Fiebre amarilla en Buenos Aires

Eduardo Anguita
La epidemia conmovió a la sociedad porteña. Algunos pensaron que había llegado la hora de rajar o morir. Otros decidieron quedarse para enfrentar la tragedia. Estaban en minoría, pero la tarea comunitaria se reveló esencial. Las guerras se pagan caras. El diablo mete la cola y siempre tiene revancha. Volvían los ejércitos del Paraguay dejando desolación y muerte. El general Bartolomé Mitre le entregaba el gobierno a Domingo Faustino Sarmiento con el poco afecto que los unía. Y con esa manía de cambiar de mando el 12 de octubre, porque celebraban el día de la raza. En eso estaban “contestes”, de acuerdo. Corría 1868 y la soldadesca argentina, llena de federales retobados sometidos por los unitarios, todavía regaba el Paraguay de sangre. Propia y ajena. Algunos de los milicos que volvían traían pestes. Daba asco verlos harapientos, tosiendo, débiles, con los ojos saltados. A Buenos Aires llegaba el cólera, como burlándose de los que pisoteaban guaraníes. Los victoriosos, algunos de ellos, volvían con la peste. Cólera. Se cagaban encima. La diarrea les provocaba una sed insaciable. Y llegados a Buenos Aires, antes de morir, contagiaban a todos. Miles y miles de difuntos.

Especialmente en San Telmo, y de ahí para los caseríos que iban para el Riachuelo. La salud pública era un bien escaso. Con el cólera como escenario, en aquella primavera del ’68, Mitre se iba y Sarmiento llegaba. Mitre se iba a la casa: después de cuatro años de guerrear, quería cumplir con su otro sueño, sacar el diario. Y se dio el gusto de sacarlo en enero de 1870, justo dos meses antes de la muerte de quien quería ver muerto a toda costa: Francisco Solano López. Para Mitre, era el tirano. Igual que Rosas. O mucho peor, porque había cometido la estupidez de desoír a los ingleses. Qué locura la de López eso de ir contra el viento. ¿Para qué? Si, al final, junto con López quedaban unos paraguayitos de 12 años, con barbita de algodón, simulando ser soldados, y muriendo como patos en Cerro Corá. ¿Para qué? Encima, para que los soldados argentinos se volvieran con la peste. Ah, pero el general Mitre se dio el gusto de publicar en La Nación todo lo que quiso sobre ese guaraní de raza inferior que no entendía el destino suramericano. Y la peste, el cólera, no hacía distingos, y volvía diarreicos tanto a los bravos unitarios como a los pobres federales retobados que entendieron para dónde había que marchar y dejarse de joder con las autonomías provinciales y esas locuras del Quijote de los Andes, como los utópicos llamaban a Felipe Varela. Ese presumido montonero tardío, del cual el general Mitre también se ocupó en La Nación pocos meses después, cuando Varela moría, en junio del 70.

¿Quién carajo era Varela para querer rebelarse cuando la Nación estaba en guerra? ¿Quién carajo iba a seguir los consejos de un tipo que prometía telares cuando el destino suramericano era comprar lanas inglesas? Por eso, los coroneles de Mitre habían traído engrilletados a los revoltosos. Y, según le dijeron al general Mitre, habían dejado escapar a Varela. Total, de tanto andar en el monte, había quedado tuberculoso. Lo dejaron cruzar a Chile. Como Sarmiento tantos años antes. Y Sarmiento se enteró, siendo presidente, que el carnicero Varela había muerto. El odiado. Sucio como Facundo. Y en Chile. Sarmiento sabía lo que era escapar a Chile. Claro, a Varela no lo habían nombrado, como a él, embajador. Y con viáticos. Varela estaba loco. Quería industrias y revueltas. Ninguna de las dos. Se moría el último montonero. Y, sin federales a la vista, muerto el mismísimo Urquiza, general panqueque, el país estaba unido. Un país unitario y que miraba para adelante. Sobre todo para arriba.

Pero Mandinga metía la cola. Porque, exactamente al año de salir La Nación, llegaba otra peste conocida. La fiebre amarilla entraba. Y también por San Telmo. El primer caso saltó en un conventillo de la calle Bolívar, donde vivían extranjeros. Porque Buenos Aires se había inundado de extranjeros. La mayoría, italianos que escapaban al hambre de la península. La fiebre amarilla producía miedo. Era un fantasma temido.

Cuando se reportaron los primeros casos, una comisión de médicos notables le advertía a la comisión municipal de Buenos Aires que podía llegar una epidemia. Pero don Narciso, a la sazón presidente de esa comisión, no prestó atención. ¡Qué fiebre amarilla ni qué ocho cuartos!, dijo Don Narciso, con ese nombre rimbombante y la cabeza vacía. Porque lo más peligroso de Narciso no era que se engolara frente a un espejo sino esa decisión de mandar a la mierda a todo el mundo. Don Narciso Martínez de Hoz era de una estirpe especial. ¡Si se mueren en los conventillos, les mandan el carro de los pobres, que para eso lo hemos creado! Los carros levantaban a los pobres y los llevaban a trabajar a alguna estancia.

Pero en pocos días no hubo carros que alcanzaran. Y muchos entendieron que había llegado la hora de rajar o morir. Y las clases acomodadas empezaron el éxodo. Algunos a Belgrano, apenas pasando el arroyo Maldonado; otros, a las barrancas de San Isidro. Así, con los negocios y los teatros cerrados, daba asco Buenos Aires.

Pero hubo otros que se quedaron. En minoría, claro. Y crearon la Comisión Popular para hacer frente a la fiebre amarilla. Manuel Argerich, hijo de don Cosme, acopiaba saberes diversos. Era abogado, filósofo, matemático y también médico, como su padre. Junto con José Roque Pérez empezaron a contagiar voluntades. Pérez no era médico; era fundador de una logia llamada De Libres y Aceptados Masones. Y los voluntarios jugaban el mano a mano con la parca llevando a los enfermos y moribundos a los hospitales o cargándolos en los carros o trenes para enterrarlos pronto.

A don Narciso Martínez de Hoz, después de desoír los consejos de tener una política pública para hacer frente a la fiebre amarilla, lo esperaba una tarea no tan ardua. Con su hermano José, fundador de la Sociedad Rural, y otros miembros del clan, se ocupó de financiar la campaña de Julio Roca al sur. Era hora de terminar, en serio, con los malones y los tolderíos. Además, por supuesto, había que llevar los rebaños de ovejas a pastar a esas tierras y dejar la pampa húmeda para los aberdeen angus.

A don Manuel Argerich y a José Roque Pérez no les quedaban muchas más horas de vida. Estuvieron al frente de la lucha desigual contra la fiebre amarilla. A cada rato repetían que no les daba asco, que cada enfermo que pudiera curar lo vivían como un gran triunfo. Ambos, debilitados, supieron fehacientemente que le habían ganado la pulseada a la fiebre amarilla. Pérez murió el 26 de marzo de 1871. Argerich, filósofo y matemático, sabía que no iba a poder gambetear la muerte mucho más tiempo. Resistió, enfermo, hasta que la Patria cumplía 61 años. El 25 de mayo de 1871 se sumó a la lista de 13.584 muertos de la peste.

Ya se normalizaba Buenos Aires. Y los muertos no hablaban. O al menos no hablaron por un buen rato. En San Telmo, con el tiempo, rindieron homenaje a otros 11 médicos, a 60 sacerdotes, a 22 miembros de la Comisión de Higiene y a cuatro de la Comisión Popular que murieron como héroes anónimos. De a poco, las familias pudientes cruzaron de nuevo el arroyo Maldonado y mandaban abrir las casas. Eso sí, ordenaron a los sirvientes que limpiaran 20 veces antes de que los señores volvieran para instalarse.
El pintor uruguayo Juan José Blanes, que por entonces vivía en Buenos Aires, pintó un cuadro en pleno 1871. Lo llamó Episodio de fiebre amarilla. Junto a una moribunda y su hijo están Manuel Argerich y su compañero de comité Roque Pérez. Ese óleo, conmovedor, fue expuesto en el Colón a fines de 1871, cuando el teatro todavía estaba en la entonces Plaza de la Victoria y ahora Plaza de Mayo. Las colas para ver el cuadro de Blanes eran tan conmovedoras como el agradecimiento de los sobrevivientes que, silenciosamente, recibían el mensaje de José Roque Pérez y de Manuel Argerich.

Miradas al Sur - 17 de julio de 2011

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