Esa noche
Es decir que lo digo con plena conciencia de que llevo adherida a la mente la noción de libertad capitalista y que no tengo pensado renunciar a ella porque sé que no puedo, porque eso, creo, está más allá de mi voluntad.
Pero me inquieta que la mala salud de Fidel Castro y la delegación del mando en su hermano Raúl haya estallado como un simple debate entre qué es democracia y qué no. Como si no hubiera otra vara, otra ventana para mirar algunos acontecimientos y, sobre todo, algunos procesos históricos. Como si lleváramos incrustado en el cerebro un democratómetro según el cual todo aquello que no responde a la fórmula de la democracia representativa quede automáticamente impugnado. Que la democracia está llena de fallas, pero es el mejor sistema conocido, lo sé, lo sostengo. Pero eso no equivale a perder de vista que el pato más feo puede ser un cisne.
La primera vez que fui a la isla lo hice acompañada por un grupo de periodistas varones y bastante más influyentes que yo, que andaba por los veintipocos, y recibí alborozada aquella invitación del Instituto Cubano de Turismo. Fueron dos semanas de convivencia, entre otros, con tipos entrañables como Ariel Delgado y Enrique Sdrech, recorriendo lugares que iban mucho más allá de Varadero o los destinos conocidos. En el grupo había un periodista del diario de Bahía Blanca, La Nueva Provincia, que, según confesó ya en el avión, iba a constatar que Cuba era una farsa de equidad y justicia.
Mientras estábamos allí, se celebró el 25º aniversario de la creación de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), organizados manzana por manzana en todo el país. Los mismos que están activándose ahora en ese mismo sentido, después de décadas de funcionar como organizaciones de base para que cada embarazada llegue a tiempo al hospital o para que cada niño sea vacunado. A último momento pedimos asistir a uno de los miles y miles de festejos. Nos fue destinada una manzana en los suburbios de La Habana. Nos perdimos en el camino. Llegamos más de una hora tarde. Los vecinos nos estaban esperando. Había carteles que rezaban: "Bienvenidos hermanos argentinos", y muchísimos regalos para nosotros, que los niños habían alcanzado a hacer en las pocas horas libres que tuvieron.
Nos sentamos a una de las mesas en la calle y comenzamos a disfrutar de las risas de los hombres y mujeres que se nos acercaban y que nos hablaban de Mirtha Legrand y del Che. Además de los regalos, los niños habían tenido tiempo de aprenderse de memoria algunas estrofas del Martín Fierro. Y las recitaban con ese tono que nunca le escuché a ningún niño argentino. Los argentinos no tenemos training para la mística. Nos dan pudor algunas emociones. Esos pioneros cascaban sus gargantas con esos versos y recitaban a voz en cuello las mismas palabras que a nosotros nos habían fastidiado en el colegio. Esa fue una ráfaga de comprensión que me asaltó justo en ese momento. Esos niños, que también recitaron a José Martí, a quien amaban, nos homenajeaban con algo que suponían que nosotros amábamos. Pero nosotros no amábamos el Martín Fierro.
¿Qué amábamos nosotros?
No puedo poner esto en palabras con mucha exactitud. Pero esa noche, en esa tierra sembrada de bombitas de luz de pocos voltios, entre esas casas pobres de paredes descascaradas y de pintura vieja, entre esa gente dadivosa que nos tocaba los hombros y nos ofrecía su comida, yo viví algo que no había vivido antes ni volví a vivir después. Cuba entera es un país cuya población desconoce situaciones límite que para la mayoría de nuestras poblaciones son frecuentes. No pueden salir del país, como la doctora Hilda Molina, pero están liberados del dolor de un hijo que se muere por falta de comida o de atención médica, del dolor de un desalojo inminente, del dolor del analfabetismo, del dolor del desempleo. ¿No son ésas acaso otras formas de la libertad?
Cuando llegó el momento de hablarles, de tomar el micrófono y agradecerles semejante demostración de cariño hacia un grupo de perfectos desconocidos, nosotros elegimos al periodista de La Nueva Provincia para que fuera el vocero del grupo. Estábamos seguros de que esa ráfaga también a él lo había traspasado. Y el hombre, a paso lento, subió a la tarima, tomó el micrófono y comenzó a hablar, pero no pudo seguir. Un llanto lento se le trabó en el cuello, porque la ideología es una cosa, pero otra cosa es la verdad.