Entre el agronegocio y la megaminería

Mirta Quiles
Representante de una generación que al momento de relatar su vida, la divide entre antes y después del exilio, la socióloga Norma Giarracca, a cargo del área de Estudios Rurales del Instituto Gino Germani, recuerda que la despidieron en 1976 de la Secretaría de Agricultura, donde había empezado a trabajar mientras cursaba la carrera, por el artículo castrense que la declaraba persona real o potencialmente peligrosa para el Estado nacional. «Cuando dan el golpe –dice Giarracca– la Marina toma el control de la Secretaría como represalia por la política que habían llevado adelante José Ber Gelbard y el ingeniero Horacio Giberti desde 1973 en adelante. Y nos echan a todos». Despedida y con una orden de captura contra su esposo, el economista y docente Miguel Teubal, parten a su primer destino de un exilio que los alejaría del país durante más de 6 años. Tras recalar en España e Inglaterra, México los cobija hasta su vuelta al país. Un doctorado en la Universidad Nacional de México, trabajos de investigación sobre el campesinado mexicano –en la misma línea que los comenzados en Argentina sobre los pequeños productores rurales– y trabajos de campo financiados por el estado mexicano, quedan atrás y la familia regresa al país.

«Una vez de regreso, lo primero que hicimos fue agruparnos con los colegas que se habían quedado en el país y organizar seminarios, que fueron muy memorables», recuerda Giarracca. «En 1985 lo hicimos en el colegio de graduados de Sociología, que estaba presidido por Daniel Filmus. Se armó un grupo para pensar las transformaciones agrarias, e hicimos el seminario “El agro argentino hoy”, que permitió realizar un estado de situación de lo que había pasado durante los años de la dictadura con el sector agrario argentino. Si bien no eran modificaciones tan profundas e irreversibles como las de hoy, se habían creado las condiciones jurídicas que se implementaron en los 90 y las condiciones de disciplinamiento social para que este modelo se impusiera».

–Era una manera de reencontrarse con los colegas y cara a cara con la situación rural del país…
–Fue tan importante, tan memorable. Se acercaron muchos profesionales de otras disciplinas –de estudios industriales, de ciencias políticas– para enterarse de los cambios en el sector agrario. Por primera vez empezamos a debatir sobre el significado del proceso de agriculturización, especialmente sobre el comienzo de la implementación de las semillas híbridas. Lo repetimos en los 90, pero ya fue distinto. Hubo muchas peleas.

–Otra década, otro pensamiento?.
–El neoliberalismo no pasa en vano y produce sus propias subjetividades, sus propios sujetos. Y todos –vaya como autocrítica– empezamos a ser más individualistas y la verdad es que eso también, a mi juicio, se sintió en el nivel y en la calidad de los trabajos durante un período bastante largo. En los 90 todo el trabajo en cooperación se fue perdiendo. Hubo debates que no fueron realmente importantes, porque en realidad la única voz la tenía el proyecto hegemónico. Además, había mucho dinero de los organismos internacionales cooptando a los intelectuales y universitarios. Estaba claro que era el Banco Mundial el que bajaba las políticas agrarias para todos los países.

–¿Estar en desacuerdo con el pensamiento hegemónico ocasionaba problemas? ?
–Me llamaba la atención cómo gente que había estado exiliada podía apoyar el modelo agrario de los 90. E incluso quienes habían estudiado el modelo de los 70 y 80 y se daban cuenta de la tendencia hacia la agriculturización y el monocultivo fueran los que tomaran las medidas de gobierno. Por ejemplo, Felipe Solá. En muchos de los trabajos sobre quiénes eran los nuevos sujetos en el campo, participaba el joven ingeniero agrónomo Solá y una década después era quien ponía toda la legislación para que este modelo se profundizara y siguiera su camino.

–¿En esos años comienza a estudiar y relacionarse con el Movimiento de Mujeres Agropecuarias en Lucha? ?
–Así es. Ellas se empiezan a reunir en 1995 y las comienzo a seguir en 1996 hasta 2006. Tempranamente, nos damos cuenta de que el modelo se aplicaba con muchas consecuencias no esperadas, como fueron las protestas. Y la primera que veo, es esta de las mujeres. Que fue impresionante porque se dio en el mundo rural, machista, donde el orden patriarcal no es puesto en duda. Esta cuestión de estas mujeres sencillas pero persistentes fue muy importante.

–¿Fue el primer movimiento articulado de protesta? ?
–No, no. No eran sólo las mujeres, sino también las comunidades indígenas, las campesinas. A fines de los 80 y principios de los 90 se formó el Mocase (Movimiento Campesino de Santiago del Estero) y el Movimiento Nacional Campesino Indígena. Los que andábamos por el campo y teníamos un pensamiento crítico, enseguida vimos el conflicto y las resistencias.

Luchas e identidades en el nuevo siglo

Con los modelos de agriculturización y monocultivo instalados en los territorios y en las mentes de los productores agrarios, la crisis de 2001 puso negro sobre blanco una situación invisibilizada durante toda la década.
«La manera cómo anclaron el modelo a los territorios en los 90, hace muy difícil revertirla hoy, porque son modelos territorializados, que hicieron divisiones entre los sujetos», afirma Giarracca. Y continúa: «Algunos sujetos entraron al modelo como actores subordinados, a otros los sacaron, o los denigraron. Hay muchísimos productores pequeños y medianos, que aunque hayan cedido su tierra y tengan su renta, perdieron todo su capital de conocimiento, todo su capital simbólico, técnico, que como hijos y nietos de agricultores tenían. Y es muy difícil volver eso atrás. Aún cuando todavía no son tantos los productores que desaparecieron de la propiedad de la tierra –porque muchos entraron cediendo la tierra–, esos productores y sus hijos perdieron todo el capital simbólico y toda identidad. Hay estudios muy importantes de la Universidad Nacional de Rosario, que han investigado el tema de la identidad. Uno, por ejemplo, preguntaba: “Usted, ¿a quién cede la tierra? ¿A quien más la cuida o al que le paga mejor? El gringo, hijo de esos gringos que se mataron cuidando esas tierras, responde: “A quien me paga mejor” en un gran porcentaje. Y eso es una quiebra de la identidad del agricultor que hace muy difícil que se pueda revertir, y esto se produce en los 90».

–En 2001 se edita su libro La protesta social en la Argentina, que brinda una suerte de anticipo de los sucesos de diciembre de ese año. ?
–Así es. Siempre con mis colaboradores reflejamos en nuestras publicaciones los cambios macroestructurales en la agricultura, y después estudiamos los cambios en los sujetos agrarios. Más tarde, sumamos a esto el conflicto, que es lo que ha hecho distinta nuestra mirada: sumar a este proceso de transformación, el conflicto. Ese libro analiza hasta comienzos de 2001, no toma el momento de expansión de los movimientos piqueteros de la provincia de Buenos Aires –sí los de General Mosconi (Salta)– ni las rebeliones del 19 y 20 de diciembre. Y ahí se demuestra que todos estos conflictos y luchas venían desde tiempo antes en el interior del país. Las rebeliones se daban de la periferia al centro del castillo. Cuando se produce la devaluación, con Duhalde, se aplican las primeras retenciones y empieza el commodity soja a tener una importancia increíble, nos damos cuenta que la expansión del modelo iba a ir mucho más allá de los farmer de la región pampeana. Lo que se venía, como etapa, era una expansión de la frontera agraria. No sólo la soja estaba sustituyendo a los tambos y al productor medio como sujeto. Ahí no paraba la cosa.

Mucho más que soja

El estudio y análisis de la expansión sojera y de la instauración del agronegocio, le permitió a Giarracca y sus colaboradores anticipar otra problemática que hoy está en debate: la megaminería. «Rápidamente nos dimos cuenta que no era sólo el agronegocio sino que eran también los recursos naturales. Ahí empezamos con otros colegas, que vienen del estudio de los movimientos sociales, a pensar el modelo extractivo hoy. Ahí colocamos al agronegocio, a la minería, a la forestación forzosa para las pasteras, el problema del agua, de la biodiversidad. Pero también en ese modelo aparecen los sujetos en resistencia, que son las comunidades indígenas, campesinas. Y nuestra propuesta, en ese sentido, es recuperar lo que queda de la agricultura de procesos, de alimentos».?

–¿Qué es la agricultura de procesos?
–Es una agricultura que no es la central –como el maíz y el trigo–, pero resulta complementaria, y tiene una gran función en la alimentación de la población. Son territorios que existen en toda una línea en la zona cordillerana que producen frutas, frutas secas, horticultura, maíz, caña de azúcar, nogales. Hoy esas producciones están amenazadas. Están en tijera con dos amenazas: por un lado, el agronegocio, que le quiere sacar tierras, y por otro, la minería, que le quiere sacar agua. Por ejemplo, Monsanto está tratando de sacar una semilla que crezca por debajo de los 400 milímetros de lluvia anuales, es decir en las zonas semiáridas. Y por otro lado, por la minería. Los informes de base de las mineras que quieren invertir en esa zona, son una vergüenza. Cuando describen lo que encuentran, lo que han hecho las poblaciones durante décadas para forjar esta Argentina, son de un desprecio absoluto: dicen directamente que son economías sin valor. Intentan imponer la idea del desierto sarmientino, de la barbarie. Vuelven a levantar la idea de la Argentina desértica y que con ellos va a venir el desarrollo, la civilización y el progreso. Intentan imponer la idea de la minería limpia, cuando no hay una actividad más depredadora, más sucia, más contaminante que la minería.

–Y esos informes son aprobados por los gobiernos provinciales.
–En los últimos años, frente a evidencias empíricas importantes que presenta el conocimiento latinoamericano, los actores económicos, los actores de poder, los gobernadores, recurren a un dispositivo que está muy de moda en la política hoy, que es la mentira en datos. Por ejemplo, cuando se le plantea el nivel de empleo que genera la minería con datos comprobables, ellos dicen que es mentira, dicen que la minería otorga 300.000 puestos de trabajo. Por más que uno le muestre datos, siguen repitiendo el mismo discurso, casi psicopáticamente. Por eso, la función del conocimiento universitario autónomo, crítico, es importantísima en este momento.

–Sin embargo, hoy el debate acerca del agronegocio y del modelo extractivo de los recursos naturales no parece calar muy hondo en la población…?
–Hay un intento mediático de tapar el debate. Nos tratan de fundamentalistas. Recibimos las críticas de los organismos internacionales, de las empresas, de los colegas que consideran que el modelo económico no tiene importancia, que plantean la autonomía de lo político, que se puede construir una sociedad más democrática sin tener en cuenta el modelo económico. Lo que pretendemos es que este debate se instale entre la gente que realmente quiere una sociedad democrática y progresista. Sin embargo, aún no podemos discutirlo con esa parte de la sociedad que apoya la expansión de derechos sociales e identitarios que ha tenido este gobierno, y sobre todo los derechos humanos, que apoyamos y felicitamos. Debe tenerse siempre presente que detrás de los derechos socioambientales está el saqueo de los recursos. Mi forma de mirar el país político es desde abajo, desde las organizaciones. Y allí hay mucha disconformidad porque sienten que no se los toma en cuenta, que no se los escucha. Y la están pasando mal. Porque los chicos se mueren con el glifosato, la gente está envenenada con el arsénico y el cianuro en las zonas de minerías. Es un tremendo silencio a los reclamos de las poblaciones y éstas interpelan.

–Y en ese silencio obra el «mito del excedente»...?
–Sí. Este mito parte de la premisa de que los recursos naturales están para sacar excedentes que luego se van a redistribuir. Primero, quisiera aclarar que los recursos naturales tienen sus derechos, derechos socioambientales, como dice muy bien la Constitución de Ecuador. Y si violásemos tales derechos de la naturaleza, la redistribución siempre sería –y lo fue siempre– totalmente desigual. Está bien demostrada históricamente la apropiación desigual de las rentas de los recursos naturales. Pero, aún si violáramos los derechos de la naturaleza, la cuestión de la redistribución es un problema serio en este momento en el modelo extractivista de América latina. Muchos creen ingenuamente que nacionalizando la minería se solucionarían los problemas, porque sería el Estado quien se quedaría con el excedente, y tendría más para redistribuir. Pero no se trata de eso. Primero, que el país agota sus recursos, y segundo, que el problema no es quién controla la empresa, sino la forma de producción de la actividad.

–¿Se puede poner algún límite a este modelo?
–Claro. La ley de Glaciares es un ejemplo. El Gobierno fue muy reconocido al permitir que saliera la ley y no vetarla. Aunque una no reglamentación correcta de la ley es un veto encubierto. Ahí está la cuestión, donde se toca lo político con lo económico. La ley de Glaciares fue un momento de articulación entre las asambleas, los intelectuales, los periodistas y los legisladores. Trabajamos transversalmente con legisladores de todas las fuerzas políticas. Porque creo que las leyes importantes de expansión de derechos en este país, salen hoy transversalmente. Hay funcionarios, legisladores que transversalmente pueden construir redes o espacios de movimientos, donde se potencie más la lucha para lograr cambios importantes en términos de expansión de derechos y, especialmente, de los derechos socioambientales.

Revista Acción - Primera quincena de julio de 2011

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