Dominación y discursos en la expresión popular

Jorge Ángel Hernández
Toda cultura se expresa a través de sus discursos específicos. Este obvio axioma nos lleva a otro, consecuente y, por ello, de similar grado de obviedad: cada uno de esos discursos está obligado a funcionar en la confrontación directa, inmediata, sintáctica, que el entorno social le condiciona. La sintagmática de su funcionalidad se imbrica, sin embargo, en un ámbito de codificación en que los signos deberán redimensionarse de acuerdo con las marcas comunicativas de la semiósfera social.

Así, todos y cada uno de estos discursos culturales serán constantemente reformulados y automodelados, hasta el punto de figurarse como diferentes en aquellos casos en que solo han cambiado los órdenes de actualización tecnológica, sin que se transformen los recursos expresivos esenciales. “Cada etapa de la evolución humana —escribe Darcy Ribeiro— sólo es inteligible en términos de complejo formado por la tecnología efectivamente utilizada en su esfuerzo productivo, por el modo de regulación de las relaciones humanas que en ella prevalecen y por los contenidos ideológicos, que explican y califican la conducta de sus miembros”.1

La actualización de los discursos culturales no es, por tanto, solo una necesidad de la creación artística, o de la evolución de la visión social estándar, sino, además, una necesidad vital de los agentes sociales que con ellos se relacionan. Puede ocurrir —pongamos por ejemplo— que determinado cine de autor se enfoque en un problema crucial para la mayoría de la humanidad, como la violencia de género o la destrucción irresponsable del planeta, pero que sea tan complejo que apenas unos pocos consigan consumirlo y, por esa vía, considerarlo inteligible. Hecho —sigamos suponiendo— con todas las bondades de la tecnología, y hasta con fórmulas antes probadas por su eficacia comunicativa, el filme no consigue retransmitir a amplios escenarios sus “contenidos ideológicos”, o su visión de los modos de “regulación de las relaciones humanas”. Queda, pues, aislado del ámbito comunicativo, aunque de él mismo provengan las preocupaciones y a él mismo pretendan dirigirse. Ese aislamiento revela entonces hasta qué punto los discursos que intentan reproducir estamentos culturales necesitan de una socialización efectiva y, por consiguiente, de una comprensión transversal de los procesos de retroalimentación cultural. La idea del genio incomprendido se revierte en una estrategia de acusación —y de disminución— del receptor, a quien se obliga a “aceptar” como indiscutible tal genialidad, en lugar de llamarlo a comprenderla, pues tampoco es caso de desaparecer, por acto de varita mágica, los valores y méritos de la obra.

Este precepto ha servido, no obstante, para una doble demagogia institucional en sus relaciones de dominación con el ámbito de la creación:

- Producir y reproducir lo banal, superficialmente presentado y siempre tangencial con los conflictos latentes, como suele ocurrir con frecuencia en el culebrón televisivo.

- Producir y reproducir asuntos de profundidad social en mecanismos discursivos reticentes a la comunicación.

La primera es propia de la industria cultural y sus derivados; la segunda se halla casi siempre asociada a los movimientos progresistas y las revoluciones que logran, en efecto, cambiar la sociedad para su propio bien. Tardan más, sin embargo, en acondicionar sus discursos artísticos y literarios a los objetivos que van desempeñando. Pero la sociedad, en sus modos de producción y reproducción de comportamientos y conductas, sí readapta con rapidez las nuevas circunstancias y reconforma patrones que son la pista para acceder a la masiva recepción. Es decir, el dominado, acostumbrado por tradición a acatar las condiciones de quien sufraga su sustento —sea cual sea la vía—, asume, bajo su propia responsabilidad de análisis subjetivo, las directrices de lo que podrá ser popular en la cultura.

¿Concede entonces la condición de dominado el estatuto popular?

Según Jean Casimir, la característica distintiva de las culturas oprimidas es la incapacidad de crear instituciones alternativas. (2) Sin embargo, esa cultura permanece, subyace e, incluso, hace de su estatuto de dominada una capacidad de resistencia, un proceso de identificación que autentifica sus sistemas y discursos. Ningún portador de cultura, aun cuando domine a su antojo los modos de producción, puede introducirse en otra cultura obviando la tradición receptiva con que deberá relacionarse. Puede imponerse, desde luego, desde un ejercicio de poder; pero no conseguirá superar el conflicto de la percepción tradicional donde despliega su dominio. Sucede, eso sí, que la cultura dominada, marginada y preterida, crea nuevas condiciones de subsistencia fuera del ámbito de la institucionalización rectora; y no precisamente negando la institucionalización, sino buscando un escaque que le permita relacionarse dialécticamente con ella, siquiera para subvertirla y, a la postre, desbancarla. Hay, pues, un vínculo dialéctico entre la dominación cultural y la puesta en ejercicio de los discursos con los que esa cultura se realiza.

Para destruir una cultura sería necesario eliminar toda práctica social que se vincule a ella, entiende Casimir. El vínculo entre las culturas es, para él, la lengua. Cada cultura opera a partir de lenguajes capaces de permitir su representación. En ellos se establecen los diversos dialectos, para usar la terminología de Mijaíl Bajtín, que conforman sus entramados dialógicos. El carácter dialógico de la cultura, en el interior de sus sistemas y metasistemas, y hacia el exterior de otros sistemas sociales, posibilita la interacción de esos elementos que deben distinguirla. Téngase en cuenta, por ejemplo, que a pesar de que los conquistadores arrasaron con los elementos de la cultura aborigen, continuaron usando la mayoría de sus topónimos y zoónimos para poder ubicarse en una inmediatez que parecía no hacerle una importante resistencia.

Ahora bien, cuando los griegos, gracias a una astucia monumental, tomaron Troya, ¿fue Tersites un dominador o siguió siendo un dominado? ¿Celebraban de igual modo los divinos que los grotescos?

Si, como plantea Casimir, “una nación conquistada o esclavizada no actúa en respuesta a todas las pautas culturales de los colonizadores, sino en respuesta a determinadas acciones o estrategias esclavizantes, las cuales guardan cierta congruencia con un marco cultural que no es visible al oprimido”, y por ello, “la cultura oprimida no es una respuesta a la cultura occidental”, sino un enfrentamiento a determinados actos que se originan dentro de ella en el que esa cultura “se modifica y evoluciona al inspirar acciones concretas, las cuales a su vez amplían el conocimiento disponible y reclaman una reformulación y un desenvolvimiento de las directrices normativas”, las unidades formativas del folclor necesitan una concretización de sus manifestaciones en hechos que, a la vez que absorban sus ramificaciones, propicien la expansión. La fiesta de carácter masivo es, entonces, el hecho que acrisola las unidades culturales pertinentes para reformularlas y proyectarlas dentro, y con bastante independencia, de los sistemas dominadores y de las hegemonías sociales. De esa forma se llegará a los conjuntos culturales que organizan su supervivencia, a partir de los cuales será imprescindible un nuevo proceso de formación subcultural, hasta llegar al hecho concreto que propicie un planteamiento diferente del suceso.

Sin embargo, esta práctica analítica sigue sin demarcar el estatuto popular en el proceso cultural.

En Cultura y Poder, García Canclini pide, como primera necesidad para este tipo de investigación, la delimitación de lo que serían las culturas populares, así como de las condiciones de su estudio. “No basta decir —agrega— que no son un eco de la cultura hegemónica ni una creación autónoma de las clases subalternas”. (3)

La definición del estatuto de lo popular demanda una identificación metodológica dentro de la comprensión global de la cultura, precisamente porque las condiciones de su autenticidad se perciben, si no científicamente demarcadas, sí dentro de los aparatos de significación, en el ámbito de la producción y reproducción semiótica que determinan las bases de la comunicación social. El progreso de los niveles de comunicación dentro de una socialización que permite, cada vez más, el desplazamiento y la interrelación entre esferas productivas diversas, incide sobre las condiciones alienantes de la masa y les permite automodelarse dentro de contextos comunitarios o en grupos de población interna, a partir de una jerarquía conceptual en el desplazamiento del signo en el que se opera esa automodelación. La conciencia de integrarse a un grupo siempre menor y específico en relación con los diversos imperativos socioeconómicos y socioculturales que actúan en la sociedad y la cultura en general, les permite realizarse como semejantes.

Lo semejante es aquello que está conectado con el sujeto de su semejanza por un acto de figuración metafórica. Dos términos sin vínculos directos entran en relación por medio de una sintaxis que los aparea en ese procedimiento. Así mismo, el sujeto que se automodela en esos grupos interiores subalternos, preteridos o marginados por las bases axiológicas de la institucionalidad dominante, lo hace a partir de la experiencia de otros grupos similares, de igual o mayor envergadura dentro de la macrosociedad, con el fin de definirse macrosocialmente, aunque este objetivo no siempre se manifiesta de manera explícita. Esta sí es una condición que estatuye como tal a lo popular en la cultura: su capacidad para contaminar la discursividad dominante y, al mismo tiempo, para reconstituir sus propios discursos de expresión bajo cualquier circunstancia adversa.

Es lógico que los contextos urbanos sean los primeros en exigir una definición para lo popular dentro de toda la sociedad a la que pertenecen, porque ellos son los primeros en tener incidencia en esas formas de comunicación y educación social. Los crecientes procesos de urbanización planetaria propician que así se represente. Sin embargo, la masa, comprendida en esa misma perspectiva, no puede ser un todo homogéneo y amorfo al que se coloca en el momento de la prueba en el relato. En ello terminaron los valiosos, y aún vigentes, aportes del formalismo ruso. Necesario se hace comprender una generalidad que metodológicamente la defina; de lo contrario, emplear los términos masivo y popular sería como referirnos a entes, cuando tratamos a la vez de especies humanas, vegetales y animales, en las que los individuos son a un tiempo conjunto y singularidad.

Si la dominación cultural se ejerce a través de discursos específicos, también a través de ellos la resistencia popular se expresa, y se actualiza. De modo que la definición no es predictiva, general y esquemática, sino de caso, ya sea observando manifestaciones concretas, como la fiesta popular, o fenómenos menos concentrados en su esencia, como el de los diversos repertorios de vocabulario que se hacen parte de la instrumentación lingüística, ya del dominador, ya del dominado.

Notas

1- Darcy Ribeiro: El proceso civilizatorio. Etapas de la Evolución Sociocultural, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1992, p. 24.

2- Jean Casimir: «Cultura oprimida y creación intelectual», en Pablo González Casanova (comp.): Cultura y creación intelectual en América Latina, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1990, pp. 61-82.

3- Néstor García Canclini: «Cultura y poder: ¿Dónde está la investigación?», en revista Signos, no. 36, julio-diciembre, 1988, pp. 55-84

ALAI, América Latina en Movimiento - 7 de enero de 2013

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