¿Proyectos nacionales o políticas de Estado? Aportes al lenguaje de la política

Claudia Bernazza
Los conceptos con los que se construye el discurso, la praxis y el análisis políticos deberían encontrar sustento en una ciencia que los contenga y los produzca. Pero vale la pena aclarar que nos adeudamos –tal como se lamentaba Carlos Matus en El líder sin Estado Mayor– la construcción de nuestras ciencias de gobierno. Ciencias propias, capaces de dar cuenta de los eventos políticos y sociales tal como se presentan en América Latina. Ciencias situadas, capaces de producir conceptos que se ajusten a nuestra realidad.

Al ser pensados por otros, cuando estudiamos, analizamos o hablamos de política utilizamos conceptos ajenos más de lo recomendable. Asimismo, cuando intentamos esbozar ideas propias –encontrando o recreando conceptos plausibles– no siempre tomamos en cuenta el origen de esas palabras, sus usos y sentidos. Naturalizamos así ideas pensadas para otras realidades como si fueran conceptos universales, y con ellos avanzamos como si nos abrigara la solvencia y rigurosidad de una “ciencia política”.

En tiempos en los que ha regresado la historia, se ensayan diferentes conceptos para explicar lo que acontece en la escena política o para producir estos escenarios. El lenguaje no es neutro, sus palabras vienen cargadas de sentidos. Su rastreo, decodificación y análisis puede decirnos mucho de la política, porque la política habita en el campo del lenguaje. Vayan entonces estos apuntes que se acercan a palabras y frases que circulan en los ámbitos académicos, sociales y políticos produciendo discurso y, por lo tanto, poder. Específicamente, este artículo recorrerá el derrotero del concepto proyecto, en su acepción Proyecto Nacional, así como el derrotero del concepto política de Estado, asociado al concepto política pública.

Planes, programas, proyectos

Cuando el análisis de políticas públicas de la posguerra introdujo la racionalización de la acción política como novedad, este proceso ya estaba en marcha en los países del Este y en gobiernos de corte popular del centro y sur de América. Los planes quinquenales soviéticos, los del general Perón o los planes de desarrollo alentados por la Alianza para el Progreso, parecían contener todas las bondades de la técnica emergente. Se podía planificar la paz como se planificaba la guerra, y en eso parecía residir el secreto de la política. En el corpus teórico de la planificación, el plan se convirtió en piedra basal y sentido último de todo el diseño. La estrategia, estudiada detenidamente con posterioridad, lograba su vehiculización (ver Carlos Matus, Método PES). Del plan se desprendían, en una ramificación impecable, el conjunto de programas, los que a su vez se desagregaban en un conjunto de proyectos. Estas tres palabras lograron cierta autonomía unas de otras. Si bien al principio el concepto central fue el plan, con el tiempo los programas tomaron la delantera, sobre todo con la interrupción de los gobiernos democráticos y la fragmentación de las acciones de gobierno. En esta operación topológica pudo haber incidido también el desprestigio de la planificación normativa, cuestión que no se profundizará en este artículo (para un estudio de la planificación normativa y su decadencia, ver los libros de Carlos Matus, Política, planificación y gobierno, y de Ezequiel Ander Egg, Introducción a la planificación estratégica). Finalmente, los proyectos fueron funcionales en muchos campos y períodos, al punto de instalarse como concepto dominante. De hecho, fue un concepto funcional a las políticas focalizadas, a la tarea de desmembramiento de las políticas nacionales que dio paso a la producción de eventos puntuales y locales (para una profundización de este tema, ver Claudia Bernazza, La planificación gubernamental en Argentina, tesis de doctorado disponible en www.claudiabernazza.com.ar).

Pero la palabra proyecto guardaba en los pliegues de su historia una forma de utilizarla que invocaba corazones y emociones antes que razones. Los grandes proyectos políticos, o proyectos de gobierno, presentados en las naciones emergentes como proyectos nacionales, lograron movilizar en las primaveras democráticas del continente discursos, recursos y voluntades, los que confrontaron con los proyectos que se proponían desde embajadas imperiales o empresas multinacionales. Colaboró en esta operación, seguramente, la riqueza etimológica de esta palabra. Proyecto significa lanzar hacia adelante (pro: adelante; iectus: eyectar, lanzar). Es un término que se ocupa del presente, pero se ubica en el futuro. Es, claramente, una palabra dinámica, que no refiere a ninguna esencia. Es la celebración de la existencia, porque las personas, a la manera de los dioses, ponen todo su empeño para crear un mundo a la altura de sus convicciones.

Proyecto de gobierno, Proyecto Nacional

Uno de los autores que más ha utilizado el término proyecto en el sentido descrito ha sido Carlos Matus. Para Matus, gobernar exige articular constantemente tres variables: proyecto de gobierno, capacidad del gobierno y gobernabilidad del sistema. Estas tres variables constituyen un sistema triangular donde cada una depende de las otras, pero la piedra angular es el proyecto de gobierno: “el Proyecto de Gobierno se refiere al contenido propositivo de los proyectos de acción que un actor se propone realizar para alcanzar sus objetivos, la discusión sobre los proyectos de gobierno versa sobre las reformas políticas, el estilo de desarrollo, la política económica, etcétera, que parecen pertinentes al caso y al grado de gobernabilidad del sistema. Lógicamente el contenido propositivo es producto no sólo de las circunstancias e intereses del actor que gobierna sino además de su capacidad de gobernar, incluido su capacidad para profundizar en la explicación de la realidad, y proponer imaginativa y eficazmente respuestas y anticipaciones” (Política, planificación y gobierno).

Para Carlos Matus, el proyecto de gobierno es un elemento central del buen hacer de la política. Desde este enfoque, sería impensable una Nación sin proyecto. Y si bien es cierto que en los discursos y la literatura política latinoamericana el concepto de Proyecto Nacional aparece en forma recurrente, Matus es quien utiliza este concepto para el análisis político. Las comunidades nacionales proyectan su destino toda vez que la idea de Nación vuelve al centro de la escena. Los gobiernos populares, una vez retomadas las riendas del aparato público, proponen una cosmovisión soberana respecto de otros poderes en juego, lo que generalmente se presenta como Proyecto Nacional. En la literatura anglosajona este concepto no aparece, salvo en los estudios de Anderson, que en la década del noventa alertaba sobre esta cuestión: “la realidad es evidente: el fin de la era del nacionalismo, anunciado durante tanto tiempo, no se encuentra ni remotamente a la vista. En efecto, la nacionalidad es el valor más universalmente legítimo en la vida política de nuestro tiempo”. Asimismo, Anderson proponía que “hay que entender por qué, en la actualidad, tiene una legitimidad emocional tan profunda”. Sus estudios sobre el nacionalismo y su influencia en la vida social y política de los pueblos hoy colaboran para hacer comprensible la potencia del concepto Proyecto Nacional, sobre todo a los académicos y analistas que sospechan de esta categoría –a partir de la nefasta experiencia del nazismo– y sólo reconocen los conceptos que se presentan a continuación.

Políticas públicas, políticas de Estado

Ya hemos señalado por qué los institucionalistas y los cientistas políticos en general no utilizan el concepto proyecto, sobre todo cuando se presenta como Proyecto Nacional. La pregunta que nos haremos ahora es por qué prefieren un concepto de corte académico, como es políticas públicas, o el más difundido políticas de Estado. El origen del concepto políticas públicas es fácilmente rastreable. Puede encontrarse en la bibliografía anglosajona, especialmente norteamericana, a partir de la década del 50, cuando el ámbito académico trató de producir propuestas a los gobiernos de la posguerra. Este paradigma operó produciendo definiciones y métodos de análisis de la acción política para proponer, desde la academia, aquella racionalidad que parecía faltar en la los sujetos abocados al gobierno y la administración. Pero la traducción de este concepto a las lenguas romances produjo un sinnúmero de equívocos. Public policy hace alusión a la administración de lo público, sin referencia a los intereses en juego que produjo la plataforma de gobierno vigente en cada momento.

Policy, en el inglés moderno, refiere a la administración de los asuntos públicos, alejándose del concepto politics, que existe en el inglés para referir a la acción política en toda su extensión –arte, doctrina, opinión, juego de intereses. A partir de una traducción no exenta de ideología, el estudio de las políticas públicas se centró en la acción administrativa de los gobiernos, dejando para otras ciencias o líneas de investigación el rastreo de la contienda política o electoral que les da origen. Este estudio pareciera centrarse en la acción política que acontece una vez superados los conflictos y dirimidas las cuestiones del poder. En este escenario, ya están definidos los vencedores y los vencidos. La política pública, como producto del sistema político, se desentiende de las cualidades del orden establecido y de la validez de ese orden.

El concepto políticas de Estado está íntima-mente ligado al concepto anterior. De hecho, podría considerarse otra traducción posible del concepto public policy, siendo más utilizado entre los actores políticos que en ámbitos académicos. De hecho, no existe una definición científica de este concepto, mientras son innumerables las referencias a este concepto por parte de organizaciones civiles y dirigentes políticos. A través del portal Respuestas Yahoo, se puede acceder a la definición más votada por los usuarios del dispositivo, la que reza: “una política de Estado es todo aquello que un gobierno desea implementar en forma permanente, para que trascienda a través del tiempo sin que se vea afectada por uno o varios cambios de gobierno. La política de gobierno dura mientras esté vigente el gobierno que la concibió, mientras que la política de Estado obedece a un interés fundamental, por lo que debe conservarse en forma permanente... la política de defensa por ejemplo, la política de vivienda, la política de educación, todas ellas por la importancia crucial que comporta para un país, deben ser una política de Estado y no una mera política de gobierno”. El subrayado es nuestro, la incomodidad también.

En línea con nuestra inquietud, Hernán Herrera, a quien encontramos en el portal Artepolítica, escribía en noviembre de 2009: “a veces da la impresión de que el Estado argentino es tratado como un ente sobrepoderoso que se puede conducir sin política. Por lo menos así lo trata gran parte de la derecha (política y mediática), criticando al gobierno por no establecer políticas de estado (…), en la suposición de que los burócratas administrativos del estado no tienen vinculación política alguna, y una vez echada a rodar la ‘política de estado’ el problema para la implementación pasa a ser meramente administrativo. Este tipo de manifestaciones no son objetivas, por supuesto. Tienden a separar (idealmente) política y administración pública, política y economía”.

José Natanson propone una definición que reivindica el concepto al mismo tiempo que lo redefine: “una política de Estado no es, como parecen creer algunos, un programa rígido que se anota en un papel y queda congelado para siempre, sino el resultado complejo –y parcialmente cambiante– de la combinación de fuerzas políticas, equilibrios sociales, historia y cultura… En Argentina, (…) desde 1983, los sucesivos gobiernos argentinos abandona-ron la absurda competencia geopolítica (con Brasil) e impulsaron un proceso de construcción de confianza. (…) Ese es el verdadero origen del Mercosur, que nació con Alfonsín, continuó con Menem y se profundiza con Kirchner y que, aunque durante los 90 asumió un tono más comercial y hoy tiene un enfoque más político, nunca ha desaparecido del todo”. Ejemplos como el de Mercosur estarían demostrando que las políticas de Estado son construcciones históricas complejas que no surgen en una primera reunión o por el simple hecho de ser anunciadas en una conferencia de prensa. Una suerte de pensamiento mágico nos lleva a creer que decir políticas de Estado las produce.

La circulación de moneda acuñada por el Estado, o el otorgamiento de licencias para conducir vehículos, son políticas de Estado. No hay equipos gubernamentales previendo una modificación de fondo en estos campos. Sin embargo, nadie recuerda que estos acuerdos se alcanzaron atravesando innumerables dificultades, y casi nadie es consciente de que algún día, más tarde o más temprano, los cambios políticos y tecnológicos harán que estas políticas desaparezcan. Esta ilusión de estabilidad y permanencia es la que vuelve eficaz el concepto política de Estado. Su potencia radica, justamente, en la imagen que produce. Natanson nos alerta de algo que elegimos no saber. Preferimos creer que en este concepto reside lo mejor de la política, su esencia. Al evitar la historia y sus sinuosidades, al invocar los más altos ideales, es un concepto tranquilizador. Así las cosas, podemos concluir por qué es un concepto preferible: al no debatir el orden establecido ni proponer cambios, este concepto se asocia a la ausencia de conflicto. Los Proyectos de Nación, en cambio, son un conflicto en sí mismos.

Conclusiones preliminares

Un Proyecto Nacional, en tanto propuesta de futuro al que se accedería a través del logro de objetivos situados en un campo ideológico particular, parece contraponerse en el discurso público con las políticas de Estado, presentadas como lo armonioso y permanente. Sin embargo, un Proyecto Nacional (provincial, regional, local) y las políticas de Estado son dos conceptos en diálogo. Sin proyecto, sin tensiones alrededor de diferentes proyectos, sin conflictos y superación de las diferencias, sin acuerdos, sin recorridos históricos, no hay políticas de Estado. Una política de Estado puede visualizarse una vez consolidada, es casi un “darse cuenta” de la estabilización de acuerdos alcanzados luego de arduas negociaciones, o luego de la derrota de alguno de los sectores o proyectos en pugna, generalmente el más débil. Una política de Estado es un producto al que hay que acercarse críticamente, porque lo instituido suele responder a sectores dominantes.

Desde un enfoque institucionalista, la política de Estado está vinculada a cuestiones sobre las que parecería haber un acuerdo generalizado (mayor educación, combate de la pobreza, mayores niveles de seguridad), sin poner en juego las causas que originaron lo que se pretende cambiar ni los métodos para producir el cambio. Este enfoque le otorga al gobierno el papel de lo dinámico y coyuntural, por lo que la propuesta de Proyectos Nacionales por parte de éstos es, cuanto menos, poco confiable. Un enfoque constructivista, en cambio, reconoce la incidencia de los gobiernos, y por lo tanto de lo dinámico y coyuntural, en la producción de idearios y políticas de largo aliento.

El objetivo de este texto ha sido develar los diferentes enfoques que operan detrás de las palabras. Un enfoque naturalista-institucionalista parecería estar jugando en oposición a un enfoque contructivista- situado. Que quede claro, si hiciera falta, que hacemos opción por este último. Muchas otras frases “hechas” deberían pasar por este tamiz. Eso nos permitiría ir desarrollando la ciencia de gobierno que nos adeudamos. Intentemos recorrer ese camino en honor a Carlos Matus, que nos ayudó a pensarnos. O por respeto a nosotros mismos, para alcanzar una suerte de adultez en esta materia. Y para desterrar, definitivamente, la idea de que “la política” es la enfermedad de “las políticas”.

Reseñas y debates. Año 7 - nº 65 - mayo2011

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