Mayo ´68: La playa bajo los adoquines

Juan Carlos Fernández Naviero*
Se cumplen cuarenta años de los acontecimientos de Mayo de 1968, que sacudieron la Universidad de París y que fueron un revulsivo en la vida cultural francesa. Fueron también el emblema de una década que cambió el mundo occidental, con efectos en las orientaciones intelectuales y filosóficas predominantes, y en las costumbres y mentalidades. Es importante evaluar las tendencias de esa época, ver qué cosas se han acentuado después y cuáles se han superado, y en definitiva ver su relevancia para entender el mundo de hoy. [size=xx-small][b]Artículos relacionados:[/b] .El año 1968 / Jaime Pastor .Cuando todo era posible / Daniel Vilá .Las palabras y el poder / Daniel De Lucía .Sarkozy vs. el '68 / Eduardo Fabbro*[/size]

La crisis de valores en el mundo contemporáneo es ya una historia larga, casi un lugar común. Sean los ecologistas, los obispos o los poetas, en los lamentos por los tiempos que corren casi siempre hay un poso de nostalgia: de los tiempos en los que la naturaleza aún no había sido mancillada, en los que el orden social aún era un reflejo del orden divino, en los que las palabras aún producían un sentido no mediatizado por las tecnologías de la manipulación comunicacional. Tiempos idos que quizá nunca hayan existido, como si de una utopía estrictamente invertida se tratase, el reino que jamás tuvo lugar.

Hay otro aspecto según el cual la mencionada crisis de valores coincide con el auge del capitalismo y el ascenso del individualismo, de las sociedades de masas y de los ideales democráticos. Ya no se trata de una historia remota confrontada a sus orígenes más o menos míticos, sino de la historia de las sociedades europeas modernas en un horizonte temporal próximo: el siglo XX y, dentro de él, los procesos de reconstrucción y modernización social emprendidos tras la Segunda Guerra Mundial. Y si centramos un poco más el foco de nuestra atención en los modelos culturales que a partir de ahí se van implementando, consideremos la importancia de dos tipos de procesos: por un lado la descolonización, con la fuerza de la diversidad que irrumpe con ella; y por el otro, la elevación de la cultura de masas al rango de cultura planetaria. Tales son las coordenadas con arreglo a las que debe ser valorada la década de los años 60, una década clave para la definición de lo que todavía podemos llamar “el mundo de hoy”.

Cuarenta años después, los 60 no dejan de ser una década polémica, discutible y discutida. Pensemos en la especie de cruzada ideológica emprendida por el presidente francés Sarkozy, que basó su proyecto de futuro para Francia en la necesidad de superar lo que para él fueron los desvaríos de esa década, simbolizada en el espíritu del Mayo francés de 1968.

Según esa interpretación que sin duda tiene un cierto calado en el imaginario social actual, en esos años se encumbró una ideología libertaria que acabó teniendo variadas y nefastas consecuencias: disolución de las formas de autoridad (en la familia, en la escuela, en general en la sociedad), pérdida de los modelos socializadores, disolución de las referencias epistemológicas, relativismo de los valores, debilidad del pensamiento, decadencia de la educación, igualación radical de cualquier producto estético…Todo esto serían productos de una cultura relativista y posmoderna, decadente y debilitadora; y para salir de esa decadencia no habría otra estrategia que la de un rearme moral que defienda de nuevo el ejercicio de la autoridad, que promueva el valor del mérito y la excelencia por encima del igualitarismo pedagógico, y que de paso ejerza un fuerte control selectivo de los flujos inmigratorios atendiendo a criterios de seguridad pública y de eficiencia económica. Contra los experimentos multiculturales que saltaron por los aires en las revueltas de las banlieus en 2005, llegó la hora del asimilacionismo cultural, que los inmigrantes asuman los valores republicanos y Francia recupere la grandeur perdida. Sarko, el nuevo héroe contra el legado de los años 60.

Pero una cosa son las estrategias políticas (y aquí, aparte de hábiles medidas destinadas a ocupar el terreno del adversario político, está por ver qué habrá de nuevo que no sea el ya bien conocido neo-liberalismo) y otra los ritmos filosóficos y culturales, que se vinculan con tendencias más lentas y profundas. Y es aquí donde el influjo de los años 60 no puede darse por concluido, no sólo porque en esos años se formasen intelectualmente algunas de las generaciones hoy en el poder, sino sobre todo por la singularidad de su posición en el devenir filosófico del siglo XX; una posición intermediaria entre lo que se podría llamar el destino de la modernidad –es decir, el grado en el que los ideales de la modernidad se encaminaron o no hacia su realización– y la definición de eso que, a comienzos del siglo XXI, antes llamábamos “el mundo de hoy”.

La pregunta sobre los años 60 se desdobla así en dos cuestiones diferentes: en primer lugar, ¿qué papel jugó esa década en el devenir de la modernidad? Esta cuestión la referiremos especialmente al activismo político que tuvo sus momentos culminantes alrededor de 1968, y sólo una vez abordada podremos pasar a la segunda: ¿qué ocurrió después con el legado del 68? Y aquí es donde habremos de acercarnos a las circunstancias de hoy.

Utopías de Mayo

El activismo político del Mayo francés sirve como muestra de la pulsión utópica que forma una parte esencial de la tradición revolucionaria de la modernidad ilustrada. La crítica al mundo capitalista y burocrático que encarnó el año 1968 es plenamente moderna por cuanto defendía una ruptura política que habría de servir para dar pasos en la dirección de la autonomía moral de los individuos y en la autogestión de las sociedades. Como dijo Cornelius Castoriadis, el 68 fue “la última gran llamarada de los movimientos que comenzaron con la Ilustración”[1], prolongando el movimiento emancipatorio de la modernidad.

Ese impulso filosófico de los años 60 se manifestó de distintas maneras, que van desde las expresiones de alta cultura filosófica hasta las formas de la cultura popular. Un ejemplo de la primero sería el éxito de autores como Herbert Marcuse, con el que la crítica de las nuevas formas del capitalismo heredera de la Escuela de Frankfurt enlazaba con los proyectos de liberación sexual que provenían a su vez del psicoanálisis. Crítica de la alienación y crítica de la represión sexual aparecían así como aspectos complementarios de un mismo programa filosófico, y, al mismo tiempo, los experimentos de convivencia alternativos del tipo de las comunas o las experiencias psicodélicas de ampliación de la conciencia podían adquirir una cobertura teórica que las insertaba en un marco político y les daba alcance de alternativa global. Pero lo decisivo que quiero señalar aquí es que el espíritu rebelde de los años 60 venía a actualizar el proceso emancipatorio de la modernidad ilustrada y ponerlo al día en un contexto social que ya no era el del industrialismo que había servido de referencia para la crítica marxista tradicional, sino el de la nueva sociedad de masas que sin duda reclamaba nuevas herramientas teóricas y nuevas formas de lucha política.

Pese a lo dicho anteriormente, no debe verse ni en la psicodelia ni en los ensayos de vida en comunas verdaderas alternativas filosóficas, cuando su motivo fue siempre el de una reacción contra las formas refinadas y consideradas elitistas de la cultura, reacción significada ya desde el nombre que se le dio de “contracultura”. La contracultura tenía una vocación explícitamente marginal, pero aún así no fue ajena a ciertos movimientos sociales de fondo que desde entonces no han hecho más que intensificarse: el despertar del feminismo y del ecologismo, la desenmascaramiento del polimorfismo sexual, el advenimiento de la “sociedad del espectáculo” (por usar la expresión de Guy Debord). Aparecía un nuevo tipo de conciencia en la que coincidía tanto el pacifismo folklórico y naïf del movimiento hippie como las revueltas estudiantiles, una conciencia que consistía en considerar que la ideología del progreso ilimitado carecía por sí sola de sentido, que el sentido era algo precisamente ajeno a la ceguera del progreso, y por ahí comenzaba a formularse el concepto después exitoso de “sostenibilidad”. Hay que reconocer que en ese diagnóstico no les faltaba razón. Ciertamente, el trabajo no podía ya ofrecer una alternativa al capital, porque ambos eran finalmente deudores de un mismo modelo que entronizaba los valores de la eficiencia y la competitividad.

Las razones de la contracultura para oponerse al sistema productivo del capitalismo no iban sin embargo más allá de una mera cuestión de psicología (el sistema genera avidez material, envidia y a la postre agresividad), cuando no caían directamente en el ensueño de una abundancia material que vendría a través de la automatización del trabajo. En esa unión entre la incipiente revolución cibernética y una psicología de la frugalidad y la desposesión material se fraguó el ingenuo sueño de que las luchas por los recursos ya no serían necesarias, puesto que bastaba con abrir la mano con desprendimiento y generosidad para que la riqueza fluyese. La utopía estaba a la vuelta de la esquina; como decía una de las a veces ingeniosas pintadas en los muros de Mayo: “sous les pavès, la plage”. De manera que sólo hacía falta levantar los adoquines de una civilización depredadora para encontrarse con esa playa paradisíaca en la que ningún bien sería negado. Tan sólo con el añadido de un poco de psicodelia y de tantrismo (gustos muy propios del exotismo de la época) se podía sentir más cerca que nunca la realización de la utopía.

El destino del sueño

Cuarenta años después de los acontecimientos del Mayo francés, ¿qué fue lo que ocurrió a partir de entonces? ¿Qué destino ha tenido el legado del 68? Ya antes mencionamos una de las ideas rectoras acerca de los procesos que desde entonces vienen teniendo lugar, me refiero al avance de las sociedades de masas. Pues bien, en relación con ello, justo en los años posteriores a 1968 comenzó a utilizarse otra idea general para designar el cambio de modelo socioeconómico que se estaba produciendo: me refiero ahora al concepto de una sociedad “post-industrial”[2]. Con ello se aludía a cómo iba perdiendo relevancia en el mundo desarrollado la producción industrial, al mismo tiempo que crecía el consumo de masas y se desarrollaban las tecnologías de la información y la comunicación.

Ese cambio de modelo tuvo además un momento histórico preciso que actuó como revulsivo: la crisis del petróleo en 1973, el mismo año en el que apareció el libro citado de Daniel Bell. En el país puntero de la explotación petrolífera y de la producción industrial el precio de la gasolina llegó a duplicarse en tres meses, y surgió el fantasma de su escasez. Desde entonces hay cuestiones que ya no dejarán de formar parte del paisaje habitual de nuestras sociedades, como la cuestión medioambiental (suscitada al hilo del debate energético que en Europa se inició a partir del movimiento antinuclear), o la definitiva desaparición del horizonte del pleno empleo, sustituido por la convicción de que el paro es un fenómeno estructural del sistema y no sólo un índice susceptible de aumentar.

El sueño contracultural de un trabajo adaptado a las necesidades de una personalidad creativa o que fuese la expresión de sus preferencias estéticas o vitales dio paso a la evidencia de que los recursos no eran inagotables, de que la competencia era inevitable, y de que los dividendos de la riqueza no llevaban necesariamente a atenuar la desigualdad. La escasez no iba a llegar a su fin, pero lo que sí se podía dar por concluido era el modelo de un crecimiento que no conociese límites, puesto que los había entrevisto de un modo bastante repentino e imprevisible. La ecología no ha hecho sino acreditar esa imposibilidad de un desarrollismo a ultranza, ciego a todo criterio ajeno a su propia maximización.

Todo ello coincide con un nuevo vector de la conciencia del presente: el imaginario de la catástrofe, el caos y la imprevisibilidad, que ocupan el espacio en el que antes se articulaban los proyectos colectivos de futuro. No sólo el trabajo es cada vez más trabajo precario, sino también los ideales y las relaciones interpersonales experimentan el mismo proceso de precarización. Declina la confianza en las posibilidades del futuro, surge el grito punk del no future, la pulsión utópica de la modernidad asiste a su cancelación. El horizonte temporal de la utopía se adelgaza hasta hacerlo coincidir con el estricto presente y disolverlo en la ideología de lo inmediato, la búsqueda de gratificaciones instantáneas nos instala en una provisionalidad crónica.

La sociedad de consumo será el marco en el que tenga lugar esa cancelación de la energía movilizadora y transformadora de la utopía. Después retomaremos esta cuestión pero volvamos un instante al marco económico-político en el que se produce. Junto al concepto de sociedad post-industrial, comenzará a hablarse de la entrada en una nueva fase en la evolución del capitalismo, lo que Fredric Jameson llamará “capitalismo avanzado”[3], con el que se va perfilando el concepto de lo que en poco tiempo se llamará “globalización”. Pero el proceso estaba en ciernes en los años 60, en los que ya se emplea el término “multinacionales” para referirse a esas organizaciones del capital internacional que transcienden las fronteras, y que poco a poco irán desplazando a las ideologías sociales transformadoras que movilizaron a las conciencias durante gran parte del siglo XX. En los años 70 se incorpora a la terminología el vocablo “transnacional”, y es en el mismo 1973 que mencionamos antes a propósito de la crisis del petróleo cuando se produce la primera reunión del club de los países ricos, inicialmente llamado G 5. Los propios gestores del capital se encuentran entre los grupos que detectan por esos años la crisis del modelo de un crecimiento ilimitado, y comienzan a elaborar una respuesta de tipo economicista que en los años 80 se llamará “neo-liberalismo”, que se apoyará en el despliegue de las tecnologías de la información y la comunicación.

Se trata de una respuesta a la crisis que consiste básicamente en “desregulación” a todos los niveles: desregulación inicialmente financiera, a partir de la construcción desde principios de los años 80 de una red global que liberaliza las bolsas y las telecomunicaciones, y que después irradia su fuerza desreguladora hacia todo el cuerpo social; liberalización de los intercambios y de los flujos de capitales; fluidez de las redes planetarias; flexibilidad de las empresas (es decir, precarización del trabajo); ajustes estructurales (es decir, despidos masivos). La espada de Damocles del equilibrio presupuestario sirve para debilitar las políticas sociales, para desmantelar el espacio público trabajosamente construido por los Estados de bienestar, y para proceder a privatizaciones generalizadas que permiten al capital privado reapropiarse del nuevo margen de beneficios.

Es necesario señalar respecto a todo esto la peculiaridad del caso español. Aquí mal se podía desmantelar lo que apenas se había construido, y en los años 80, en pleno auge del reagan-thatcherismo que actuó como emblema de la primera oleada neo-liberal, nos tocó todavía armar un débil Estado de bienestar. Pero enseguida llegó la reconversión de un sector industrial cuyo desarrollo había acumulado el mismo retraso con el que aquí se adoptaron siempre los influjos de nuestro entorno europeo. Algo parecido es lo que había ocurrido con la pérdida del entusiasmo político, que aquí se prolongó un tiempo por las especiales circunstancias de nuestra transición democrática, pero para recuperar el tiempo perdido también llegó el desencanto.

Volviendo al asunto de la valoración retrospectiva de los años 60 en función de la evolución posterior hacia el neo-liberalismo, se podría precisamente por esa evolución establecer la tesis del fracaso del 68 (es por ejemplo la tesis que defiende Castoriadis). El activismo social y la movilización política de los años 60 acabarían por verse disueltos en la marea de un individualismo hedonista ligado a la explosión del consumo, lo que daría comienzo a una nueva fase regresiva en la vida política de las sociedades occidentales.

En ese contexto de crisis de las alternativas globales, el consumismo se nos aparece como el único resto de un naufragio generalizado de los valores que mueven a la transformación social, como si todavía pudiese servir para construirse una identidad gracias a la progresiva personalización de las ofertas comerciales, y así dotarse de algo mínimamente parecido a un proyecto vital. Es el imperio de la ideología del aquí y ahora, y de la búsqueda del placer sin mediaciones, obviando con ello toda la potencia así acumulada para las frustraciones y para una agresividad difusa y generalizada. Hedonismo compulsivo inducido por las redes de la publicidad y el mercado, que adquiere modos de una sofisticación inaudita gracias a la capacidad tecnológica para digitalizar la información y, en suma, para crear simulacros que se igualan a lo real puesto que producen un mismo efecto de realidad. La energía utópica del futuro transformada en urgencia del goce, al tiempo que los proyectos potencialmente revolucionarios se disuelven en una corriente estética que es fácilmente subsumida por el mercado.

Coda final

Poco a poco, hemos ido llegando a un tiempo en el que, a tenor de lo dicho, casi parecería que la utopía puede ser construida a la medida del propio deseo. Un problema que ahí todavía subsiste es el de qué valor pueda tener ese tipo de experiencia vital de cara a la construcción de espacios de verdad comunes y colectivos, más allá de los ensueños de una existencia particular. Ciertamente la tecnología también abre nuevos espacios de acción, pero el hecho es que las filosofías del deseo fueron absorbidas con demasiada facilidad por las pulsiones particularistas, y que probablemente no sea ajena a ese hecho su preferencia por los espacios de lo marginal y lo minoritario. El problema es que la propia utopía acaba por entrar así en un “devenir-minoritario” (parafraseando a Deleuze), aunque tal no fuese precisamente la intención explícita de tal tipo de filosofías. Por el contrario, “devenir-minoritario es un asunto político y recurre a todo un trabajo de potencia, a una micropolítica activa” que no sirve para desactivar la energía utópica sino para cumplir una función de resistencia frente al poder de las identidades, y que es “justo lo contrario de la macropolítica, y aún de la Historia, donde más bien se trata de saber cómo se va a conquistar o a obtener una mayoría”[4].

¿Significa esto el fracaso del 68? Puede que tal no fuese sino un juicio que sólo se pudiera hacer a posteriori, y que quizá tampoco hiciera justicia a los hechos considerados en su globalidad. Porque lo queramos o no, para bien y para mal, somos herederos de las transformaciones que tuvieron su epicentro en esa década; hijos de esa década aún los que reniegan de ella. Y de la misma manera que se da una continuidad de fondo por la cual los años 60 se insertan en la tendencia genérica de las sociedades capitalistas hacia el crecimiento del individualismo –diagnóstico largamente acreditado, al menos desde la sociología del siglo XIX–, hay también una continuidad entre los años 60 y las décadas posteriores en un cierto tipo de nuevo activismo político, un activismo que se descuelga de los macroproyectos de transformación social y de los métodos disciplinarios ligados al imaginario de la revolución, y que se orienta hacia una micropolítica más atenta a los múltiples procesos que interaccionan en la construcción simbólica de la identidad en sociedades que, como las actuales, poseen una complejidad creciente.

Esta es la perspectiva que destaca por ejemplo el sociólogo Gilles Lipovetsky, cuando califica el Mayo francés de “revolución sin finalidad, sin programa, sin víctima ni traidor, sin filiación política”; y aún “una revolución sin proyecto histórico,… sin muerte, una revolución sin revolución”[5]. Desde este punto de vista el fracaso del 68 sólo puede ser relativo, puesto que aunque es cierto que no tuvo una inmediata repercusión institucional (cosa que en puridad tampoco podía pretender precisamente por su carencia de “programa”), sí tuvo efectos bien reconocibles en la posterior evolución cultural y filosófica: la eclosión del carácter espectacular de la representación política, el deslizamiento del discurso hacia el modelo de la seducción o la importancia adquirida por el diseño de los sistemas de comunicación son efectos cuya relevancia no ha hecho más que acentuarse, y que en gran medida forman parte de los signos mayores de nuestro tiempo. En tal sentido, podría entenderse que la utopía no ha sido traicionada sólo por la lógica del capital, sino que su final estaba de algún modo ya escrito desde las mismas barricadas de Mayo. “Sous les pavès, la plage”; pero no era una playa lo que se escondía bajo los adoquines, y si lo era estaba tan atestada como un lugar de veraneo o un centro comercial, no era precisamente la visión de un paraíso.

Por lo demás, creo que ese modelo de una revuelta difusa y carente de programa sí ha marcado un cierto estilo que encontramos en algunas de las revueltas del fin de siglo, como la incruenta caída del Muro de Berlín o la revolución checa de terciopelo o, ya en el siglo XXI, la revolución naranja en Ucrania. Revoluciones sin grandes proyectos alternativos pero que expresan bien a las claras lo que quieren en un momento preciso de la historia. Lo que no sabemos aún es si este será el tipo de revueltas que seguramente nos están esperando en las barriadas.

BIBLIOGRAFÍA

Bell, D.: El advenimiento de la sociedad post-industrial, Madrid, Alianza, 1991.

Castoriadis, C.: El ascenso de la insignificancia, Madrid, Cátedra, 1998.

Deleuze, G – Guattari, F.: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia 2,

Valencia, Pre-Textos, 1988.

Jameson, F.: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado,

Barcelona, Paidós, 1991.

Lipovetsky, G.: La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona, Anagrama, 1986.

*Juan Carlos Fernández Naveiro es Profesor de Filosofía en Enseñanza Secundaria. Doctor en Filosofía con una tesis sobre Gilles Deleuze. Es autor de diversos artículos y comunicaciones a congresos. En 2002 se publicó su obra “El final del siglo posmoderno” (Ediciones del Serbal).

Fuente: [color=336600]Revista “Cuadernos de Materiales” – mayo 2008.[/color]

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