Estados Unidos: el eterno retorno del secreto y la teoría conspirativa

Francis Fukuyama

Se suele decir que todo cambió desde el 11-S. Sin embargo, hay en el gobierno de Bush formas de encarar la seguridad nacional que vienen de lejos y se basan en exagerar amenazas, ocultar información y recortar libertades.

Autor: Francis Fukuyama
Fuente: Lacoctelera.com

Un reciente artículo de The Washington Post relataba cómo se habían sorprendido los investigadores del Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad George Washington al descubrir que las estadísticas de 1970 sobre las dimensiones del arsenal nuclear estadounidense habían sido tachadas en unos documentos que habían obtenido.

El hecho fue sorprendente porque las cifras habían sido publicadas muchas veces en el pasado; algunas más detalladas incluso habían sido comunicadas directamente a los soviéticos en diversas conversaciones sobre control de armas. Y, sin embargo, los burócratas de los Departamentos de Defensa y Energía, siguiendo las normas establecidas después del 11-S, consideraron peligroso ventilar esa información histórica en un mundo de terroristas y Estados malhechores.

Se ha convertido en un lugar común decir que "todo cambió" después del 11-S pero, para dos grandes intelectuales estadounidenses —el sociólogo Edward Shils y Daniel Patrick Moynihan, ex senador por Nueva York—, los acontecimientos recientes constituirían el eterno retorno a lo mismo. Ambos señalaron que, en el pasado, EE.UU. tomaba las amenazas externas reales y exageraba enormemente el peligro que representaban, tejiendo teorías conspirativas. Estas justificaban la creación de un Estado basado en el secreto que minaba las libertades estadounidenses y el libre intercambio de información.

Shils, uno de los fundadores de la teoría de la modernización y durante muchos años profesor de la Universidad de Chicago, escribió The Torment of Secrecy: The Background and Consequences of American Security Politics (El tormento del secreto: Antecedentes y consecuencias de la política de seguridad estadounidense) en 1956, inmediatamente después de la era McCarthy.

Shils aceptaba la realidad de la amenaza soviética y la existencia de conspiraciones contra el estilo de vida americano. Pero también sostenía que la democracia estadounidense se basaba en el principio de la publicidad de los asuntos públicos.

Esa apertura hacía especialmente horrorosa la idea de la amenaza externa y la subversión interna. Un sentido de la privacidad más débil que el de los europeos, al igual que un "apego más endeble a los cuerpos sociales", hacía que los estadounidenses buscaran su identidad en grandes símbolos nacionales, lo que llevaba a un hiperpatriotismo y una tendencia a ver las cosas en blanco y negro.

En los primeros tiempos de la Guerra Fría, la respuesta del gobierno a estos temores fue otorgarle al Poder Ejecutivo un altísimo grado de discrecionalidad en los asuntos de seguridad. La manifestación más visible de esta tendencia fue el desarrollo de un sistema de clasificación que de repente apartó gran cantidad de información de la mirada pública, y un sistema de controles de lealtad que, según palabras de Shils, "hirió el delicado tejido que une a nuestra sociedad".

Shils no tuvo discípulo más ardiente que Moynihan, quien escribió la introducción a una reedición de 1996 de The Torment of Secrecy. Moynihan utilizó su lugar en la Comisión de Inteligencia del Senado para lanzar un ataque sostenido contra la afición del gobierno por el secreto y contra la inclinación de sus compatriotas a tolerar las restricciones a sus libertades en nombre de la seguridad. En su libro Secrecy: The American Experience (El secreto: la experiencia estadounidense), declaraba que "el secreto permite a un Ejecutivo constitucionalmente débil pasar por alto a la Legislatura en la toma de decisiones que la Legislatura no apoyará cuando las cosas salgan mal".

Moynihan señaló que las interceptaciones de comunicaciones soviéticas desencriptadas de fines de la década del 40, llevadas a cabo como parte del proyecto Venona y desclasificadas recién después que terminó la Guerra Fría, mostraban sin lugar a dudas que había habido una gran red de espionaje soviético en los Estados Unidos. Las interceptaciones demostraban que Julius Rosenberg era culpable de espionaje atómico, y que las acusaciones de que Alger Hiss era un agente soviético presentadas por Whitaker Chambers eran correctas. La defensa de Hiss, naturalmente, se había convertido en una causa célebre entre los intelectuales liberales de los 50. Y sin embargo los funcionarios de seguridad del gobierno en todo momento tuvieron pruebas concluyentes de su espionaje, y del verdadero alcance de la conspiración soviética. Pero no revelaron lo que sabían, ni siquiera al presidente Truman. Esta omisión, dijo Moynihan, permitió que la imaginación pública complementara el conocimiento real con fantasías destructivas, las que a su vez dieron origen a una generación de anti-anti-comunistas. Una polarización con la que vivimos hoy.

La creación de una burocracia de seguridad nacional aislada de la mirada pública produjo también otros efectos malignos. Las suposiciones sobre la fortaleza económica de la Unión Soviética generadas por la comunidad de inteligencia no fueron analizadas sobre la base de lo que sabían sobre la situación del país muchos que efectivamente habían viajado allí. Esto llevó a una sobreestimación constante de la amenaza soviética y a la no predicción del mayor acontecimiento de fines del siglo XX, la caída del comunismo. Todas las burocracias intentan ampliar su misión, y, como era de esperarse, el fin de la Guerra Fría llevó no a una reducción del número de secretos oficiales, sino a un enorme aumento.

La relectura de estos libros a la luz del 11-S, la guerra de Irak y los actuales esfuerzos de la administración Bush por ampliar las facultades del Ejecutivo nos hace comprender que nuestra actual situación no es para nada nueva. Si bien el asesinato nihilista de casi 3.000 estadounidenses en suelo estadounidense no tuvo precedentes, sigue en pie el hecho de que la amenaza tanto real como percibida de fines de los 40 era mucho más aguda que la que hoy presenta el terrorismo islámico. Los comunistas controlaban un inmenso Estado-nación —la Unión Soviética— y conquistaron media Europa. En 1949, llegaron al poder en el país más populoso del mundo. El impresionante poder de destrucción de las armas nucleares era nuevo; los expertos de la época confiadamente predijeron que muchos Estados las adquirirían de inmediato y que las guerras futuras serían nucleares. Los estadounidenses vivían bajo la sombra no de la destrucción de una sola ciudad sino de su sociedad entera. Y el enemigo tenía agentes que potencialmente podían infiltrarse en las instituciones más selectas del país, algo a lo que pocos jihadistas pueden aspirar hoy.

Todas las amenazas nuevas acarrean grandes incertidumbres. Entonces, como ahora, había una pronunciada tendencia a suponer lo peor y a que el gobierno reclamara enorme discrecionalidad para la protección del público estadounidense. La administración Bush constantemente sostiene que necesita ser protegida de la supervisión del Congreso y del escrutinio de los medios. Ejemplo de ello es la vigilancia no autorizada del tráfico telefónico que entra y sale de los Estados Unidos por parte de la Agencia de Seguridad Nacional. En lugar de recurrir al Congreso y tratar de negociar modificaciones a la ley que regula tales actividades, el gobierno simplemente se atribuyó esa autoridad.

Con respecto a otros temas, como la detención de prisioneros en Guantánamo y los métodos de interrogatorio utilizados allí y en Oriente Medio, no se puede más que citar a Moynihan cuando hablaba de una era anterior: "Conforme crecían los temores de las conspiraciones comunistas y la subversión alemana, era el comportamiento del gobierno estadounidense el que rozaba lo ilegal".

Aún cuando, en esta coyuntura, no conozcamos cabalmente el alcance de la amenaza que enfrentamos de parte del terrorismo jihadista, sin duda aquél es lo suficientemente amplio para justificar muchos cambios en nuestra forma de vivir, tanto en el país como en el extranjero. Pero el gobierno estadounidense tiene una trayectoria en lo que hace a lidiar con problemas similares en el pasado, trayectoria que sugiere que todas las instituciones estadounidenses —el Congreso, los tribunales, los medios de prensa— deben cumplir con su tarea de vigilar la conducta oficial, en lugar de tomar el camino fácil de acatamiento al Ejecutivo.

*Copyright Clarín y The New York Times Book Review, 2006. Traducción de Elisa Carnelli.

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