Fiebre amarilla en Buenos Aires

La epidemia conmovió a la sociedad porteña. Algunos pensaron que había llegado la hora de rajar o morir. Otros decidieron quedarse para enfrentar la tragedia. Estaban en minoría, pero la tarea comunitaria se reveló esencial.

Las guerras se pagan caras. El diablo mete la cola y siempre tiene revancha. Volvían los ejércitos del Paraguay dejando desolación y muerte. El general Bartolomé Mitre le entregaba el gobierno a Domingo Faustino Sarmiento con el poco afecto que los unía. Y con esa manía de cambiar de mando el 12 de octubre, porque celebraban el día de la raza. En eso estaban “contestes”, de acuerdo. Corría 1868 y la soldadesca argentina, llena de federales retobados sometidos por los unitarios, todavía regaba el Paraguay de sangre. Propia y ajena. Algunos de los milicos que volvían traían pestes. Daba asco verlos harapientos, tosiendo, débiles, con los ojos saltados.

A Buenos Aires llegaba el cólera, como burlándose de los que pisoteaban guaraníes. Los victoriosos, algunos de ellos, volvían con la peste. Cólera. Se cagaban encima. La diarrea les provocaba una sed insaciable. Y llegados a Buenos Aires, antes de morir, contagiaban a todos. Miles y miles de difuntos.