Crisis y autorregulación: problemas en The New York Times

María Helena Barrera-Agarwal

El 2 de mayo de 2005 se divulgaba oficialmente un informe intitulado Preserving Our Readers' Trust (Preservando la Confianza de Nuestros Lectores). Dirigido al Editor Ejecutivo del The New York Times (NYT), se trataba de un estudio de cinco temas considerados esenciales para mantener la confidencia del público en el diario. Un total de 21 recomendaciones eran efectuadas con ese objetivo. El texto había sido redactado por un comité conformado por 19 periodistas y editores junto con un asesor externo, todos bajo la égida de Allan M. Siegal. El nombre escogido para identificarlos era elocuente sobre sus objetivos: The Credibility Group (El Grupo de Credibilidad).

Sucesos conducentes a la preparación del informe se habían empezado a dar mucho antes del día de su presentación pública. Las causas que iban a culminar en la manifestación de autorregulación en el The New York Times incubaron en la institución por años. Los síntomas se habían hecho públicos, catapultando nombres como los de Howell Raines, Jayson Blair y Judith Miller a la palestra. Las conductas relacionadas a esos episodios poco tenía que ver con las tradicionales divisas del The New York Times: presentar todas las noticias aptas para imprimirse e informar imparcialmente, sin temor o favor, no importa qué partido, sector o interés esté en juego.

El tortuoso rumbo que había hecho necesaria la elaboración del informe Siegal ilustra una crisis más amplia, sufrida no solo por medios estadounidenses, sino por aquellos del orbe entero. Innumerables presiones se concentran en el oficio periodístico, que buscan manipularlo. Cada vez más diarios y estaciones de radio o televisión se ven obligados a abandonar gradualmente una conducta responsable o a integrarse en conglomerados industriales, donde están a merced de razones que poco o nada tienen que ver con el periodismo. La noticia y el marketing cohabitan indecorosamente, la frivolidad prospera, los clientelismos son frecuentes, las influencias son endémicas. El mantener los cánones del periodismo en tal ambiente se vuelve una tarea cada vez más difícil.

El ejemplo del The New York Times es particularmente elocuente. Contiene el mismo, tanto la comisión de errores que ilustran la crisis como la autorregulación interna que, en instituciones aún dedicadas esencialmente a la comunicación, busca contrarrestarla.

Los emblemas de la crisis
En abril de 2002, The New York Times parecía alcanzar una cumbre de prestigio inalterable. Siete premios Pulitzer compensaban su cobertura de los ataques terroristas de septiembre de 2001. Aun en su sin par historia de galardones, no existía un hito similar. En una alocución improvisada al personal, Howell Raines, Director Ejecutivo, exaltaba sin ambages los días de leyenda que el diario estaba viviendo. Los mismos, sin embargo, estaban destinados a ser cortos. En julio de 2003, Raines y su subdirector, Gerald Boyd, abandonaban el periódico luego de una serie de escándalos. La reputación del The New York Times había, en los meses transcurridos, sufrido un formidable revés.

El nombre más obvio ligado a la crisis era el de un joven reportero, Jayson Blair. Durante años Blair se había servido de la tecnología del periódico para escribir historias apócrifas. Usando teléfonos celulares había dado la impresión de encontrarse en los lugares de sus reportajes, sin abandonar Nueva York. Sus crónicas contenían pormenores plagiados de crónicas ajenas, descripciones redactadas con la ayuda de fotografías localizadas en bases de datos, declaraciones inventadas por su imaginación febril. A pesar de la gravedad y envergadura de sus embustes, con alarmante regularidad su firma había aparecido en la célebre primera plana.

El caso de Blair tenía ribetes increíbles. Su propensión a la mentira no había pasado desapercibida en las oficinas del The New York Times. Un memorando sobre su conducta contenía la frase lapidaria debemos detener a Jayson Blair. Los recibos de sus gastos, reembolsados por el periódico, evidenciaban con claridad absoluta que jamás había viajado a los lugares desde donde supuestamente escribía. Sin embargo, bajo la administración de Howell Raines era considerado un reportero estrella, audaz y ameno en su estilo, autor de exclusivas que anticipaban aquellas de la competencia. Ante tal ventaja, las dudas de sus superiores y colegas no se tomaban en cuenta.

El de Judith Miller era segundo nombre relacionado a la crisis. Miller parecería ser el arquetipo contrario a Jayson Blair: Una reportera de experiencia, especialista en bioterrorismo, autora de libros sobre el tema, había cubierto numerosos países como corresponsal del The New York Times. Ganadora de uno de los premios Pulitzer de 2002, su calidad profesional debía estar a años luz de la de Blair. No obstante ello, durante la temporada precedente a la ofensiva en Irak, Miller fue la autora de una decena de artículos de primera plana que, básicamente, confirmaban las afirmaciones de la administración Bush sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak.

Esas exclusivas se basaban en fuentes de información internas del gobierno de George W. Bush, así como también de disidentes iraquíes. Uno de ellos, el notorio Ahmed Chalabi, influenció sus reportajes considerablemente. Miller había tomado su palabra como revelación no expuesta a dudas. Camiones convertidos en posibles laboratorios de armas químicas, expertos científicos nucleares, conexiones entre Al Quaeda y Saddam Hussein, los temas se sucedían reflejando con fidelidad la línea oficial sobre las razones de la operación bélica. A pesar de tales coincidencias, ningún editor al parecer estaba autorizado a interferir en los artículos. Miller, como Blair, poseía el status de estrella y la habilidad de escribir textos de impacto y exclusivas.

Las causas de la crisis
El ambiente periodístico que permitió las actividades de Jayson Blair y de Judith Miller es un paradigma de los escollos que inquietan a la profesión. Seth Mnookin en su libro Hard News (Difíciles Noticias) alude a las características de la administración de Howell Raines valiéndose de las observaciones críticas de Daniel Okrent, editor público del The New York Times:

Una avidez por exclusivas; una cultura que valoraba espectaculares historias de primera página; una tendencia al periodismo de "golpea y corre", en el que raramente se asignaba continuaciones escépticas a historias; y una mística en la que las fuentes de importancia eran tratadas con guante blanco.

Antes de que el escándalo de Blair se desatara, el especialista de medios de The New Yorker, Ken Auletta, escribió una semblanza de Howell Raines que coincidía con la opinión de Mnookin. La filosofía de Raines aparentemente se basaba en la convicción de que los estándares periodísticos tradicionales no poseían continua validez en el mundo contemporáneo. Velocidad y vistosidad eran los objetivos supremos. La ponderada, tradicional ruta de la noticia debía abandonarse a favor de un metabolismo acelerado de información. Quienes se destacaban en tal metabolismo estaban destinados a convertirse en celebridades, los protegidos de Raines, inmunes a las críticas y, aún más grave, a los rutinarios diques contra errores, prejuicios y partidismos.

El estilo administrativo de Raines, respecto al numeroso equipo bajo su dirección, pretendía reflejar aquel de Jack Welch en General Electric: Raines estaba convencido de que un porcentaje de reporteros era intrínsecamente innecesario, un peso muerto que debía extirparse a base de constante presión. La cultura de gestión horizontal habitual al diario no se compaginaba con tal visión. En consecuencia, se intentó reemplazarla con una estructura vertical, que concentraba el poder en un círculo de contados aliados. Al centro del mismo, Raines ejercía un mandato casi palatino, imponiendo sus convicciones no solo en las actividades del periódico sino en el contenido específico de la noticia. Pronto, historias de una trivialidad marcada reemplazaban a aquellas de fondo en la primera plana. A la objetiva, imparcial redacción se le prefería composiciones de afectada retórica o frágil base investigativa.

La autorregulación como respuesta
Una institución como The New York Times es un conjunto orgánico, cuyas reacciones a menudo van más allá de la adición de voluntades individuales. No es extraño pues que la administración de Raines encontrara resistencia en múltiples niveles. En cuanto la sospecha de plagiarismo contra Jayson Blair se hizo pública, un comité ad-hoc liderado por Allan M. Siegal se constituyó para investigarlo. El resultado fue una serie de artículos que identificaban exhaustivamente todos los deslices de Blair. El malestar causado sirvió de catalizador para una serie de reuniones plenas de polémica, la más nutrida de las cuales contó con la presencia de todo el personal del diario. En esas ocasiones, las críticas al nuevo rumbo del periódico se volvieron ensordecedoras. Poco después, Raines era obligado a dimitir.

Bajo el nuevo Director Ejecutivo, Bill Keller, Allan Siegal pasaría a encabezar otra comisión, denominada Committee on Safeguarding the Integrity of our Journalism (Comité para Salvaguardar la Integridad de nuestro Periodismo). Su tarea era analizar el funcionamiento del The New York Times en general y recomendar acciones prácticas. El 28 de julio de 2003, un documento de 95 páginas se hacía público: contenía el informe del comité con un prefacio de Keller. De ciertos pasajes de este texto se derivarían las inquietudes que culminaron en 2005 con el segundo informe, Preservando la Confianza de Nuestros Lectores.

El foco de la autocrítica alcanzó también a los artículos de Judith Miller, y, en general, a la cobertura de la guerra en Iraq. El 26 de mayo de 2004, The New York Times publicaba una nota editorial con el objetivo expreso de pedir disculpas al público por inexactitudes, errores y faltas periodísticas relacionados con el tema. Como otros comentadores han mencionado, esos problemas no se habían circunscrito a The New York Times. Incluso el respetado The New Yorker había caído en la trampa de seguir la línea oficial en algunos de sus artículos. Pocos, sin embargo, eran los medios abiertos a admitir sus yerros de manera pública.

El proceso de autorregulación del The New York Times continúa. Los síntomas de la crisis han sido gradualmente reemplazados por señales de reconexión con un pasado ilustre. Tal vez la más sorprendente de esas indicaciones se encuentre en el hecho de que Judith Miller se haya convertido en un símbolo de lucha por el respeto al resguardo de la anonimidad de fuentes. Por respeto a ese principio aceptó incluso ser encarcelada. En la mejor tradición del caso de los Papeles del Pentágono, The New York Times ha escogido apoyar a su reportera de modo absoluto. Esta actitud encomiable contrasta con la de la revista Time, que cedió a las presiones y obligó a su reportero, Matt Cooper, a revelar sus fuentes. Las razones de la discrepancia son simples: Time hace parte del conglomerado Time Warner y consideraciones extra periodísticas, como la salvaguarda del precio de sus acciones en la bolsa de valores, tienen más peso que aquellas puramente informativas. The New York Times, por el contrario, es todavía un medio independiente, controlado por la misma familia por más de una centuria. Su dedicación exclusiva al periodismo le permite intentar concentrarse en los preceptos de la comunicación por sobre aquellos del mercado.

Conclusión
Carl Bernstein, escribiendo el epílogo de The Secret Man (El Hombre Secreto), el reciente libro de su colega Bob Woodward, resume así la interacción entre el reportero y el editor:

El periodista debe determinar su propia trayectoria, debe usualmente enfrentarse a los editores, debe encaminarse y ser libre para explorar, para desafiar la sabiduría convencional de ser necesario. Ello significa que los periodistas, no importa qué tema cubran, deben encontrar las historias internas, llegar al fondo de las cosas, y hallar a los Contables y los Gargantas Profundas, de ser posible. Al mismo tiempo, como hemos recordado hace poco, los periodistas necesitan editores. A fin de cuentas somos colaboradores y son ellos los que determinan el producto final.

La simbiosis descrita encuentra su máxima expresión en casos como los del mismo Bernstein y Ben Bradlee. Es una colaboración capaz de resistir presiones, de ir contra corriente, de insistir en la integridad de la profesión. Su ausencia, aunque sea momentánea, le abre las puertas a la aparición de aberraciones que ponen en entredicho aun a la más prestigiosa institución. De esos extravíos, sin embargo, una recuperación es posible en cuanto los principios del verdadero periodismo estén todavía presentes.

Los medios estadounidenses en cifras

· Circulación de los diarios más grandes: El líder en circulación es USA Today con dos millones 612 mil 946 copias diarias. Cada día salen al mercado 56 millones de copias de diarios. Los domingos esa cifra se sitúa en 58 millones (estadísticas por el año 2004, Newspaper Asociation of America).

· Ratings de sintonía: las tres estaciones más vistas son ABC, NBC y CBS, todas de señal libre. (2005, Nielsen)

· Existen 1745 estaciones de televisión activas y con licencia de transmisión.

· Hay 4761 radios en AM y 8756 en FM (estadísticas de marzo del 2005, Federal Communications Comission)

· El negocio del sector publicitario representa en televisión 47.1 billones de dólares y en radio 21.4 billones (estadísticas por el año 2004, Televisión Bureau of Advertising - Radio Bureau of Advertising.)

· Los Estados Unidos tiene 204.3 millones de usuarios de Internet (2005, Nielsen-Net Ratings).

· Algunas de las agencias de prensa estadounidenses: Associated Press, United Press International, Bloomberg Business News.

Otros escándalos en los medios estadounidenses
María Helena Barrera preparó para Chasqui el siguiente detalle de otros casos que implican, lamentablemente, a diferentes medios estadounidenses, incluyendo dos diagnósticos sobre libertad y credibilidad de prestigiosas instituciones que monitorean la actividad mediática global.

Escándalos periodísticos
· El programa 60 Minutes de la cadena CBS y Dan Rather, famoso reportero y presentador de noticias, tuvieron que admitir, tras una extensa controversia, que una serie de documentos en los que se habían basado para denunciar actividades de George W. Bush en la Guardia Nacional de Texas en donde prestó su servicio militar, no eran sino falsificaciones.

· Rick Bragg, ganador del Premio Pulitzer y reportero estrella del The New York Times, admitió que se había servido de los servicios de otro reportero en ciertos artículos.

· Jack Kelley, reportero estrella de USA Today, fue desenmascarado como el autor de una serie de reportajes plagiados o falsos.

· Dave McNeely, columnista en el diario Austin American-Statesman, admitió haber enviado borradores de sus artículos al jefe investigador del caso que esos textos trataban.

· En agosto, la cadena ABC fue echada de Rusia tras la emisión de una entrevista al comandante checheño, Shamil Basayev, considerado por Moscú el terrorista número uno y sobre el que pesa una recompensa de 10 millones de dólares.

Escándalos gubernamentales
· Cientos de segmentos noticiosos y de entrevistas, producidos y distribuidos por al menos veinte agencias federales bajo la administración Bush, fueron transmitidos en estaciones locales de televisión sin ninguna referencia que diese cuenta de su origen gubernamental. La acción, que entraña publicidad encubierta prohibida por ley, fue denunciada en The New York Times en marzo.

· James D. Guckert, alias Jeff Gannon, fue admitido a la Casa Blanca como corresponsal de la agencia de noticias Talon News Service. Sus preguntas servían para que funcionarios de la administración Bush, incluyendo el presidente, expusieran información favorable. El editor ejecutivo de Talon Press Service, Bobby Eberle, fue delegado del partido republicano en múltiples convenciones.

· Tres figuras de medios admitieron que recibieron dinero del gobierno para promover su agenda, a pesar de presentarse como comunicadores independientes. El periodista y productor Armstrong Williams fue favorecido con un contrato por 240 mil 600 dólares, relacionado con la campaña No Child Left Behind. La periodista Maggie Gallagher recibió 21.000 dólares, en conexión con el rechazo del matrimonio gay. El columnista Michael McManus recibió 10.000 dólares, también en relación con la defensa del matrimonio tradicional.
Libertad y credibilidad
· Reporteros sin Fronteras (RSF) puso a los Estados Unidos en el puesto 17 de su última Clasificación Mundial de Libertad de Prensa que incluyó a 139 países. RSF explicó que la posición de los Estados Unidos en su investigación se vinculaba con el número de periodistas detenidos y encarcelados.

· Un estudio del Pew Research Center, titulado Media. More voices, less credibility, determinó que el 45 por ciento de la gente cree poco a la prensa escrita. El descrédito se ha triplicado en comparación con 1985 cuando solo el 16 por ciento de la gente pensaba así. La cadena CBS, las televisoras locales, las revistas Newsweek y Time tienen una credibilidad del 37 por ciento, la cadena ABC tiene un descrédito de 36 por ciento, NBC del 35 por ciento y CNN del 28 por ciento.
María Helena Barrera-Agarwal, ecuatoriana, abogada especialista en propiedad intelectual, investigadora y ensayista con residencia en Nueva York, Estados Unidos.

Fuente: Rev, Chasqui

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