Jorge Julio López: desaparecido en democracia / Eduardo Aliverti

Eduardo Aliverti

La sociedad no quiere escuchar esta noticia. O no puede. El saber que en democracia hay una persona desaparecida es sinónimo de violencia. Secuestro, muerte, ¿por qué después de 30.000 desapariciones olvidamos esa cicatriz?

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Como dice Benedetti, en ese poema que le cae a todo dictador muerto, “cualquier día la muerte no borra nada”. Quedan siempre las cicatrices. Siempre.

Este lunes se cumplen tres meses sin López, que es una frase cuyos alcances sólo pueden mensurar los argentinos. Es decir, los argentinos con algún grado de conciencia política (o conciencia a secas, mejor). El “sin”, en este país, significa desaparición. Secuestro. Impunidad. Primero todo eso. Primero el terror. “Muerte” viene después de todo eso, porque lo que la precede es mucho peor que la muerte. Alrededor de 30 mil desaparecidos son el sello, bien argentino, que lo testifica.

La familia de López acaba de dirigirle una carta al Presidente con otra frase que, si bien es de comprensión universal, también apela a eso de la conciencia argentina. “Que Tito no se convierta en el primer desaparecido/olvidado de la democracia”, le dice la familia a Kirchner, pero al periodista le resulta muy difícil no interpretar que primero está hablándonos a todos nosotros. Al fin y al cabo, más allá de la imprevisión en el cuidado de un testigo clave, de la ineficiencia en las tareas investigativas y de las (muchas) sospechas respecto de los organismos de seguridad en cuanto al compromiso efectivo de hurgar en su paradero, a López están buscándolo. Si uno no creyera eso, sencillamente debería pensar que en la Casa Rosada volvió a instalarse el enemigo o alguien que se le parece demasiado. Y no se puede pensar eso. La frase de la familia incluye al Gobierno, porque es explícito el pedido de que sigan la búsqueda. Pero la palabra “olvidado” es una advertencia o una imputación directa, como se quiera, al grueso social que viene manifestando un desinterés creciente (repugnante, digámoslo) por la suerte de López. La dirigencia partidaria, los medios de comunicación, los sindicatos, las organizaciones profesionales: se diría que todos, excepto algunos espacios, partidos de izquierda, organismos de derechos humanos y luchadores sueltos o agrupados en colectivos de escasa cuantía, se han olvidado de López.

Esto no sería así de haber alguna amenaza de rayos y centellas, o serios conflictos sociales, o importantes liderazgos progresistas por fuera del oficialismo, u otras circunstancias en ese sentido. Inclusive porque muchos o unos cuantos oportunistas de peso habrían aprovechado la desaparición de López para arrimarse voluntades. Hasta por derecha. Esa derecha que, individual y orgánicamente, ni siquiera tiene la fuerza para encajar a López dentro de su discurso de mano dura contra la “inseguridad” (podría decirse que ese dato tiene aun más peso que los límites morales a que la obligaría su participación en el terrorismo de Estado). Las cosas tienen el soporte de un gallardo andar de la economía, reforzado la última semana por los números de incremento en la construcción, los autos y los servicios bancarios. Y ni la persistencia de una injusta distribución de la riqueza, a la par de una tasa de pobres e indigentes que sólo disminuye en forma abrupta en las cifras oficiales, es capaz de alterar a una sociedad con alto grado de conformismo, o aceptación, en torno del rumbo gubernamental.

No es del caso evaluar la justeza de ese estado de ánimo popular. Pero sí lo es arriesgar que en medio de ese humor apaciguado –con los sucesos del 2001/2002 todavía a la vuelta de la esquina–, López es una noticia que nadie quiere escuchar. Y mucho menos se quiere escuchar cualquiera de las dos alternativas que, a esta altura, todos imaginan aunque nadie lo diga en voz alta: que aparezca asesinado o que no aparezca nunca más. En ese orden, cabría acotar, por más que el límite sea difuso. Si lo encuentran muerto el aviso es espeluznante, pero si no lo hallan hay un sobrevuelo aterrador de otro rango y profundamente ligado a la memoria de la que ese conjunto indiferente de la sociedad parece no tomar nota. O la tomó y no quiere asimilarla. O la tomó y no le importa.

En cierto aspecto, la situación tiene algo paradójico. Porque esta misma sociedad tuvo sectores lúcidos y combativos que permitieron llegar más rápido y más lejos que el resto del mundo en el juzgamiento y castigo de los genocidas (vayamos acá nomás: Pinochet fue velado con honores militares y la presidenta Bachelet lo aceptó porque es “de todos los chilenos”). Aquí hubo muchos retrocesos que, sin embargo, nunca significaron vuelta atrás. Sí en el Ejecutivo de turno, en el Congreso y en la Justicia de los tribunales. No en el establecimiento de la condena generalizada. Los imprescindibles consiguieron que los milicos del Proceso fueran mala palabra y que defenderlos, en público, resultase vergonzante para sus propios acólitos y para el tilingaje que vive en un bonsai. Y lo conquistaron sin una sola actitud de venganza personal (como no sea la olvidada pero inolvidable trompada de Alfredo Chávez a Astiz, en Bariloche, hace años). ¿Cómo dejar de apuntar, entonces, que la sociedad no se merece respecto de sí misma el olvidarse de López? Está bien: nunca fue todo el pueblo el que se encolumnó tras la causa de los derechos humanos en su vinculación con las violaciones de la dictadura. Pero en los libros ya estamos como el lugar donde se condenó al horror de un modo incomparable. ¿Vamos a rifar esa épica, esa argentinidad con orgullo, olvidándonos de López?

Con alguna ingenuidad, uno aspiraría a que los diarios salieran todos los días, o de vez en cuando, con una faja impresa que recordara la necesidad de encontrarlo. Que los noticieros de la televisión y de la radio ubicaran cada tanto una placa o un spot con su nombre. Que periódicamente alguien se acordara, en sus comentarios mediáticos, en sus discursos políticos, en sus análisis periodísticos, de que seguimos sin López. Por lo visto, no se puede o no se debe o no se quiere. Pero, como fuere, estaríamos marchando hacia un espejo de nosotros que nos devuelve la peor imagen, siendo que tenemos con qué recibir una mucha mejor.

La muerte no borra nada porque quedan siempre las cicatrices. Se suponía que las nuestras eran cicatrices enormes pero cerradas bien, más o menos bien. No seamos capaces de volver a abrirlas para cerrarlas peor.

Fuente: Página 12

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