¡El horror, el horror!
Estaba a punto de gritarle: “¿No las oye usted?” La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente con el primer silbido de un viento creciente. “¡Ah, el horror! ¡El horror!”
“Su última palabra… para vivir con ella”, insistía. “¿No comprende usted que yo lo amaba…? ¡Lo amaba!”
Me recompuse y hablé lentamente.
“La última palabra que pronunció fue su nombre”.
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas
Este extraordinario diálogo entre Marlowe –el narrador de la historia– y la esposa de Kurtz –el enigmático personaje que magistralmente compusiera Marlon Brando en la versión cinematográfica realizada por Francis Ford Coppola– cierra El corazón de las tinieblas, esa novela única en la que Joseph Conrad penetra en las profundidades tenebrosas del colonialismo europeo. Interpelado por la desconsolada mujer, Marlowe se mueve entre la verdad y la mentira o, tal vez, encuentra la única manera de narrarle el fondo de una empresa civilizatoria atravesada por la peor de las barbaries. Esas últimas palabras pronunciadas por aquel oscuro y mítico encargado de la última de las estaciones de la compañía colonial belga de extracción de marfil en lo más lejano del río Congo en África, “¡Ah el horror, el horror!”, no son opuestas al nombre de su esposa, como si en esa supuesta confusión o piedad de Marlowe se escondiese la dialéctica de una civilización capaz de descargar la más atroz de las violencias sobre los pueblos colonizados. En esa respuesta equívoca, en ese giro consolador del narrador, se esconde el sentido profundo de la frase escrita por Walter Benjamin: “Todo acto de cultura es, al mismo tiempo, un documento de la barbarie”.
Conrad, su literatura, siempre intentó moverse en los bordes brumosos y terribles de esa dialéctica que forjó la historia de los últimos siglos y que está en el núcleo más decisivo de los horrores que hoy, ya empezado el siglo XXI, nos devuelve Europa en su rechazo a acoger a los miles y miles de desesperados que buscan, desde las más diversas geografías periféricas, penetrar en lo que consideran la tierra de su salvación.
El nombre de la civilización, siguiendo la respuesta de Marlowe, parece dejarnos sin palabras allí donde “el horror” no produce más que el silencio ominoso. Pero también al mutar el sentido y ofrecerle a la esposa el consuelo de imaginar que Kurtz pronunció su nombre no hace otra cosa que permitirle vivir pensando en la ficción del amor o, trasladando esto a la conciencia europea, vivir invisibilizando lo que significó la despiadada empresa colonialista desplegada a sangre y fuego pero amparada por el nombre de la civilización y limpiando, de esa manera, su responsabilidad.
Todo está allí. El corazón de las tinieblas nos describe la irreductible barbarie que subyace y que es olvidada por quienes la perpetraron proyectándola hacia las víctimas. Europa, democrática y culta, se horroriza ante la “nueva invasión de los bárbaros”. Con ingenuidad pasmosa no se siente responsable de que de a decenas de miles, y utilizando cualquier recurso a la mano, refugiados y migrantes de todos los confines busquen desesperadamente atravesar todas las barreras y todos los muros –sean los naturales o los levantados por las manos de los hombres–. Lejos de escandalizarse, los gobiernos, siguiendo las demandas de los sectores de extrema derecha y de una parte muy significativa de sus poblaciones, no respondieron de otra manera que multiplicando las políticas punitivas y los espantosos mecanismos de control fronterizos.
Todo se aceleró en los últimos años: la transformación en delincuentes de quienes no hacen otra cosa que buscar escapar de la violencia, la humillación y la miseria, de quienes sólo piden pan para sus hijos y una vida digna invivible en sus países de origen atravesados por guerras impulsadas, desde siempre, por la avidez del capital imperial; de quienes, débiles entre los débiles, carecen de derechos y son atrapados en el interior de un impiadoso sistema judicial que los considera, por indocumentados, reos pasibles de ser encarcelados por quienes, sin decirlo ni reconocerlo, los han llevado hacia esos actos de desesperación. Europa no reconoce su culpa, prefiere transferirla a esos engendros de violencia nacidos de sus alucinadas estrategias para sostener, junto con Estados Unidos, su poder y sus riquezas a nivel global. Hay un hilo que une la empresa colonial desplegada fundamentalmente desde el siglo XIX tanto hacia el corazón de África como hacia Medio Oriente con la desestructuración actual de países y regiones manipulados por la avidez del capitalismo.
Son, los millones de migrantes y refugiados, los homo sacer de nuestra época, aquellos que pueden ser sacrificados sin que nadie sea responsable de sus muertes. Aquella categoría extraída del antiguo derecho romano y empleada por el filósofo italiano Giorgio Agamben para intentar aproximarse críticamente a la violencia exterminadora desplegada por la modernidad capitalista y totalitaria a través, fundamentalmente, de las experiencias concentracionarias en Auschwitz y Kolyma o bajo formato arrasador tecnológico en Hiroshima y Nagasaki, hoy puede adecuarse, con su carga siniestra, a la realidad de esos miles y miles que se ahogan en el Mediterráneo o que mueren en medio de un viaje terrible. Así como en el pasado reciente la empresa colonial, la inglesa, la francesa, la italiana, la portuguesa, la española, la alemana o, bajo las nuevas condiciones, la estadounidense, construyó su propia estructura jurídica, filosófica e ideológica para sostener y justificar su acción depredadora de personas y de recursos naturales, en la actualidad el dispositivo de control y de limitación pergeñado por la Comunidad Europea vuelve a descargar sobre las víctimas toda la fuerza de su aparato punitivo. Ahogarse en el mar o morir asfixiados en camiones sellados sin que nadie haga nada no es el resultado de un accidente natural sino la consecuencia de una acción humana muy concreta.
La foto del niño sirio muerto en la playa turca ha recorrido el mundo. Nuevamente “la conciencia universal” (si algo así existe) se siente conmovida. Muchos ciudadanos europeos honestos se sienten profundamente avergonzados y tratan de aliviar la situación de los refugiados. Muchos otros, tal vez los más, silencian por un tiempo sus lenguas xenófobas y sus peticiones punitivas. Saben que esa imagen es lo suficientemente terrible como para callar ante lo intolerable. Europa, sus gobiernos, con cinismo busca responder a la indignación planetaria nacida de esa imagen desoladora. Hablan de ampliar las “cuotas de refugiados aceptados”, pero nada dicen de las causas profundas que seguirán llevando a millones a huir de sus tierras. Nada dicen de las políticas neoliberales que desde hace más de 30 años ahogan las economías de los países subdesarrollados, de la complicidad de todos los organismos internacionales (incluyendo a la ONU) con políticas que no han hecho otra cosa que acelerar la descomposición de regiones enteras en nombre de la lucha contra las dictaduras y los totalitarismos o, más prosaicos, en el de la libertad de mercado. Hablando de “democracia y derechos humanos”, han terminado por hacer más duras las condiciones de vida de millones y millones amparando nuevos regímenes que no han hecho otra cosa que reemplazar antiguas formas de sometimiento por otras más nuevas y perversas.
La indignación ante tanta injusticia es imprescindible pero no alcanza si no se la llena de contenido, si no se construyen las acciones y las palabras que permitan modificar el horror que nos apabulla. Una foto tan desoladora y conmovedora como la del niño sirio que ha muerto la muerte de otros miles de niños como él pero anónimos en sus muertes, no puede ni debe convertirse en una nueva dosis de “buena conciencia” de aquellos que creen que limpian sus responsabilidades porque sienten la conmiseración ante el dolor del otro o porque están dispuestos a colaborar con alguna ONG en misión filantrópica. La brutalidad del capitalismo en su etapa de financiarización, las políticas cargadas de prejuicio y de racismo que dominan la política europea ante las demandas de los migrantes indocumentados, las estrategias salvajes del imperio que sigue ampliando la anomia a nivel mundial para defender sus intereses, la creación de “nuevos monstruos para combatir males anteriores” (su ejemplo actual y siniestro es ISIS nacido al calor de la “guerra civil” siria y fomentado por el negocio armamentístico), las complicidades de los viejos países colonialistas europeos –pienso sobre todo en Francia– con regímenes africanos dominados por los “señores de la guerra” que, a su vez, protegen las ganancias de empresas mineras de capitales europeos y norteamericanos, etc., etc.
La lista siempre podría continuar (en nuestro continente la responsabilidad directa de Estados Unidos en el empobrecimiento de Centroamérica y en el aval de los peores gobiernos de derecha y dictatoriales que siguen asolando a esa región de la que parten miles de migrantes que buscan cruzar el Río Bravo o, como también ocurriera en el pasado no tan lejano en el cono sur con su apoyo a las diversas formas de terrorismo de Estado, y la tutela colonial que se sigue ejerciendo sobre Haití a través de la complicidad de la ONU y de sus fuerzas militares de ocupación). Una lista que en su impunidad es interrumpida por el instante eternizado de una imagen fotográfica lo suficientemente poderosa como para lastimar las retinas de una humanidad enceguecida por sus bienes y sus consumos. Claro que la máquina es impiadosa y la industria de la información sabrá bombardearnos con nuevas y terribles imágenes capaces de anestesiar conciencias abrumadas de tantos horrores imposibles de combatir. En el fárrago de noticias que se suceden vertiginosamente, lo que acaba por predominar es la lógica de lo inabordable y de lo efímero. Es tarea de nuestro tiempo invertir, si todavía está en condiciones de hacerlo, las últimas palabras de Kurtz. ¿Podremos?
Revista Veintitrés - 8 de septiembre de 2015