stone,Cambio, Lateral, Planeta Humano y Gatopardo. Autor del libro “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, de Editorial Norma. Actualmente trabaja en “Transas”, un nuevo libro de no-ficción.

Fuente: [color=336600] Revista Surcos en América Latina - Número 19 - Año I - Enero 2008[/color]

Compartir en