William Shakespeare en John Maynard Keynes*

Claudio Casparrino**
La tragedia, en tanto estructura analítica, forma parte esencial del cuerpo teórico de los grandes economistas que suelen agruparse bajo el título de Economía Política. En ellos, lejos de las cómodas y simplificadas concepciones ortodoxas, la sociedad moderna atraviesa por escarpados desfiladeros dirimiendo su propio futuro en la capacidad de pensarse a sí misma de manera descarnada. Su signo inequívoco es el ejercicio especular severo, la mirada explícita de las contradicciones que hacen a una estructuración social compleja y problemática. Aún cobijando en su seno una mecánica newtoniana que seduce con la idea de los puntos de equilibrio, su marca es el desequilibrio y, finalmente, la crisis. Hay en ellos, en su heterogeneidad, un espíritu dialéctico y una totalidad inconclusa, cuya alteridad es, sin dudas, la Política.

En Adam Smith la crisis deviene del agotamiento de las posibilidades de negocios provocado por las restricciones feudales y mercantilistas en retirada histórica. En David Ricardo, la renta de la tierra local absorbe la ganancia empresaria y detiene las inversiones, el crecimiento y la industrialización británicas. En Karl Marx la creciente explotación y alienación del trabajo por el capital explica la acumulación y, a la vez, la creación de condiciones pre revolucionarias. En todos ellos hay clases y sectores contrapuestos, contradicciones y tránsitos históricos que superar, devenidos no de fallas de desempeño sino de su exitosa funcionalidad histórica. Sus propias construcciones teóricas son genialmente inconclusas en tanto su “cierre” se encuentra por fuera de estas, en el ámbito de la Política como espacio de resolución de contradicciones sociales.

En John M. Keynes este ejercicio se concreta en una resignificación de la relación entre los ámbitos público y privado, fracturando la noción de totalidad y autosuficiencia del capital y depositando en las instituciones públicas -políticas- la responsabilidad de regular una dinámica cuyo derrotero hacia el desequilibrio económico dista enormemente de la eficiencia que la ortodoxia le atribuye obcecadamente. En esencia, desde un enfoque económico, sostiene que, por lo general, dado el funcionamiento de las expectativas empresarias la inversión tenderá a ubicarse por debajo del nivel requerido para asegurar el pleno empleo, generando una tendencia sistémica a la desaceleración y la crisis, razón por la cual el rol del Estado se vuelve esencial para establecer mecanismos contratendenciales.

En 1926, tres años antes de la gran crisis y diez de su obra más divulgada (la Teoría General…), Keynes escribía premonitoriamente “No es verdad que los individuos tengan una ‘libertad natural’ sancionada por la costumbre de sus actividades económicas. […] El mundo no se gobierna desde arriba, de manera que no siempre coinciden el interés privado y el social. No es dirigido aquí abajo de manera que coincidan en la práctica. No es una deducción correcta de los principios de la economía que el interés propio ilustrado produzca siempre el interés público. Ni es verdad que el interés propio sea generalmente ilustrado…”.

Su idea de planificación social de las inversiones, y de la regulación económica, se basaba en un mismo supuesto en dos dimensiones: primero, que las decisiones de inversión privada, en su libre albedrío, tenderían a ubicarse por debajo del punto “óptimo” o de mayor bienestar; segundo, que el interés privado no necesariamente coincidirá con el interés social y, más aún, no hay que esperar que el interés privado genere decisiones virtuosas.

Las brechas o puntos de fuga que Keynes asesta al empresariado, en tanto clase social, en su eterna pretensión de instituirse en rector social, conduce la problemática económica del ámbito privado al del conflicto político y el establecimiento de modos sociales de regulación. Es decir que, aunque dentro de las fronteras del sistema económico capitalista (hecho que lo diferencia esencialmente de Marx), Keynes pone en cuestión la universalidad del capital en términos políticos. Ello aún cuando los períodos signados por su impronta teórica aseguraron tasas de crecimiento positivas, las más altas tasas de ganancia de la historia moderna y tendencias al pleno empleo con incrementos salariales sistemáticos, con base en una expansión técnica aportada por el fordismo.

Uno de los principales méritos de los gobiernos nacionales de la Argentina desde 2003 a la fecha es haber incorporado esta doble tensión: en primer lugar, generar las condiciones regulatorias materiales para una expansión sistemática de la actividad económica con marcadas tendencias al pleno empleo, incluso en contextos internacionales notoria pero temporalmente desfavorables; en segundo, disputar exitosamente la hegemonía política a la cúpula de poder económico local, corresponsable de los avatares de épocas anteriores, como precondición para promover la distribución de los beneficios de la nueva etapa y establecer la preeminencia democrática de lo político frente al autoritarismo socialmente ineficiente del mercado.

*Una versión reducida de este artículo fue publicada en la edición del diario BAE del domingo último (24-04-2011)
**Claudio Casparrino. Economista, integrante del Instituto Argentino para el Desarrollo Económico (IADE)

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