"Lo que está haciendo estallido en Colombia es el capitalismo"

Entrevista con Laura Restrepo - Silvia Hopenhayn

La escritora colombiana hace un muy crítico análisis de la realidad de su país.

Laura Restrepo es una mujer intrépida, de juicio severo y sonrisa amplia. En 1983, el entonces presidente de Colombia, Belisario Betancur, la nombró miembro de la Comisión Negociadora de Paz entre el gobierno y los guerrilleros del grupo M-19. Esa experiencia tuvo sus consecuencias, fructíferas y amargas. Por un lado, el libro "Historia de un entusiasmo", registro duro y entrañable bajo la forma de entrevista. Y por el otro, varios años de exilio itinerante, de México a Madrid.

Hoy, Restrepo cree que Colombia "no es el pasado: es el futuro de la humanidad". Y advierte: "Lo que está haciendo estallido en Colombia es el atraso, pero también es el capitalismo".

Hija de un sastre y de la heredera de una gran fortuna, no dudó en indagar en los distintos estratos sociales para entender la configuración del mundo. Quiso ser una joven acorde con las intensidades de su época, por lo cual militó en la izquierda, al percatarse de que la mayoría de sus integrantes había leído "En busca del tiempo perdido".

Se sumó al fervor de los años 60 y 70 motivada por el boom de la lite-ratura. En 1997 ganó el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por la Feria del Libro de Guadalajara, por su novela "Dulce compañía"; el Prix France Culture, premio de la crítica francesa a la mejor novela extranjera publicada en Francia en 1998; el Arzobispo Juan de Sanclemente, en 2003, y el Alfaguara, dotado de 175.000 dólares, por su novela "Delirio". Su estilo es vertiginoso y meditado; surge de preguntas acerca de lo vivido que sólo la ficción puede intentar responder. Así, "La isla de la pasión", que ahora se presenta en la Argentina, se corresponde con su estada en el exilio.

-¿Cómo surgió la idea de "La isla de la pasión"?

-Mi novela es una metáfora del exilio. Es esta gente soñando con regresar, y al tiempo con una falta de comunicación y noción de lo que está pasando. Y por otra parte, una gran ansiedad por pertenecer a la historia, para que el paso por la Tierra tenga algún sentido. El libro está basado en una investigación histórica. Recorrí México buscando descendientes de los supervivientes, revisé los anales de la marina, en el archivo de la marina norteamericana, conseguí cartas de amor, periódicos de la época. Sin embargo, sentía que el espíritu se lo podía dar yo por la experiencia mía en la colonia de exiliados en la que estaba, constituida básicamente por argentinos, chilenos, brasileños y, luego, colombianos. Curiosamente, el exilio es básicamente una isla de mujeres, porque los hombres morían, tal vez, en los sitios de la guerra. Nos encontrábamos muchas mujeres con hijos y nos teníamos que apoyar para sobrevivir. Es un poco la misma situación que se presenta en esta isla de la pasión. Quizá porque las mujeres sobrevivimos para garantizarles la vida a nuestros hijos. De otra manera probablemente nos arrojaríamos a la aventura con la fiereza con la que lo hacen los hombres.

-¿De qué modo fue pasando de la política al periodismo y luego a las letras?

-Me gradué en filosofía y letras a los quince años. En Bogotá, en esa época, la sociedad ya estaba totalmente compartimentada. La persona que venía de los barrios altos, medios, no pisaba los otros, porque eran peligrosos o desconocidos. Con una particularidad territorial, tanto en Bogotá como en Medellín: los grandes cerros llenos de barriadas populares y la ciudad rica abajo, siempre observada desde arriba y sin mirar nunca hacia los cerros. Transgredir esa barrera y empezar a treparte a los barrios populares era una cosa que nunca habíamos hecho.

-¿A la manera de una aventurera de lo social?

-Eso era. Y la militancia me lo permitió. Si no, ¿por qué una niña de la burguesía se iba a meter del lado de allá? La gente pensaría que era por las ideas... pero las ideas vienen después. En mi caso comenzó con la fascinación de ver gente que no conocía. Mis alumnos de la universidad, que venían de los sectores populares, me mostraban otras formas de habla, de gestos, de modos. Nosotros nos habíamos criado bajo una campana de cristal. Ellos te revelaban un país donde la vida latía más fuerte, tenías la sensación de que la realidad estaba más de ese lado del que tú habías venido. Queríamos conocer esa zona del tapiz. Si le sumas a esta exploración local el mayo del 68 francés, la iglesia de izquierda en América latina, los movimientos campesinos en Colombia, lo que pasaba en Angola, la revolución de los Claveles en Portugal... Tenías la convicción de que el mundo estaba ahí para que tú lo cambiaras. Y luego, el boom latinoamericano. Un día leíamos "Cien años de soledad", al día siguiente "La casa verde", de Vargas Llosa, o "El siglo de las luces", de Carpentier. Era también el descubrimiento de la literatura como territorio propio.

-¿Sus años de militancia y exilio la fueron arrimando más a las costas de la ficción?

-Sí, pero no por convicción de que el mundo no se pueda cambiar. Siento que el gran espacio político de hoy es la cultura. La política ha adquirido expresiones más locales y la crisis que se viene de carácter humanístico es global. Lo que está en cuestionamiento es casi la supervivencia del hombre sobre la Tierra, comprender qué significa pertenecer a la familia humana. Siento que la cultura es el terreno donde se están dirimiendo las grandes respuestas. Por eso no siento lo mío como un abandono de la política; me parece un buen lugar para actuar. El día en que aparezca una organización política válida, ahí estaré. Mientras tanto, permanezco en la literatura y en Colombia, donde sobrevivir es el gran deporte nacional.

-Usted ha hecho referencia a la costumbre de la muerte en su país como algo familiar. Ahora el mundo está empezando a tener miedo, pero sin una cultura que lo ampare o lo prevenga...

-Es así. Desde hace años en los Estados Unidos y en Europa, cuando me hacen entrevistas sobre la situación colombiana y empiezo a contar de los sicarios, de la muerte, me hacen sentir que estoy haciendo una exhibición inadecuada. Sientes que te miran como si vinieras de la noche de los tiempos y el día que logres evolucionar y llegar al nivel en el que están los países desarrollados dejarás atrás los problemas. Siempre les digo que Colombia no es el pasado. Es el futuro de la humanidad. Lo que está haciendo estallido en Colombia por un lado es el atraso, pero también es este capitalismo inclemente. ¿Qué es el narcotráfico si no una fuerza particularmente feroz de la lucha por el dinero? Yo les decía que deberían ir a Colombia para entender lo que les sucederá. Tan sólo observando el fenómeno paramilitar te das cuenta de que es un laboratorio que desgraciadamente plantea el futuro del mundo si las cosas no se modifican. Cuando me invitaron a la Universidad de Columbia, en Nueva York, les dije todo esto. Me miraron con una cara de lástima infinita. Dos semanas después ocurrió lo de las Torres Gemelas. Y me llamaron varios profesores, compungidos frente a la tercermundialización de Nueva York en unas pocas horas.

-¿Cuál es su posición con respecto a la entrega de las armas en Colombia?

-Me parece tremendo. Lo que representa el gobierno de Alvaro Uribe es la militarización del paramilitarismo. El paramilitarismo como gran fuerza narcotraficante. Esto no es un secreto, lo dicen ellos mismos. También como una especie de fuerza de control de cualquier afianzamiento de la democracia. Y eso con un aval muy grande desde arriba y recubierto con un proceso de paz sin contraprestaciones, sin principios, sin desarme. Todo esto va acompañado de grandes declaraciones del presidente. Pero si tú ves cuáles son sus medidas en otros terrenos, como el presidencialismo, la reelección, el desmonte de los organismos de control sobre la presidencia, el descuido de los derechos humanos... Hace un tiempo el vicepresidente dijo una frase célebre y tremenda: "Hay que bajarle un poquito a lo de los derechos humanos". Si a esto se le agrega el proceso de negociación con los paramilitares...

-¿Qué opina de ese proceso?

-Yo creería en ese proceso si hubiera depuración de las armas, porque a nadie se le escapan los nexos entre el paramilitarismo y las fuerzas armadas. Si tú negocias el paramilitarismo sin cortar el vínculo con las fuerzas armadas, es el Estado quien está legalizando su propio brazo ilegal. Eso forma parte de lo institucional, que está haciendo agua por todos lados. Pienso que es el momento de decir que Colombia es un experimento de lo que puede ser la política norteamericana. Hay una experiencia que por suerte no se repetirá: la de las dictaduras militares. Pero se están poniendo a prueba otras fórmulas. Gobiernos aparentemente democráticos, con apoyo electoral y con un poderoso aparato paramilitar atrás que lleva a cabo una represión, seguramente con más efectividad de lo que pudiera hacerlo una dictadura militar.

-¿Se debe al fuerte carácter institucional de Colombia?

-Colombia tiene una institucionalidad muy restringida, muy excluyente, hecha por unos partidos tradicionales que no han permitido el ingreso en la política de los demás y por una jerarquización social brutal, donde la gente que figura es la que pertenece a cierto estrato económico y el resto es una gran masa anónima. Por el mismo hecho de ser tan estrecho ese cuello de botella de lo institucional, de lo legal, de lo oficial, de la capa de pintura exterior, se han buscado mil formas de clandestinidad para expresarse. Unas muy delincuenciales, otras no tanto. Pero todas ocultas. Cualquier colombiano con el que hables te empezará a contar unas historias que son unos novelones que no lo puedes creer. Porque las cosas han ido pasando por debajo. Al no haber tenido tampoco la izquierda respuestas para esta exclusión, hay muchas otras maneras de rebeldía. Algunas muy violentas, muy reaccionarias, otras extraordinarias. Si a esto le sumas el fenómeno tan extendido del narcotráfico, también clandestino, estamos hablando de la guerrilla más antigua del mundo.

-¿Esta configuración social se corresponde con una identidad nacional?

-El colombiano es un personaje absolutamente no conformista y no convencional. El colombiano te burla cualquier norma. No le puedes decir que no haga algo, porque sale corriendo y lo realiza.

-¿También usted?

-Y sí, es como la marca de fábrica que tenemos todos. Es producto del caos en el que vivimos y al mismo tiempo lo fascinante que tiene el país. La gente es según su propio molde. Siento una diferencia con países de América latina, donde la gente es más paciente. En Colombia no se aguantan, por eso hay mil formas armadas, un paramilitarismo brutal.

-Sin embargo, usted es fuertemente latinoamericana...

-Es verdad. Hace poco estuve con mi agente de Nueva York. El decía que los Estados Unidos tenían la desgracia de haber convertido todos los estados en un solo país. Eso ha sido un empobrecimiento. La cultura es tan homogénea que cuando te desplazas de un lugar a otro no hay variaciones. En América latina, si te trasladas de un país a otro el cambio es total, y al mismo tiempo es un mismo sitio y no hay ninguna barrera. Tenemos un mismo pasado, los mismos sueños, la misma marca de lo religioso, la necesidad de lo laico y lo cívico por imponerse. Eso es nuestro gran patrimonio y lo que permite que la cultura y la literatura latinoamericana tengan tanta fuerza y lectores.

-¿Qué representa Buenos Aires en su itinerancia?

-Muchas cosas. A mi padre le fascinaban el teatro y el tango. Buenos Aires era un sitio al que había que estar viniendo. Vinimos durante mi adolescencia, pero mi regreso más rotundo fue durante la dictadura, ya con la militancia política. Mi hijo es argentino, también fruto de la militancia. Es toda una parte de la vida que dejé acá. Yo estaba en un partido de historias de bajo perfil, de tono menor. Como nosotros no teníamos nada que ver con las armas, nos tocaba la parte de una paciencia infinita. Era una construcción lentísima de una oposición contra la dictadura. La experiencia airada, intransigente de la izquierda en esos tiempos no era igual en la Argentina. El contacto que había aquí con la gente era más sano que el que se podía tener en el resto del mundo. En otros sitios la izquierda era tan radical, tan intransigente, tan ajena a escuchar a los demás... Fue de las mejores épocas de mi vida. Yo tuve la suerte de que no me pasara nada. Si no, sería otra la historia. Claro que la tortura y las desapariciones eran una referencia permanente. Pero lo que a mí me tocó vivir fue la cercanía que había con la gente, que era muy grande. A mi hijo siempre le llamó la atención que yo no escribiera nada de mi episodio en la Argentina. Es verdad, no escribí ni una letra, y eso que ya estaba vinculada con el periodismo. No recordaba por qué hasta que luego me di cuenta: no podíamos escribir nada. La letra escrita era prohibida. No podías escribir ni teléfonos, ni siquiera tu nombre. Mucho menos tomar notas o llevar un diario.

Fuente: La Nación

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