El otro fin de ciclo y Carta de Philip

Atilio A. Boron, Vicente Battista

 

Con Trump en la Casa Blanca la globalización neoliberal y el libre comercio pierden un aliado crucial. El magnate se manifestó en contra del TTP, habló de poner fin al NAFTA, y se declaró a favor de una política proteccionista, a la vez que propone un acuerdo con Rusia para estabilizar la situación en Siria.

El otro fin de ciclo

 Atilio A. Boron

En el último año hablar del “fin del ciclo progresista” se había convertido en una moda en América latina. Uno de los supuestos de tan temeraria como infundada tesis era la continuidad de las políticas de libre cambio y de globalización comercial impulsadas por Washington desde los tiempos de Bill Clinton y que, pensaban, serían continuadas por su esposa Hillary para otorgar sustento a las tentativas de recomposición neoliberal en curso en Argentina y Brasil. Enfrentados al tsunami Trump se miran desconcertados y muy pocos, tanto aquí como en Estados Unidos, logran comprender lo sucedido. Hablan de la “sorpresa” del martes a la madrugada, pero como observaba con astucia Omar Torrijos, en política no hay sorpresas sino sorprendidos. Veamos por qué.

Primero, Hillary Clinton hizo su campaña proclamando su orgullo por haber colaborado con la Administración Barack Obama, sin detenerse un minuto a pensar que la gestión de su mentor fue un verdadero fiasco. Sus promesas del “Sí, podemos” quedaron rápidamente sepultadas por las intrigas y presiones de lo que los más agudos observadores de la vida política estadounidense denominan “el gobierno invisible”. Sus tentativas reformistas en el plano doméstico naufragaron sistemáticamente, y no siempre por culpa de la mayoría republicana en el Congreso. Su intención de cerrar la cárcel de Guantánamo se diluyó sin dejar mayores rastros y Obama, galardonado con un inmerecido Premio Nobel, careció de las agallas necesarias para defender su proyecto y se entregó sin luchar. Otro tanto ocurrió con el “Obamacare”, la malograda reforma del absurdo y carísimo e ineficiente sistema de salud de Estados Unidos, fuente de encendidas críticas sobre todo entre los votantes de la tercera edad. No mejor suerte corrió la reforma financiera, luego del estallido de la crisis del 2008 y que, pese a la hojarasca producida por la Casa Blanca y distintas comisiones del Congreso, siguió dejando en pie la impunidad del capital financiero para hacer y deshacer a su antojo. Mientras, los ingresos de la mayoría de la población económicamente activa registraban -no en términos nominales sino reales- un estancamiento de más de veinte años las ganancias del uno por ciento más rico de la sociedad norteamericana crecieron astronómicamente. Tan es así que un autor como Zbigniew Brzezinski, tan poco afecto al empleo de las categorías del análisis marxista, venía hace un tiempo expresando su preocupación porque los fracasos de la política económica de Obama encendiese la hoguera de la lucha de clases en Estados Unidos. En realidad esta venía desplegándose con toda fuerza desde comienzos de los noventas sin que él se diera cuenta. En materia de reforma migratoria Obama tiene el dudoso honor de haber sido el presidente que más migrantes indocumentados deportó, incluyendo un exorbitante número de niños que querían reunirse con sus familias. En resumen, Clinton se ufanaba de ser la heredera del legado de Obama, y aquél había sido un desastre.

Pero, segundo, el legado de Obama no pudo ser peor en política internacional. Se pasó ocho años guerreando en los cinco continentes, y sin cosechar ninguna victoria. Al contrario, la posición relativa de Estados Unidos en el tablero geopolítico mundial se debilitó significativamente a lo largo de estos años. Por eso fue un acierto propagandístico de Donald Trump cuando utilizó para su campaña el slogan de “¡Hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez!” Obama propició golpes militares en América Latina (en Honduras, Ecuador, Paraguay) y envió al Brasil a Liliana Ayalde, la embajadora que había urdido el golpe contra Lugo para hacer lo mismo contra Dilma. Atacó a Venezuela con un estúpido decreto diciendo que el gobierno bolivariano era una amenaza excepcional a los intereses y la política exterior de Estados Unidos. Reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba pero no hizo nada para acabar con el bloqueo. Orquestó el golpe contra Gadaffi inventando unos “combatientes por la libertad” que resultaron ser mercenarios del imperio. Y Hillary merece la humillación de haber sido derrotada por Trump aunque nomás sea por su repugnante risotada cuando le susurraron al oído, mientras estaba en una audiencia, que Gadaffi había sido capturado y linchado. Luego de eso, Obama y su Secretaria de Estado repitieron la operación contra Bashir al Assad y destruyeron Siria al paso que, como confesó la Clinton, “nos equivocamos al elegir a los amigos” y dieron origen al tenebroso Estado Islámico. Declaró una guerra económica no sólo contra Venezuela sino también contra Rusia e Irán, aprovechándose del derrumbe del precio del petróleo originado en el robo de ese hidrocarburo por los jihadistas que ocupaban Siria e Irak. Y para contener a China desplazó gran parte de su flota de mar al Asia Pacífico, obligó al gobierno de Japón a cambiar su constitución para permitir que sus tropas salieran del territorio nipón e instaló dos bases militares en Australia para, desde el Sur, cerrar el círculo sobre China.

Con Trump en la Casa Blanca la globalización neoliberal y el libre comercio pierden un aliado crucial. El magnate se manifestó en contra del TTP, habló de poner fin al NAFTA, y se declaró a favor de una política proteccionista, a la vez que propone un acuerdo con Rusia para estabilizar la situación en Siria. Los gobiernos que se ilusionaban pensando que el futuro de nuestro países pasaría por “insertarse en el mundo” vía libre comercio (TTP, Alianza del Pacífico, Acuerdo Unión Europea-Mercosur) más les vale vayan aggiornando su discurso y comenzar a leer a Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de Estados Unidos, y padre fundador del proteccionismo económico. Sí, se acabó un ciclo: el del neoliberalismo, cuya malignidad convirtió a Europa en una potencia de segundo orden e hizo que Estados Unidos se internara por el sendero de la decadencia imperial. Paradojalmente, la elección de un xenófobo y misógino millonario norteamericano podría abrir, para América Latina, insospechadas oportunidades para romper la camisa de fuerza del neoliberalismo y ensayar otras políticas económicas. Como diría Eric Hobsbawm, se vienen “tiempos interesantes.”

 

Pagina/12 - 11 de noviembre de 2016

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Carta de Philip

Vicente Battista

Estimado Horacio:

Es cierto, no nos conocemos, pero por lo que me cuenta, sospecho que usted sabe de mí bastante más de lo que yo sé de usted. Por sus palabras, por el modo en que las expresa, intuyo que le inquietan las ciencias sociales y la política. Lo mío es más simple, como alguna vez alguien dijo: tengo tanta conciencia social como un caballo, pero, sin embargo, igual que el Quijote me ocupo de resolver entuertos; lamentablemente, suelo recoger los mismos resultados que el Quijote. No obstante, confieso que me alegró recibir su carta, siempre es grato saberse recordado, júbilo que crece cuando se trata de gente que, como en su caso, vive en un país tan lejano al mío. Viajar a la Argentina es una de las tantas cosas que dejé pendientes, los azares de mi profesión muy pocas veces me obligaron a cruzar la frontera, y cuando lo hice sólo fue para llegar a México, un viaje corto: demanda poco más de mil millas. Tal vez ahora, que sólo acepto casos esporádicos, me sobre tiempo para materializar ese viaje que quedó pendiente. Según deduzco de su carta, sería como regresar a aquellos años en que acompañado únicamente por una botella de bourbon, aguardaba que alguien tocara a mi puerta con vidrios esmerilados para de inmediato ponerme en acción.

Por lo que me cuenta, en estos días su país se asemeja muchísimo al mío: ambos padecen un estado huérfano que cumple dócilmente con lo que las grandes corporaciones les exigen. Es cierto, en muchísimos casos debí enfrentarme a los sórdidos hilos de poder invisibles que dirigen una sociedad, y si bien alguna vez creí haberlos cortado, sólo fue una victoria pírrica: esos hilos persisten más fuertes que nunca. Aunque, a la hora de ser sinceros, se advierten algunas diferencias a favor de mi país y esto, créame, no lo digo movido por falsos sentimientos nacionalistas. Se me ocurre que en este momento usted intenta disimular una sonrisa sarcástica,y es justo que la construya: ¿cómo me atrevo a decir eso si cuando lea esta carta tal vez estemos gobernados por un personaje como Donald Trump? Teniendo en cuenta quién es el actual presidente de su país, bien podría borrar esa sonrisa sarcástica o, en todo caso, reemplazarla por un gesto de dolor, idéntico al que tendrá la buena gente de mi país si Trump ocupara la Casa Blanca, en definitiva, este multiempresario y el multiempresario presidente que ustedes han elegido tienen más de un punto en común.

Sin embargo, le dije que había algunas diferencias entre su país y el mío. Recuerdo a un “empresario” muy famoso que el Día de Acción de Gracias era capaz de regalar cinco mil pavos para que los cocinaran los desposeídos, y en Navidad ofrecía una comida fastuosa para todos los pobres de Little Italy: se había convertido en una suerte de héroe nacional. Muchos vecinos colocaban su foto junto a la imagen de la Virgen. The New York Times lo proclamó uno de los hombres del año, junto a Albert Einstein y a Mahatma Gandhi. Ese señor se llamaba Al Capone. Cuando a las grandes empresas y a los grandes medios les convino, lo alabaron, cuando ya no les servía: lo juzgaron. De esto se ocupó el poder judicial, cumpliendo estrictas órdenes del poder económico. Pero no lo condenaron por los muchos crímenes que había cometido sino por evadir el pago de los impuestos. En esto reside la pequeña diferencia entre su país y el mío: no veo que en el suyo juzguen por evadir impuestos a esos muchos “hombres de bien”, empresarios y funcionarios del gobierno que graciosamente depositan sus millones de dólares en los paraísos fiscales. Fuera de eso, Argentina y Estados Unidos de América abundan en semejanzas: aquí como allá hay muchos ciudadanos que, según dice usted, parecen sentirse “cómodos asistiendo al espectáculo de la pérdida de derechos”, los empresarios son quienes realmente gobiernan y, tanto a orillas del Hudson como a orillas del Río de la Plata, contamos con sindicalistas que matizan su lucha obrera criando caballos pura sangre. Me gustaría creer con usted que mi pesimismo lúcido termina por ser una forma de la esperanza, pero tengo mis dudas. Sobre todo cuando advierto que predomina un vasto número de desmemoriados que se empeñan en tropezar una y otra vez con la misma piedra. Se asemejan a esos tontos lectores del policial enigma que, pese a saber quién es el asesino, continúan leyendo una novela cuyo final conocen de sobra.

Y sí, estimado Horacio, coincido en que todo lo que yo vi, todo todo se ha agravado en su país. Recuerdo lo que le escribí a Bernice Baumgarten a propósito de “El largo adiós”, que usted confiesa tanto le gustara: “Me tenía sin cuidado que el misterio fuera bastante obvio. Lo que me importaba era la gente, este extraño y corrupto mundo en el que vivimos, y en el que toda persona que intenta ser honesta termina pareciendo sentimental o simplemente tonta”. No obstante, alienta saber que, según dice, existe muchísima gente que no se da por vencida.

En lo personal, poco tengo para contarle, luego del frustrado matrimonio con Linda Loring volví a mi despacho en el sexto piso del edificio Cahuengay me ocupé de unos pocos casos, el último fue ir tras la pista de una rubia de ojos negros. No sé qué se habrá hecho de la díscola Carmen Sternwood, tal vez se haya casado con el emprendedor Ceo de alguna empresa. Ignoro si el Bar Victor’s continúa abierto, aunque así fuera, nada tendría que ver con aquel sitio donde Terry Lennox me hizo probar el primer gimlet. A propósito, aquí le dejo la auténtica fórmula, tal como el propio Terry me la explicara aquella tarde en el Victor´s: “Lo que aquí llaman gimlet no es más que un poco de zumo de lima o de limón con ginebra, algo de azúcar y un toque de angostura. Un verdadero gimlet es mitad ginebra y mitad Rose’s Lime Juice, y nada más. Los martinis no tienen nada que hacer a su lado.” Pruébelo, Horacio, le aseguro que de verdad deja chico a cualquier martini.

Un abrazo.

Respueta a la carta de Horacio Gonzalez publicada el 2 de noviembre de 2016.

 

Pagina/12 - 11 de noviembre de 2016

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